Igual que sucedió con O que arde (2019), Oliver Laxe ha logrado una potente repercusión con su nueva película. Su fórmula no es un secreto: basta con escoger cuidadosamente el tema y añadir un mínimo --insisto, mínimo-- tratamiento al guión. La cosa es que sus intuiciones (o sus obsesiones, no sé) consiguen remover a toda clase de audiencias: habituales del cine independiente, del poco comercial o raro, incluso del comercial mayoritario. Un consenso del que pocos cineastas pueden presumir. A pesar de que la puesta en escena suele flojear ni es la más trabajada, la cuidada estética de sus imágenes provocan una reacción, un debate. Es mucho para estos tiempos de hiperproducción de ficciones. Esa misma movilización/reacción se constata en unas crónicas sobrepasadas por parte de críticos y expertos: sin salir del mismo diario, podemos elegir entre una completamente aspiracional a propósito de su estreno (y el reciente premio del Jurado en Cannes, donde Laxe no es precisamente un desconocido), otra escrita desde el pedestal de los que creen saber la medida de todas las cosas y una última completamente absurda que se apunta al carro de la moda que ha despertado la película.
Hasta que no acaba la película, no se ven con claridad las ideas fuerza que propone Sirât (2025): 1) puedes interponer todas las barreras --mentales, sensoriales, estéticas y/o racionales-- que quieras, que al final el dolor físico se las apañará para alcanzarte. Es más: no hay atajos para superarlo, ni podrás mitigarlo con trampas cognitivas, drogas o estímulos aparentemente extremos, como los que ofrece la escenografía sensorial y mental del trance; 2) tu sufrimiento, ese que te parece intolerable y único, desde fuera no se distingue del de los demás. La película, en cambio, impacta sobre todo por la escena inicial de la rave y por el acercamiento a una subcultura escasamente conocida (exceptuando esa idea del exceso sensorial y el fiesteo sin límites); tampoco ayuda el nulo desarrollo de los personajes o la construcción dramática el algunas escenas fundamentales. Todo lo llena la crónica banal de un itinerario por el desierto en un país que se desmorona y la cuidada fotografía de un paisaje espectacular que homenajea --aunque sólo sea por la coincidencia del paisaje-- a títulos clásicos como Vidas rebeldes (1961) o Lawrence de Arabia (1962). Laxe, fiel a su estilo, sigue convencido de que con la identificación sensorial es suficiente para comunicar, y por eso el guión puede limitarse a ser una sucesión de instantes en el tiempo, sin hitos, sin momentos definitorios, sin itinerario moral… Sin duda, las audiencias proclives al emotivismo responden bien a este cine sin apenas contenido.
Sirât reafirma a Laxe como cineasta estético-emotivo antes que narrativo, en la línea de los Kaurismäki, Lanthimos, Sorrentino, Chazelle, que tanto gustan a la crítica espesa. El éxito de este tipo de películas dice mucho sobre las preferencias del público actual y por dónde van las tendencias temáticas y estilísticas. La gran ironía es que este pendulazo hacia lo sentimental y la expresividad en grado superlativo acerca a estas audiencias a las que hipnotizó, descolocó o incomodó la segunda parte de la película en el sendero del cine ético, olvidado y superado de directores como Ingmar Bergman. Espero que este sucedáneo de autenticidad que proponen filmes como Sirât y que encandila mayoritariamente, sirva de estímulo para, más adelante, buscar algo más fuerte y sumergirse en historias que no se queden chapoteando en la superficie. Quien sabe si, tras esta explosión sensorial y anímica, asistamos al resurgir de un cine ético, atormentado y anhelante de profundidad dramática.
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