Tal como advierte el crítico Darren Franich (Entertainment Weekly), «el hecho de que sea fácil aceptar la visión nihilista de la adolescencia de Euphoria como miseria destilada dice más de nosotros que de los adolescentes: A algunas personas les encanta un buen susto». Después de haber visto la primera temporada creo que no va nada desencaminado: Euphoria (2019) de Sam Levinson --hijo de Barry Levinson, el director de Rain man (1988)--, una adaptación actualizada a nuestros días de una serie israelí del mismo título --emitida entre 2012 y 2013-- sobre un grupo de adolescentes de la Generación X durante los años 90, es una provocación diseñada para triunfar como producto televisivo de moda y, de paso, escanzalizar a los padres y madres de la Generación Z. Levinson ha incorporado a su versión estadounidense la variable tecnológica y la distorsión gravitatoria que ejercen las redes sociales en la adolescencia, y más cuando las consumes en un ambiente asfixiante de drogas, ingenua perversión sexual y enfermedades mentales. La polémica y, por tanto, el éxito, están servidos.
La ven los adultos esperando un diagnóstico, una guía por encima del relato que les sirva para comprender a sus rorros, y se acojonan. Algunos, sin saber aún de qué va exactamente, puede que pensaran echarle un ojo antes de ofrecer a sus hijos verla con ellos y así poder colar muchos y buenos consejos a la luz de algunas escenas y comportamientos. Creo que la inmensa mayoría cambió de opinión antes de acabar el segundo episodio. ¿Por qué? Por lo de siempre: por la cruda exhibición del sexo y el nada condescendiente retrato de ciertos comportamientos y actitudes entre --no lo olvidemos-- menores de edad, personas acerca de cuyas vidas sus padres no saben --sabemos-- una mierda.
La ven los adolescentes y quedan fascinados ante la exhibición de poder que sus protagonistas ejercen sobre el mundo adulto, la enérgica contestación de los valores familiares, un punto de vista alternativo sobre cosas y problemas, el anhelo --siempre secreto-- de un amor convencional y redentor (como los que admiraron en sus audiovisuales de infancia) que actúa como el fundamento no reconocido de su estabilidad y su existencia misma, oculto porque lo que se lleva es exhibir una sexualidad como la que imitan de las redes. Presión de grupo, necesidad enfermiza de encajar, gregarismo, intolerancia absoluta al etiquetado (especialmente en las categorías de origen viejuno), mala digestión de los reveses de la vida, inestabilidad emocional, insatisfacción permanente, déficit de atención, narcisismo... La lista es larga.
Y sin embargo esa crudeza y esa sinceridad son buenas, es precisamente su falta lo que le reprochamos a la comedia romántica: omite e idealiza el sexo, lo supedita a sentimientos que se venden como instintivos (cuando son pura conveniencia). Y lo mismo con las drogas: estamos hartos de reírnos con películas en las que los adultos hacen un consumo divertido y luego nos escandalizamos porque nuestros hijos experimentan a su manera. Como si en la juventud no hubiéramos tanteado ciertos límites...
Levinson, a diferencia de la mediocre Nación salvaje (2018), donde enseguida se calaba de qué iba todo, propone en Euphoria un formato mucho más experimental y audaz: giros constantes de la cámara, manipulación del espacio, saltos hacia adelante y atrás en el tiempo, encadenamiento de movimientos de cámara más allá de una misma escena, narración acelerada... Todo al servicio de un relato que arranca con una sinceridad brutal que engancha necesariamente. La serie contiene momentos cómicos (la masterclass sobre fotopollas); un episodio que transcurre íntegramente en una única localización donde se entrecruzan todas las tramas; o los expedientes de vida de cada protagonista con los que empieza cada episodio (a pesar de que perpetúan ciertos tópicos sobre los géneros y se basan en una sicología freudiana ciertamente obsoleta). Y también algunas reflexiones a medio camino entre la insolencia y la puerilidad: compartir fotos de desnudos con tus parejas es una expresión libre de la sexualidad a pesar de que saben perfectamente que servirán para su propio linchamiento social si se filtran o la relación no acaba bien. Euphoria vende este argumento como si fuera una seña de identidad generacional, cuando en realidad es una actitud que expresa una inseguridad patológica y se desentiende de todo sentido común. ¿Acaso cerrarías la puerta de casa con llave y te largarías tan tranquilo dejándola en la cerradura? Pues eso.
Cuando se tratan temas incómodos, polémicos o se incluye una perspectiva crítica sobre la realidad que sirve de contexto al argumento, es lógico esperar que la narración proporcione ciertas claves, un posicionamiento que permita deducir cuál es el punto de vista de la instancia narradora. Aquí es donde Euphoria se desmorona a medida que avanzan los episodios, puesto que omite cualquier referencia --formal o de diálogo-- que permita al espectador situar al narrador respecto a los hechos que narra (actos, actitudes, opiniones). La primera impresión, por tanto, es de neutralidad respecto a los acontecimientos, y por eso pasa por ser una serie nihilista, por eso parece una impugnación al mundo adulto, por eso sus atormentados protagonistas parecen héroes, porque buscan un sentido, un bienestar, una calma que los demás parecen negarles.
Después, a medida que avanza la historia, uno se da cuenta de que los enredos entre personajes no son más que una siniestra vuelta de tuerca a las ridículas disputas de niño rico que examinaba Veronica Mars (2004-2007) en sus casos. Sólo hacia el último tercio, Levinson no puede evitar mostrar por deducción su posicionamiento, el mismo que con tanto esfuerzo ha omitido, a través del uso y elección de ciertos recursos técnicos (montajes cruzados, comentarios en off), dejando escapar un cierto tufillo a moralina de viejuno-que-sabe-de-lo-que-habla (Levinson tuvo sus propios problemas de adicción) acerca de las decisiones de los protagonistas. La temporada desemboca en la misma ambigüedad mediocre de cualquier serie del montón (prácticamente ninguna trama se cierra, anunciando claramente una nueva e inútil temporada), no sólo en el sentido que aporta la escena final, sino el último episodio en conjunto: un inmenso tapiz de historias en diferentes tiempos que se entrecruzan para destilar un significado abstracto y profundo. Un recurso que remite sin duda a uno de los filmes más moralizantes y pretenciosos de la historia del cine: Intolerancia (1916) de D. W. Griffith.
Euphoria, a pesar de sus reivindicaciones sobre expresión sexual, libertad y demás anhelos adolescentes, al igual que Nación salvaje, no se sale en lo básico del marco mental de la narración patriarcal, esa que hace girar los argumentos alrededor de los hombres y sus valores. Por eso las chicas protagonistas no son unas feministas que luchan por romper su entorno testosterónico, sino llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de «sexo es poder» que reivindicaron sus madres. Todas, en un momento u otro, hacen ostentación de su capacidad para obtener sexo de los hombres (adultos y menores), y reivindicarse así ante el resto del grupo. Experimentan ese poder para demostrarse a sí mismas que son atractivas y deseables, que pueden conseguir a quien quieran (para joder a una amiga si hace falta), pero también para enmascarar un deseo romántico que al parecer todas ellas albergan en lo más profundo de su personalidad aunque no se atreven a verbalizar (la serie lo revela poco a poco en cada una de ellas). Las toneladas de ficción romántica patriarcal que han consumido durante la infancia cortocircuita de pronto con el porno ubicuo al que acceden desde el móvil y entonces todo se mezcla en un magma en el que es imposible distinguir el sentimiento del instinto hormonal.
No se vayan todavía, que aún hay más. El esquema de causas y consecuencias que presentan los diferentes expedientes de vida son sospechosamente parecidos y están repletos de tópicos sicológicos: los chicos sufren y se vuelven agresivos por culpa de padres que les presionan y les exigen el triunfo a toda costa como la máxima evidencia social de la masculinidad (eso implica tirarse o salir siempre con la buenorra de la clase). Ellas, en cambio, aparte de estar perfectas y sexys en toda ocasión, arrastran el trauma de un padre desaparecido prematuramente y/o que no ha ejercido el necesario contrapeso beneficioso en su educación (por lo visto una madre sola no lo puede aportar). En corto y claro: si el padre está ausente ellas se vuelven unas zorronas y/o guarrillas. Bastan estos dos apuntes para darse cuenta de que, tras esa fachada de modernez y de indiscutible técnica formal, sigue latiendo el mismo trasfondo patriarcal y machista de la comedia romántica, donde todo gira en torno a los hombres. Aun así, quiero destacar el retrato del personaje de Rue Bennett (interpretado por una contundente Zendaya), sin duda el mejor perfilado de toda la serie, sobre todo en relación a su adicción con las drogas, tratada con un realismo y sin un ápice del sentimentalismo lacrimógeno que añaden la mayoría de filmes. Aquí está el auténtico material de debate entre los padres e hijos que deberían ver la serie juntos, y no en el uso manipulador superficial que se hace de la sexualidad entre menores.
Terminemos quitando el IVA a la realidad de la que bebe Euphoria. ¿Verdaderamente representa la serie al mundo y a los valores mayoritarios de los adolescentes? Esto no se cumple ni siquiera en EE UU, a pesar de los incuestionables estragos que provocan entre ellos los opiáceos, los vapeadores y las redes sociales. Para nuestro entorno más inmediato tomaré prestado el diagnóstico de Andreu Navarro, un profesor barcelonés de secundaria que acaba de publicar Devaluación continua (2019): tenemos «un sistema educativo estresado por la propia sociedad de la que es espejo: hay padres ausentes porque trabajan demasiado; hay violencia; hay chicos sin comer o desayunar; hay muchos problemas mentales; y hay una generación ausente por su concentración en las redes y su identidad virtual». La ficción es altamente selectiva a la hora de escoger sus temas: la crítica a los padres, la denuncia de las desigualdades o la pobreza inducida por el sistema no interesan, tan solo se prioriza lo que tiene que ver con sexo, comportamientos al límite, juventud, belleza física, impugnación de las normas adultas y despelote. Euphoria no es una excepción: se sitúa conscientemente dentro de ese segmento tan real como minoritario de adolescentes con problemas mentales. Que la parte no eclipse al todo.
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