Al menos en su segundo largometraje --tras el sonado debut con Yo maté a mi madre (2009)-- queda claro que Xavier Dolan tiene un proyecto cinematográfico, que ha optado por contar su historia con una deliberada limitación narrativa y de punto de vista, y que el resultado no es una obra maestra, ni rebosa originalidad, pero consigue hacerse ver hasta el final y poner al canadiense en el atlas de jóvenes cineastas que tienen cosas que decir.
Dolan ha filmado Los amores imaginarios (2010) como muchos escritores jóvenes hoy día escriben sus relatos cortos: ciñéndose exclusivamente a los elementos subjetivos. Es quizá el rasgo más destacable de la narración contemporánea, y consiste en sumergir al protagonista en situaciones fácilmente reconocibles (una fiesta, una conversación en un bar, un intercambio físico), y a continuación superponer sobre ella el punto de vista del personaje (ya sean pensamientos o reacciones de los que sólo el espectador conoce sus motivos: reflexiones, paranoias, deseos...). La descripción prácticamente ha desaparecido: en el estilo cinematográfico --también en el de Dolan-- esto significa ausencia de planos generales o de situación, escenas planificadas o giros argumentales a modo de hitos. Además, en el caso de Los amores imaginarios, como Dolan prescinde de la voz en off (es su opción), pues todo lo suple y lo llena la mirada de los actores: la cámara los sigue a todas partes, siempre en plano cercano (recreándose en su forma de caminar a veces), sin intercalar otros planos. En el cine la mirada es lo único que, a falta de un relato hablado o dialogado, puede proporcionar narración; pero tiene el inconveniente de que deja la significación abierta a la interpretación, y ésta puede resultar equivocada, contradictoria y/o no siempre única. Sin embargo, en esta película es posible --y hasta sencillo-- extraer un relato coherente sin muletas narrativas convencionales. Y eso es un mérito que atribuyo a Dolan.
Lo más llamativo del filme es lo descaradamente subjetivo y parcial del relato, centrado casi exclusivamente en la mirada de los personajes, su apasionamiento casi irreal, su egoísmo como modelo de conducta para alcanzar el amor... Pero también la banda sonora, usada para enfatizar los planos en principio más creativos y estéticos, la colección de momentos que se suponen apasionados y/o al límite... Todo mezclado conforma un retrato de ciertas obsesiones y caprichos juveniles, marcados por la necesidad de proyectar sobre los demás una serie de deseos no confesados: y es que la mayoría de escenas de Los amores imaginarios pocas veces traspasa la barrera del pensamiento, todo consiste en una colección de miradas que se entrecruzan, buscando, reprochando, escondiendo... Me recuerda bastante a los primeros dramas noventeros y exagerados de Almodóvar --La ley del deseo (1987), Tacones lejanos (1991), La flor de mi secreto (1995)-- que ahora Dolan parece haber descubierto/recuperado. Incrementa esa sensación el look ochentero (cosas del eterno retorno de las modas), y fiestas privadas que parecen inspiradas en algún videoclip de Matt Bianco o en los primeros Depeche Mode.
Los tres protagonistas del filme constantemente miran a todo y a todos, sus ojos quieren hablar de sus amores imaginarios, y el espectador es el único que comprende lo que dicen porque es el único que les ve en la intimidad y deduce con facilidad lo que desean. Pero luego, cuando están los tres juntos, sus miradas sin palabras no son suficiente para convertir su anhelo imaginario en real. Esto lo tenemos claro a los cincuenta, pero a los veinticinco aún estamos persuadidos de que cualquier emanación de nuestra subjetividad, especialmente la que no nos compromete con palabras, será suficiente para convertir nuestros deseos en realidad. Si esta misma película la protagonizaran unos cincuentones acomodados que se limitan a mirarse intensamente y a imaginar posibles amores nos parecería ridículo y pretencioso; pero con los jóvenes es disculpable, porque ellos aún creen en el poder de la mirada, en el lenguaje del cuerpo, aprovechar situaciones, gestos y encuentros fortuitos; cualquier cosa antes que recurrir al esfuerzo que supone la palabra.
Los amores imaginarios no es un título fundamental ni revelador, pero sí demuestra un estilo, una manera de narrar propia, adaptada a un tema, a una circunstancia, a una idea. Equivale a un relato breve de dominical de agosto, de esos que pretenden transportarnos a variaciones curiosas y provocativas de situaciones cotidianas de sobra conocidas, la materia prima de la novedad. Interesante Dolan.
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