No soy lo que se dice un fan del género musical, así que cuando se estrena uno y se pone de moda entro en modo preventivo hasta que me decido a ir a verlo por curiosidad. Lo hago porque de los muchos tipos de musicales hay algunos a los que les reconozco cierto mérito, pero el clásico (ese en el que cada diez minutos o menos el diálogo se interrumpe por una canción) me revienta especialmente. Así que hoy tampoco voy a ser especialmente ecuánime. Sin embargo, el musical es un género que maneja más recursos que otros géneros populares, muchos de ellos formales, y a veces surgen combinaciones curiosas y llamativas. Quizá por esa razón el musical es también el género al que aún le queda más recorrido narrativo por completar.
Estoy convencido de que todo musical requiere una teoría previa para ordenar esos recursos de que hablaba, y también porque estas películas no se distinguen precisamente por su complejidad argumental; más bien es el tratamiento de los números musicales en la narración lo que hace mejor (o peor) a una película de este tipo. Durante los años treinta y cuarenta, el musical se popularizó gracias a la vistosidad creciente de los números musicales --Melodías de Broadway (1935), Ziegfeld Follies (1944)-- en una primera etapa que culmina con Un día en Nueva York (1949), rodada parcialmente en exteriores reales (todo un salto cualitativo). En una rápida progresión llegó la culminación del género en su etapa clásica: Un americano en París (1951) consagró un tipo de escena coreografiada que sustituía a la acción hablada a base de decorados abstractos e interpretaciones esterotipadas, casi de estilo expresionista. En 1964 llega la atrofia definitiva, con dos títulos plúmbeos por igual --My fair lady y Los paraguas de Cherburgo-- repletos de números lentos y sobrecargados. Por fortuna Bob Fosse arrancó al género del acaramelamiento romántico en el que se había ahogado: en Cabaret (1972) los números cantados no forman parte de la trama, sólo la comentan o ilustran, mientras que Empieza el espectáculo (1979) integra las mismas escenas abstractas y expresionistas de la etapa clásica en un argumento seudobiográfico, catártico y autodestructivo. Desde entonces, el musical combina filmes comerciales que respetan escrupulosamente la fórmula clásica --Grease (1978), Mamma mia! (2008), Amanece en Edimburgo (2013)-- con experimentos más arriesgados: Dinero caído del cielo (1981), Moulin Rouge! (2001). No todo está bailado y cantado en el musical.
En el caso de La ciudad de las estrellas. La La Land (2016) esa teoría previa empieza por Whiplash (2014), el anterior filme de su director, Damien Chazelle. Si uno lo ha visto, este de ahora aparece conectado por numerosos rasgos formales y recurrencias temáticos: el primero una fotografía y --sobre todo-- un montaje impecables, quirúrgicamente diseñados, con un estilo visual directo que es imposible que pase desapercibido al espectador. En segundo lugar un tema común que flota tras el argumento de ambas películas: la ejecución/interpretación del jazz como catarsis creativa y una especie de práctica artística que facilita la maduración personal. En lo que se refiere a los números musicales, están muy desigualmente distribuidos: los primeros tienen más que ver con una recreación suavemente irónica de los musicales clásicos (toma continua, zapatos de claqué, coreografía, decorado artificial) y con el flirteo ñoño y previsible de la pareja protagonista (destaco el que abre la película, rodado en falsa toma continua, como dicta la moda); aunque poco a poco los diferentes fragmentos cantados adoptan un estilo introspectivo, sustituyendo al desarrollo de una escena dramática al uso y, por supuesto, sin decaer en el despliegue de recursos visuales. Y todo para culminar en un número final, sobre el que no me extenderé pero sí diré que es, de largo, el momento más original e inspirado de toda la película. Es entonces cuando comprendes que la idea que expresa ese número final es la única que justifica la película, y que además es prácticamente la única que brilla con luz propia.
Con un argumento flojo, casi inexistente, y con una pareja protagonista que hace lo que puede dada la limitación dramática del guión (si les dan el Oscar a cualquiera de los dos es la pura inercia de ser la película del año) es normal que el interés decaiga ya en el primer tercio de película: lento, reiterativo, insertando los números cantados de manera que el espectador no encuentra la pauta ni el tono. Para cuando se acostumbra a esa asimetría resulta que la cosa funciona mucho mejor sin esas interrumpciones acarameladas, y es entonces cuando las canciones adquieren esa expresión interior, narrativamente fuera del relato, hasta desembocar en ese gran final que homenajea a algunos momentos clave del musical más clásico (Astaire y Rogers, pero sobre todo Un americano en París), culminando con una original aportación narrativa, estilística y argumental. En todo caso, no es suficiente para remontar la floja impresión global.
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