Mia Hansen-Love debutó en el cine como actriz en Finales de agosto, principios de septiembre (1998) de Olivier Assayas, la persona que acabó convirtiéndose en su marido. Después de unos años estudiando arte dramático dio un giro y se lanzó a la dirección y ha consolidado una breve pero interesante filmografía que suele girar alrededor de las relaciones --Tout est pardonné (2007), Le père de mes enfants (2009), Un amour de jeunesse (2011)-- que desbordan nuestro equilibrio sentimental (maridos estresados, padres drogadictos, amores adolescentes). El grado de consolidación de su carrera se puede comprobar en su quinto largometraje: El porvenir (2016), en el que además ha contado con una protagonista de lujo (Isabelle Huppert) y, de paso, se ha atrevido a poner en primer plano del argumento la filosofía (Hansen-Love posee un máster en filosofía alemana), un tema que --en el cine-- atrae o provoca rechazo, sin términos medios.
Nathalie es una mujer madura con dos hijos ya mayores y una madre --en pleno proceso de descomposición mental-- que le provoca sufrimiento y momentos de tensión en los momentos más insospechados. Y tiene un marido (que se dedica a lo mismo que ella) que un día va y le suelta que se va a vivir con una mujer más joven. Nathalie se encuentra de pronto, tal como ella misma se describe en un momento de la película, en una situación vital caracterizada por la ausencia de vínculos personales, una libertad casi total de sentimientos (nada que ver con ese sucedáneo irreal que solemos echar de menos en nuestra madurez llena de compromisos y casi vacía de tiempo libre). De repente, el último tercio de su vida es una especie de hoja en blanco (su madre acaba falleciendo) en la que apenas queda nada de su pasado. Una nueva vida se abre ante Nathalie, que podría/debería reinventarse o recuperar viejos proyectos fallidos de juventud.
Hasta aquí nada que no hayamos visto en numerosos filmes; sin embargo un detalle que he omitido deliberadamente cambia la perspectiva con la que se aborda y se contempla el filme: Nathalie es profesora de filosofía de secundaria. ¿Por qué cambia todo este detalle? Pues porque casi de forma inmediata e instintiva nos convencemos de que la filosofía va a jugar un papel determinante en las reacciones de Nathalie, que gracias a ella vamos a acceder a una revelación fundamental que debería servir a los espectadores. No sé por qué, cuando la filosofía asoma a la pantalla, aunque a la mayoría le suponga un engorro o una pedantería innecesaria, a mí se produce una sensación de que accederé a una lección de vida, inusual, extraña, rara, pero curiosa y atractiva también. Por eso (y por Isabelle) me lancé de cabeza a ver El porvenir.
Una vez vista, lo primero que me llama la atención es la breve escena inicial: vista en conjunto no acabo de entender su significado, es tan breve y anodina que no soy capaz de enlazarla con nada posterior. El resto de la historia está narrado con ese estilo que incide en lo cotidiano, tan habitual del cine francés más exportable: escenas breves, pequeñas rutinas, encuentros, decepciones pospuestas... Momentos sin aparente nexo entre los que se intercalan los verdaderos hitos dramáticos que sirven de esqueleto al filme (que así quedan más verosímiles, menos exagerados). Narrada con distancia, muestra esa soledad posible --casi siempre protagonizada por personas cultas y con estudios superiores-- tan característica de nuestra sociedad atomizada. Una soledad que se ve agravada por una especialidad laboral que acaba resultando un lastre, un muro que nos impide cambiar de punto de vista. Y aunque Hansen-Love no pretende hacer un filme didáctico, no resiste la tentación de colar unas cuantas citas de filósofos o de fragmentos de sobremesas pedantes, una forma indirecta de colar su voz en una historia en la que ella quizá no se quiere reconocer, pero sí dejar caer su opinión. Resulta chocante cómo Nathalie analiza y desmenuza su nueva situación y sus sentimientos (sólo se atreve a exponerlos en voz alta ante su exalumno favorito) pero, y ahí está lo que más me descolocó (quizá porque el desenlace era lógico y natural y yo buscaba algo más retorcido), acaba reaccionando de una manera previsible, casi diría doméstica (hasta aquí puedo escribir).
Me queda claro después de ver El porvenir que la filosofía no sirve de mucho cuando tu vida se derrumba por causas naturales y/o sobrevenidas; quizá sirva para poner algo de distancia analítica y de sarcasmo a nuestros actos y palabras, pero lo cierto es que tanta lectura sobre epistemología y ontología no ayuda mucho a la hora de entablar relaciones personales. Las actitudes y sentimientos de persona leída no difieren mucho de los de esa gente a la que le importa un bledo la filosofía pero se reponen igual de bien o mal a los reveses de su existencia. En la película, que Nathalie sea profesora de filosofía acaba siendo un obstáculo para el espectador; especialmente para quienes --por algún retorcido o no declarado motivo-- esperan que la filosofía sea la protagonista.
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