«Para que la sociedad funcione, para que continúe la competición, es necesario que el deseo crezca, se extienda y devore la vida de los hombres» (Michel Houellebecq: Las partículas elementales, 1998).
A pocos se les escapa la capacidad/necesidad de François Ozon para componer sus filmes siempre en la frontera de lo incómodo. Otra cosa es determinar si se trata de una tendencia innata o hay detrás un cuidadoso diseño, basado en la conocida y eficaz premisa de que cuanto más escandaloso es el tema más difusión (y más audiencia potencial) se obtiene. Amantes criminales (1999), Swimming pool (2003) o la popular 5x2 (Cinco veces dos) (2004) --el título preferido de esas parejas que buscan presumir ante los demás de su identificación con una mirada poco convencional como la de Ozon-- son suficientes para argumentar lo que quiero decir. Aun así lo quiero decir en corto y claro: Ozon muestra una sospechosa tendencia por mostrar la violencia y el sexo sin elipsis, sin intermediaciones convencionales y con una crudeza a la que el cine más comercial no suele recurrir. Lo que haya detrás de esa estrategia no sé si es vanguardia, pedantería o visión comercial.
Isabelle acaba de cumplir diecisiete años, es delgada, guapa y su cuerpo exuda sensualidad, incluso a su pesar. Parece buena estudiante y buena hija, pero algo en su interior no acaba de encajar el efecto que su mera presencia provoca entre los hombres que hay a su alrededor. Por su edad e inexperiencia, quizá no sepa definir con precisión de qué se trata --el ejercicio del poder (cualquier clase de poder) para conseguir lo que quiere-- pero no duda en aprovecharse de ello. Los chicos de su edad no le interesan, no parecen darle lo que espera, que en todo caso es algo más inconcreto, abstracto... prohibido. Un planteamiento prometedor que desemboca en una sarta de tópicos cuando a Isabelle le toca expresar sus motivaciones: no pasa de ser la clásica descripción del placer inefable que provoca experimentar con el poder de su cuerpo y los evidentes efectos sobre los hombres. Al final, como casi siempre en estos filmes, todo queda en un juego de seducción, apología del riesgo y de la pasión y bla, bla, bla... Las series televisivas para adolescentes están llenas de todo esto sin necesidad de revestirlo de tanto dramatismo, escándalo ni de recurrir al intercambio de sexo por dinero. A la inmensa mayoría de las jóvenes les basta con usar sus armas de mujer para llevarse al huerto al chico que les gusta. Que Isabelle opte por la vía radical que propone Joven y bonita (2013) es una posibilidad tan cierta como minoritaria.
Todo esto viene a cuento porque cabe preguntarse si la película de Ozon es una nueva actualización del personaje de Lolita o una advertencia a padres en exceso complacientes con sus buenas hijas adolescentes. Si la cosa va por el lado de lo sensual y la quiebra de los moldes biempensantes creo que, para llegar más allá de lo que estamos acostumbrados a ver, hay que huir un poco más de los tópicos. No veo que esta película aporte nuevos matices a lo ya expuesto en las adaptaciones de Kubrick y Lyne de la novela de Nabokov o en Bella de día (1967) de Buñuel. No es que eche de menos una mirada femenina sobre el tema (que hace falta), ya que una masculina me parece tanto o más reveladora; lo que pasa es que Ozon no roza ni siquiera tangencialmente el fondo del asunto al que se asoma. Le basta con mostrar de soslayo el abismo innombrable del sexo sin amor para luego reconducirlo todo por el lado de la sicología de la insatisfacción y la pedagogía paterna.
Creo que un filme realmente cuestionador sobre este tema debería empezar preguntándose por qué la belleza adolescente sigue siendo un tabú tan perturbador en nuestra cultura androcéntrica. La vigencia de esta idea explica las constantes solicitudes y ofrecimientos de que son objeto, sobre todo por parte de hombre maduros, las jóvenes y atractivas adolescentes de aspecto lánguido y soñador como Isabelle. Estoy persuadido de que esto es un inevitable efecto colateral del abrumador bombardeo sexual al que nos somete una sociedad de consumo que, por contra, hace recaer toda la reputación de la familia en la monogamia y la fidelidad conyugal: ante la sobreabundancia de mensajes sexuales, es lógico que haya quienes malinterpreten las señales. También explicaría en parte por qué hay padres que educan a sus hijas en el recato, el pudor y la decencia y a la vez anhelan en secreto hacérselo con las amigas de sus hijas. A los hombres nos fascina y nos intimida a partes iguales la belleza inaccesible de determinadas mujeres (más cuanto más jóvenes); para las mujeres, en cambio, estos mismos dones les permiten obtener beneficios y un trato favorable de forma casi instantánea. Aunque estas ventajas de la lotería genética también poseen su lado oscuro: están solas, nadie las valora por otra cosa que no sea su aspecto y al final acaban con quienes menos las respetan, hartas de que las traten como seres frágiles. Toneladas de aculturación para modificar este estado de cosas no parecen haber servido de mucho si todavía un filme con las limitaciones de Joven y bonita convoca tanta atención y revuelo.
Aun así, uno de los aspectos que trata la película es pertinente: por qué el poder del sexo femenino acaba encauzándose en el intercambio económico. La historia y la literatura demuestran que lo que más teme la sociedad patriarcal es que la mujer acceda al mismo estatus de poder del que actualmente disfruta el hombre; así que para evitarlo bloquea todas las vías por las que podría producirse el asalto. Monetizar el sexo en la vastedad y anonimato del mercado es lo más fácil y eficaz para diluir esa potencial amenaza subversiva. Lo que sí necesito es que alguien me explique de qué manera podría alcanzarse la igualdad social por la vía de la promiscuidad sexual. No conozco ninguna obra que proponga un asalto al poder a través de la liberación sexual que no acabe en revolución abortada, denuncia del libertinaje o manipulación indebida (y siempre individual) de un poder legítimo. En la película de Ozon esta cuestión también flota en el ambiente, pero es más bien un desvío que toma el propio espectador ante el contenido de determinadas escenas, no un mérito del cineasta.
Con todo, hay momentos valiosos en los que la realidad más políticamente incorrecta trata de abrirse camino: la curiosidad del hermano menor de Isabelle hacia ella podría haber sido algo más que un complemento secundario al servicio del argumento, en cualquier caso es una oportunidad perdida porque Ozon pasa de puntillas sobre esto. O el retrato egoísta y miserable de los adultos que responden al anuncio de Isabelle: las leyes, algunas costumbres, el paisaje, la moda, los gustos, todo eso podrá cambiar, pero algunas pulsiones parecen difíciles de modificar. Y, por supuesto, la interpretación y la perturbadora presencia de Marine Vacth, proporcionando exactamente lo que se necesita de ella, cosechando el efecto previsible. No es mi fetiche del mes por nada.
Y ahora los más patéticos: tratar de apuntalar los actos de Isabelle en su entorno familiar (padre ausente y emocionalmente distante, presencia de la nueva pareja de su madre, incluso el comportamiento --presente y pasado-- de su madre). Ozon no resiste la tentación de acercarse al lado oscuro de la convivencia entre un padrastro con acceso, casual y no premeditado, a la intimidad de su hijastra; sin embargo, consecuente con su estrategia argumental, lo olvida tras una breve escena donde apenas se insinúa un giro dramático. En el último tercio de película es cuando se desatan los temores inconfesos de tantos padres y madres: no solamente a causa de la práctica indiscriminada y descontrolada del sexo que puedan hacer sus hijas, sino por la barrera que éstas levantan frente a su intimidad y la irrealidad --desde el punto de vista de los padres-- de sus motivos. No se puede ser más banalmente freudiano.
Ya no estamos para escándalos ni trastornos a cuento de la simple presencia de la sensualidad; Houellebecq ha diseccionado el tema bastante mejor en sus novelas. Tras reducir todo valor a un intercambio de dinero («ese mediador universal que permite asegurar una equivalencia precisa a la inteligencia, el talento, la competencia técnica», y la belleza física, añadiría yo), el resultado es que la belleza funciona hoy exactamente igual que la nobleza de sangre en el Antiguo Régimen: viene dada por nacimiento, no se hace nada para merecerla y, aun así, proporciona privilegios. Todo preparado para que el cine se lance y escoja; aunque después de ver Joven y bonita creo que habrá que seguir esperando. Por desgracia, la radicalidad utópica de Sade sigue siendo la única alternativa.
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