sábado, 21 de octubre de 2017

Lección de humor en la cuerda floja (Fe de etarras)

Han pasado catorce años desde La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003) de Julio Medem, un documental valiente, sincero y arriesgado que sirvió para demostrar algunas cosas sobre nuestra manera de ser como sociedad, y de paso sobre nuestra manera de entender el documental. Medem se atrevió a dar la voz en igualdad de condiciones a los dos bandos del conflicto vasco (una terrible herejía para la derecha más carpetovetónica); y aunque la perspectiva del tiempo nos ha hecho ver que aquellos años eran los del declive definitivo de ETA, sólo por ceder la cámara a sectores afines al nacionalismo aberzale, a Medem le llovieron críticas y palos por todos lados.

No hemos aprendido casi nada como grupo social desde entonces: seguimos siendo un país tremendamente cobarde a la hora de hacer crítica argumentada e incómoda para el poder vigente. El documental no es una excepción a esta pauta: con el pasado nos atrevemos sin titubear, porque como no lo percibimos como algo conectado con nuestro entorno inmediato ni nos puede afectar, cada cual se siente libre de arrimar el ascua a su sardina. El pasado está ahí para que seleccionemos los hechos --entrevistas a expertos frente a estanterías repletas de libros, imágenes de archivo, recreaciones ficcionadas-- y compongamos un relato, el que más nos refuerce, el que más nos convenga, el que más guste al público del momento. Un relato del pasado que debe servir para consolidar --directa o indirectamente, con más o menos sutileza-- determinados valores del presente (eso cuando la instancia narradora se siente/sitúa en posición dominante), o sirva para enfatizar principios de progreso abrupta e injustamente abortados y que son el origen de los males actuales (si esa misma instancia no presenta un discurso mayoritario). La polarización del documental español no parece admitir más opciones.



Pero no sólo la cobardía, Medem también pudo experimentar de primera mano cómo nos mueve el rencor, la animadversión, incluso el desprecio y el odio puro y duro hacia todo aquel se se atreve a romper esquemas. Le pasó a Medem con La pelota vasca. La piel contra la piedra, pero también --casi una década después-- a los cinco directores de Barrura begiratzeko leihoak [Ventanas al interior] (2012) por un enfoque poco convencional del conflicto vasco. En España existe un grave prejuicio hacia el documental de actualidad, pero si además esa actualidad tiene que ver con el terrorismo etarra, entonces todas las alarmas se disparan y se accionan los filtros de la ultracorrección política. Estoy casi persuadido de que esta conjunción de miedo y cobardía ha provocado un efecto péndulo en el cine documental español, que no suele atravesar la línea roja de la experimentación y se queda con el gregarismo eficaz, priorizando historias de posicionamiento automático --El cielo gira (2005), Guadalquivir (2013)--; híbridos entre la realidad y la ficción que rozan la pedantería --En construcción (2001), Los mundos sutiles (2012), La plaga (2013)--, relatos sobre juguetes rotos --El desencanto (1976)-- o experimentos vanguardistas, parcialmente arriesgados e interesantes, pero sin apenas conexión con la realidad --Monos como Becky (1999)--. Lo que sea con tal de no meterse en un berenjenal mediático, tomar partido o proporcionar un punto de vista más allá del statu quo. El balance de estos últimos años es tan abrumador como una condena: no sabemos hacer documentales críticos y argumentados sobre nuestro presente. En cambio, los fabricamos como churros cuando creemos que los acontecimientos que reivindicamos no nos afectan.

Creemos que explicar asépticamente equivale a objetividad, cuando lo cierto es que el miedo a ser encuadrados en un bando nos atenaza, tememos por encima de todo parecer conservadores o equidistantes. Tememos llamar a las cosas por su nombre, a no dar en el clavo que abra los sentimientos de la audiencia o a revelar un desequilibrio en el esquema lógico-argumental. Seguimos a años luz del documental anglosajón, el mismo que admiramos precisamente porque hace lo que nosotros no nos atrevemos: hablar sin tapujos y sin miedo a las consecuencias sobre instituciones, políticos y cargos en ejercicio. Estos admirados documentales tienen un objetivo claro: revelar verdades ocultas, denunciar injusticias, plantear retos, dilemas, ofrecer material para la reflexión.... Pocas veces se conforman --como hacemos nosotros-- con certificar un relato que encaje con una cuidadosa selección de acontecimientos del pasado.

¿A qué viene esa aversión cuando se trata de analizar nuestro presente? El documental ha cedido toda iniciativa y responsabilidad a la televisión, concediéndole un monopolio casi exclusivo como cronista social. A cambio, se ha conformado con analizar lo que sea siempre que la distancia y la seguridad ratifiquen por adelantado cómo han acabado las cosas. Es muy probable que la censura y las trabas a la libertad de expresión durante el franquismo hayan tenido que ver con esta autocomplacencia en el punto de vista actual. La revisión histórica de nuestro siglo XX a partir de 1975, además de resultar un filón temático inagotable difícil de rechazar --Caudillo (1977), Los paraísos perdidos (1985), Madrid (1997), por mencionar sólo los títulos de un único director, Basilio Martín Patino--, afianzaron nuestra tendencia a enfocar el documental hacia el pasado. La cosa es que nos hemos acostumbrado a "hacer balance" con él, olvidando que, desde el momento en que nos convertimos en una sociedad abierta en el sentido popperiano, ni puede existir ni es posible imponer un único relato sobre el pasado. Al contario, estamos obligados a encontrar un consenso que tienda a convertirse en mayoritario sobre lo que hemos sido y lo que somos. El cine documental español refleja perfectamente que ese consenso sigue pendiente. Ha sido una introducción quizá demasiado larga, pero no podía no hacerla.



Este excurso sobre el documental viene a cuento de una película de ficción que ha hecho que, como público, avancemos unas cuantas casillas de golpe y nos haga madurar a base de humor como no lo ha hecho el documental en décadas. Su director es Borja Cobeaga, un cineasta donostiarra al que es innegable reconocer un mérito indiscutible: ha logrado situar a los nacionalismos ibéricos en el punto de mira de nuestro humor carpetovético, despojándolo de ese aura de tabú y rebajándolo al mismo nivel de las reprimidas comedias sesenteras de los Landa, Gómez Bur, Ozores y compañía. El talento de Cobeaga brilla en microrrelatos como Un novio de mierda (2010) y en guiones transgresores como Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015), rodados en plena efervescencia del narcisismo de la diferencia menor. Pero también --ya en la dirección-- en crónicas juveniles como Pagafantas (2009), un vivero no cristalizado de ideas que fraguó durante sus colaboraciones televisivas: Muchachada nui (2007-2010) y Vaya semanita (2003-...). Ésta última tiene el mérito de haber sido la primera serie que se atrevió en España a ridiculizar a aberzales, terroristas y políticos vascos, presentándolos como la misma gente ridícula que poblaba los gags de los hermanos Marx.

La ficción española siempre ha jugueteado con la tentación de abordar el tema de ETA para parecer moderna y comprometida, pero siempre interponiendo coartadas de género como salida de emergencia: La muerte de Mikel (1984), El pico (1983), Días contados (1994)... Esta películas cortocircuitaban lo político con la identidad sexual, el sensacionalismo barato o el género negro; de manera que el formato cinematográfico justificara las licencias, las lagunas, las incomodidades o la toma de partido (o la ausencia de ella). Y de pronto llega Cobeaga y dinamita toda prevención con Fe de etarras (2017), una demostración de ingenio y de madurez que deberíamos extrapolar a tantos y tantos temas pendientes de nuestro presente.

Fe de etarras exhibe un guión y un tratamiento narrativo impecables, evita caer en la parodia casposa y conservadora, ni tampoco en el retrato ridiculizante y tópico de los personajes; y se cuida mucho de no rebasar los límites de lo que podría resultar irreal y doloroso (excepto en dos escenas muy concretas en las que Cobeaga se deja llevar por lo fácil y la sal gorda; pero por suerte no son imprescindibles ni empañan la impresión de conjunto). El principal mérito de la película es que los etarras que la protagonizan son eso, etarras, no arquetipos de terroristas insensibles o descerebrados, sino gente que sigue aferrada a un ideal muerto. Ese es el primer gran acierto. El segundo es la manera de inocular situaciones ridículas y divertidas --nada neutrales desde el punto de vista político por cierto-- en la vida de un piso franco, revelando de paso la batalla perdida que el comando se empeña en librar. En el otro lado, una sociedad con el patriotismo más cómico y populista a flor de piel por culpa del mundial de fútbol en Sudáfrica. Nadie se salva. Incluso hay unos pocos momentos de tensión donde el humor se evapora y la realidad de la clandestinidad lo llena todo. El posicionamiento de Fe de etarras es muy claro, pero también muy coherente, muy crítico y muy elocuente. Incluido el final, un tanto salido de madre pero bien alineado con el planteamiento general. Cobeaga ha clavado el retrato de los últimos coletazos de una banda terrorista desnortada, en plena disolución ideológica y humana, inmersa en un proceso entre triste y ridículo que les lleva directos a la irrelevancia. Ésta es sin duda la idea más dura de todas las que deja caer la película, expresada magistralmente en la escena del control policial.

Para terminar, una reflexión final sobre los canales de cine digital que se están haciendo un hueco en el panorama cinematográfico actual: gustará más o menos que produzcan para no estrenar en salas, pero su necesidad de dotarse de contenido está beneficiando al cine en su conjunto. Netflix no puede competir en espectacularidad o efectos especiales, la seña de identidad de los estudios de Hollywood tradicionales, pero está produciendo películas y series polémicas, raras, innovadoras, incómodas, nuevas, deslumbrantes... En otras palabras: estas plataformas se están convirtiendo en un vivero de cine independiente --más necesario que nunca-- para los cineastas de la próxima generación. Los mismos a quienes tentará Hollywood para que den el salto en cuanto sus películas se conviertan en taquillazos. Así debe ser.




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