jueves, 19 de marzo de 2009

Vidas al borde del camino (La teta asustada)

Entre 1981 y 2000 Perú fue devastado por la guerra entre el Estado y las organizaciones terroristas Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Fueron dos décadas de combates, atentados, secuestros, juicios populares, ejecuciones ilegales y saqueos acompañados de un extenso catálogo de miserias y vilezas humanas. Aun así, casi peores que las víctimas mortales son las secuelas que dejan entre los supervivientes: venganzas y ajustes de cuentas, mutilados, huérfanos, desaparecidos... y un reguero de mujeres violadas con total impunidad y silencio cómplice; una terrible lacra que no suele alcanzar los titulares de los medios pero cuyos efectos se prolongan durante más de una generación. Ya sabemos que la guerra embrutece y envilece, y que los cafres desarmados pasan por garrulos racistas más o menos conflictivos en tiempos de paz; pero con un arma en la mano esta gente se convierte en enfatuados y patéticos tiranos que se creen ungidos por el destino, con derecho a decidir sobre la vida y la muerte, el dolor ajeno y el placer propio. La guerra es conflicto y combate, pero desgraciadamente también es una inexplicable suspensión de toda norma básica de convivencia.



Las mujeres lo saben bien: ellas sufren en sus cuerpos los abusos de combatientes y tropas descontroladas, y aunque sus consecuencias psicológicas están ampliamente documentadas en la terminología médica (que las denomina trastorno por estrés postraumático), en ocasiones las propias víctimas prefieren oponer su propia explicación, hecha de palabras más sencillas y con idéntica eficacia. En el Perú la leyenda popular dice que las mujeres que han sido víctimas de una violación transmiten a sus hijas ese temor (a la violencia, a los hombres) a través de la leche materna, por eso se llama la enfermedad de la teta asustada. Quienes la padecen carecen de alma porque ésta se ha escondido debido al miedo que han mamado literalmente. Dicho así suena triste, incluso un poco ingenuo, pero no escatima un ápice de lúcida verdad.

La teta asustada (2009) de Claudia Llosa cuenta la historia del retorno a la vida de Fausta, una víctima de la enfermedad del mismo nombre que ha introducido una patata en su vagina porque --en su triste ingenuidad-- piensa que eso la mantendrá a salvo del mismo mal que padeció su madre. Al morir ésta, Fausta se propone enterrarla en su pueblo natal, y para reunir el dinero necesario para el viaje y el funeral decide cambiar radicalmente de vida, un cambio que le enfrenta a un mundo que le produce pánico pero que, sin ella preverlo, pone en marcha su propio proceso de curación. Todo esto es necesario saberlo de antemano, porque la película no lo explica demasiado bien. Estamos acostumbrados a la narración anglosajona, tan preclara, tan reiterativa, tan preocupada por no perder ni un espectador por el camino... En cambio, los cines periféricos, rodados con escasos recursos, carentes de experiencia o cortocircuitados por otras narrativas, tienen otra forma de contar en imágenes y es necesario acostumbrarse, o al menos ser consciente del esfuerzo que supone adaptarse a ella. Si La teta asustada fuera un filme estadounidense Fausta sería una persona que acabaría superando su trauma a través de la palabra o de un suceso convenientemente explotado cinematográficamente, en cualquier caso mediante una dramática revelación bien dosificada. Pero con Claudia Llosa no es así: la afasia de Fausta, aunque resulta más verosímil, también dificulta la necesaria empatía entre personaje y espectador, y además su evolución se hace más difícil de seguir. No obstante, la película contiene momentos e imágenes que emanan sensibilidad y tristeza gracias a la simplicidad con que están construidos: la resignación y la naturalidad con que se sobrellevan las penurias y las flagrantes desigualdades económicas y sociales, las pequeñas rutinas entre Fausta y el jardinero de la finca donde trabaja, la ternura que desborda Fausta cuando canta... En toda esta sucesión de escenas, el ritual diario de abrir la puerta al jardinero es el único hito que permite comprobar los avances de Fausta, el resto es una sucesión de momentos intensos pero carentes de un hilo conductor perceptible.

En este tipo de filmes, cuando la narración no hace su trabajo --al menos el trabajo que nosotros estamos acostumbrados-- el espectador debe poner más de su parte: en empatía, en comprensión, en paciencia, en interés..., por eso las reacciones que provocan son dan dispares. En mi caso, la narración sin perfilar de La teta asustada provocó un distanciamiento que enfrió mi entusiasmo ante una película necesaria, por tema y por punto de vista, pero cuya dureza y consecuencias debe deducir uno mismo.

Un breve epílogo acerca de los cines Casablanca Kaplan, donde fui a ver la película: su nivel de precariedad supera al de sus primos Casablanca Gràcia: la taquillera entrega unas entradas en las que ha escrito con rotulador el número de sala y la hora y, cuando es el momento, nos franquea el paso y nos valida el tique. Luego se vuelve al bar a charlar con su amiga mientras espera a que aparezca otro espectador. No sé con qué imagen quedarme: la del entrañable cine de barrio o la del declive imparable de una forma de ocio. Triste, triste, triste...

jueves, 5 de marzo de 2009

Filmoterapia inoportuna (Vals con Bashir)

La historia de Occidente apesta. Su podredumbre salpica en cuanto se rasca un poco la superficie de la historia oficial, hecha de titulares pactados y declaraciones acríticas transcritas literalmente por sumisos medios de comunicación. Los últimos cien años rebosan de episodios sonrojantes llenos de injusticias, traiciones y dobles morales protagonizadas por las potencias que, todavía hoy --sesenta y cuatro años después de su constitución-- acaparan y controlan el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Y para terminar de redondear la paradoja, esas mismas potencias son las principales productoras y exportadoras de armas del planeta. Francia y Reino Unido, por ejemplo, abandonaron a su suerte a la república española decretando un embargo de armas que ni nazis ni fascistas respetaron. La Unión Soviética de Stalin, por su parte, utilizó el conflicto civil español para purgar su propio aparato político bajo la falsa apariencia de una revolución socialista. Pocos años después, esos mismos países se decidieron a declarar la guerra a Alemania para luchar contra la política imperialista y racial de Hitler, para lo cual no dudaron en involucrar en el conflicto a sus colonias africanas y asiáticas, en las cuales seguían vigentes intolerables leyes segregacionistas y racistas, y los nativos alistados combatieron para lograr restablecer en Europa la igualdad que se les negaba en sus países de origen. Durante décadas los organismos multilaterales --de mayoría Occidental-- obviaron y silenciaron el régimen racista de Sudáfrica, sin que ese detalle menor les impidiera hacer bonitos negocios con él; tuvieron que ser unos músicos populares quienes denunciaran una escandalosa situación convertida en estilo de vida y argumentada como tradición cultural. El vergonzoso espectáculo de la diplomacia europea durante la guerra de Bosnia entre 1992 y 1995, incapaz de detener las agresiones de unos y otros, pero especialmente de Serbia (eso sí, para los JJ OO de Barcelona fueron capaces de arrancar una tregua). La miserable inhibición de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica, igual que hicieron en 1994 las fuerzas belgas de la ONU durante el genocidio de Ruanda. Ya me voy acercando al tema: la política de declaraciones pomposas y gestos inanes por parte de EE UU en el conflicto palestino-israelí dura ya cinco décadas, en la misma línea de los británicos que en 1947 permitieron el primer asentamiento judío en un territorio donde habitaban unos pocos colonos palestinos sin importancia. Tras cada crisis que amenaza la estabilidad de la zona, el Secretario de Estado de turno menciona algo sobre la creación de un Estado Palestino que únicamente existe en sus sueños. Mientras tanto, Israel hace, deshace y atraviesa fronteras a su antojo, empeñada en negar la evidencia de coexistir con una Palestina hoy por hoy en manos de grupos políticos paraterroristas que se aprovechan de la comprensible ira de sus votantes. La historia de Occidente apesta.



La única posibilidad de encarar esta vergüenza es asumir personalmente la tarea de reconstruir la parte oculta, manipulada, olvidada y/o negada de la historia, casi siempre a costa de quedar desbordado o salir modificado de semejante experiencia. La condición de víctima, represaliado o de descendiente de uno de ellos es la fuerza que suele alimentar estos empeños, mientras que la recompensa consiste simplemente en tener la oportunidad de airear un pequeño fragmento de las cloacas de la historia occidental. En el cine estamos habituados a los testimonios cinematográficos --los de veteranos de Vietnam son prácticamente un género--, pero un documental de animación sobre un excombatiente israelí en la guerra del Líbano de comienzos de los ochenta es una rara novedad. Rara porque Israel no ha variado un milímetro su política de hechos consumados y de guerra preventiva, así que el mea culpa entonado por su protagonista queda parcialmente deslegitimado. Otra cosa es que, a un nivel estrictamente personal, el filme sirva como terapia a su director --Ari Folman-- que se esfuerza por reconstruir unos hechos que su mente ha borrado por puro instinto de supervivencia y su país sepultado bajo toneladas de negacionismo informativo. Probablemente sea esa desafortunada coincidencia la que ha impedido a Vals con Bashir (2008) alzarse con el Oscar a la mejor película extranjera 2009.

No es justo despreciar Vals con Bashir por ser un filme israelí, producido desde el lado imperialista del conflicto, ni tampoco minimizar la fuerza de su crítica; es necesario valorar la sinceridad de Ari Folman al tratar de recuperar su memoria, aunque sea a costa de dinamitar todo el argumentario que sostiene la política exterior de su país o de revelar al mundo las miserias de sus sacrosantos dirigentes (Ariel Sharon). Vals con Bashir es una digna y merecida terapia para quien fue testigo de uno más de los vergonzantes episodios silenciados por la diplomacia occidental, la matanza de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila por parte de falangistas cristianos libaneses que vengaban el asesinato de su recién nombrado presidente Bashir Gemayel, ante la inhibición colaboracionista de las tropas israelíes. El problema es que el filme llega en un momento inoportuno, cuando Israel acaba de volver a devastar Gaza y la comunidad internacional --a renglón seguido-- se pone de acuerdo para pagar los destrozos y enterrar a las víctimas sin exigir cambio alguno en las respectivas políticas de Israel y Palestina. A pesar de todo, la importancia del testimonio de Ari Folman no resta méritos al resultado final. Al que piense que exagero o que soy el típico progre trasnochado que me alineo con el más débil porque le conviene a mi desfasado sentido de la reivindicación, le recomiendo el documental Checkpoint (2003) del israelí Yoav Shamir, una muestra perfecta de cómo se aplica el abuso de poder en el día a día de los territorios ocupados, ejercido por unos garrulos armados que dicen actuar en nombre de la paz y la seguridad.



Termino con dos detalles puramente cinematográficos. El primero la elección del género animado, argumentada perfectamente por uno de los testimonios de la película: en ocasiones, ante un horror inabarcable, anteponemos una especie de pantalla que nos permita contemplar la devastación a nuestro alrededor como si fuera una ficción, un viaje, una foto. Para los periodistas es su cámara y su cuaderno de notas, en el caso de Ari Folman es la animación sobre imágenes reales. El segundo es consecuencia del anterior: a pesar de tanta precaución, al final no puede evitar que la realidad acapare la pantalla en el último minuto de película; unas imágenes de la tragedia que tienen la misma función que el epílogo de La lista de Schindler (1993) de Spielberg (en el que los auténticos protagonistas de la historia desfilan ante la cámara para que conozcamos sus verdaderos rostros), demostrar que tras una ficción o una animación existe una verdad incómoda que es necesario afrontar. Como espectadores, aparte de avergonzarnos de quienes manejan la política mundial, únicamente nos queda sobreponernos a sus nefastas consecuencias y actuar localmente.