Después de cuatro entregas en las que el infantilismo ridículo, un encorsetamiento autoimpuesto que bascula entre el deseo de agradar a los fans y la necesidad de aportar algo nuevo y entretenido, la saga Star Wars ha encontrado ¡por fin! la manera de incorporar la iconografía de los primeros títulos (los mismos que permanecen con el prestigio intacto para los fans que hemos envejecido con ella) y un argumento adulto al cien por cien. Nada de ñoñerías, romanticismo prácticamente ausente (apenas unos planos que, como concesión menor, estamos dispuestos a aceptar) y nada de bichos que pretenden ser simpáticos. Todo lo ocupa la acción, la espectacularidad visual y un guión repleto de dilemas que se debaten entre la coherencia ética y la fidelidad a los genes.
Dirigida por Gareth Edwards --un director sin apenas experiencia en el oficio-- y coestrita por Chris Weitz (especializado en cine infantil y adolescente) y Tony Gilroy (autor de unos cuantos buenos guiones de intriga adulta), Rogue One: una historia de Star Wars (2016) recupera el gusto por la aventura sin complejos con el ojo puesto en el fan veterano, no en el recién llegado; pero también en el experto, ese que disfruta cotejando los diferentes títulos de la saga para encontrar detalles curiosos, incoherencias y personajes que entran y salen por entre las diferentes historia de la serie. Incluso me atrevo a decir que quienes vean por primera vez un título de Star Wars no necesitarán tanto background para quedar encantados con el espectáculo cinematográfico que ofrece.
Una vez que logra sacudirse el lastre de la responsabilidad de engrandecer una saga que encandila a medio mundo con la etiqueta de spin-off (en realidad precuela pura y dura), la aventura se (re)abre paso hasta el primer plano del argumento. No hay necesidad de calzar nuevos personajes que aporten un supuesto toque cómico y que en realidad resultan cargantes e insoportables; por fin ha llegado el tipo de película que esperábamos los adolescentes de asistimos en su momento al estreno de la primera película. Con Rogue One: una historia de Star Wars hemos tenido la oportunidad de recuperar los viejos uniformes del imperio, los entrañables AT-AT con su aspecto de paquidermos de El imperio contraataca (1981) y los ligeros bípedos AT-ST de El retorno del Jedi, todo con el punto retro imprescindible para disparar nuestra nostalgia. Y por supuesto el argumento: una misión desesperada llevada a cabo por protagonistas desencantados, sin el brillo de los héroes (como requiere el género a estas alturas de siglo) que actúan forzados por las circunstancias, un poco como nos ha pasado a nosotros con algunas cosas en la vida.
Si a eso le añadimos unas bien dosificadas apariciones --excepto el gobernador Moff Tarkin (Peter Cushing) recreado digitalmente por imperativo de la coherencia narrativa-- de algunos personajes de anteriores trilogías, la sensación de continuidad con el pasado se potencia: la senadora Mon Mothma, aunque interpretada por otra actriz más joven; Jefe Rojo y Jefe Oro, los comandantes de las flotas de cazas rebeldes en la primera película (también recreados digitalmente) y una selección de nuestros favoritos de todos los tiempos (Darth Vader, Leia, R2D2, C-3PO...). Confieso que salí del cine como si hubiera dormido con una percha en la boca. El único protagonista no humano esta vez es un robot: un K-2SO capturado al Imperio y tuneado por los rebeldes que a la mayoría de expertos les recuerda al sádico robot interrogador EV-9D9 de El retorno del Jedi (1983), pero a mí sus largos brazos me sugieren a los ruinosos ingenios mecánicos que custodiaban la desierta ciudad aérea de Lapunta en El castillo del cielo (1986) de Miyazaki, no lo puedo evitar.
Además, la película ha sabido renovar diversos elementos de la ambientación: al catálogo de paisajes ya vistos (desiertos y megaciudades básicamente) se añaden localizaciones costeras (todo un combate galáctico tiene lugar en una playa tropical, algo inédito en la saga), los soldados de asalto imperiales de color negro (un acierto visual), o la destrucción del último vestigio arquitectónico de los Jedi. Y en cuanto a los acontecimientos que narra, como en toda precuela, Rogue One: una historia de Star Wars no se conforma con recrear una historia que se menciona brevísimamente en la presentación de la película de 1977, sino que enlaza todos y cada uno de sus detalles importantes con el comienzo de aquélla. Cuando acaba la película, ya no es solamente la nostalgia, sino que experimentamos una extraña sensación: es como si al añadir los minutos previos al comienzo de la primera escena de La guerra de las galaxias (1977) todo tuviera otro sentido. El asalto a la nave de Leia ya no es un simple incidente diplomático basado en conjeturas legales, sino el final de una huida desesperada.
No acabo de entender a esa crítica que ha despreciado el filme por insustancial, o por no ser épico. ¿Y quién necesita la épica a estas alturas? ¿Acaso es imprescindible? En algo sí hemos salido ganando como espectadores: ahora ya no la necesitamos en estado puro, nos basta una simple referencia para saber que en el fondo hay buenos y malos. Y aunque nos hemos hecho mayores, de vez en cuando queremos comprobar que no todo a nuestro alrededor ha cambiado, y que aún queda un territorio intacto --el de la adolescencia-- que no cambiará de bando ni nos defraudará.
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