miércoles, 23 de abril de 2014

Investigaciones cartesianas sobre la naturaleza humana (La rodilla de Clara)

Éric Rohmer (1920-2010) es uno de los cineastas más personales e inclasificables del cine francés. Para empezar, su estilo directo y sencillo, combinado con dilemas y temas éticos, religiosos y/o sobre cualquier aspecto de la coherencia moral en el comportamiento y el trato humanos ha dado lugar a un legado filmográfico único, más cerca de un tratado sobre filosofía que de una obra de ficción comercial. En el cine rohmeriano, la ficción es apenas un requisito que justifica largas conversaciones en las que los personajes entran sin apenas preámbulo; diálogos interminables --más literarios que naturales-- que forman el auténtico centro de su narrativa. Toda esa cháchara, con sus argumentos, sus teorizaciones y sus cambios de opinión son los que realmente hacen avanzar la historia, y así hasta que el final de la película nos alcanza con una secuencia que sintetiza el itinerario moral, corolario o contradicción en que han incurrido (o no) sus protagonistas. Son filmes que me parecen una especie de prolongación cinematográfica no declarada de la obra (incluyendo su depurado estilo cartesiano) del matemático, físico y teólogo Blaise Pascal (1623-1662), cuyos Pensamientos iban a ser la base de una apologética definitiva sobre el conocimiento humano, pero una muerte prematura se lo impidió y su obra ha quedado en un esbozo, una tentativa de doctrina que debía haber sido sistemática pero que, por circunstancias, ha quedado a medio formular. Igual que el cine de Rohmer.

Rohmer agrupó la mayor parte de su filmografía en series temáticas: la primera se tituló Seis cuentos morales, y está compuesta por La boulangère de Monceau (1963), La carrière de Suzanne (1963), La coleccionista (1966) --la primera que consiguió una cierta repercusión entre la crítica y el público--, Mi noche con Maud (1968) --la primera que cosechó nominaciones y premios importantes--, La rodilla de Clara (1970) --de la que me ocuparé enseguida-- y El amor después del mediodía (1972). Todas ellas adoptan la forma de fábulas en las que unos personajes --cuidadosamente escogidos y con puntos de vista opuestos sobre asuntos tan poco habituales en el cine como el bien o la bondad-- se enfrentan a encrucijadas tan ciertas como minoritarias (ya lo eran en el tiempo de su estreno, hoy esa distancia se ha ampliado considerablemente) en sus repercusiones prácticas. Tras dos adaptaciones de obras de la literatura clásica francesa --La marquesa de O (1976) y Perceval le Gallois (1978)-- abrió un nuevo ciclo temático bajo el título de Comedias y proverbios, que le reportó sus mayores éxitos y coincide con la etapa más madura y fructífera de su carrera: La mujer del aviador (1980), Pauline en la playa (1982), Las noches de la luna llena (1984), El rayo verde (1986) y El amigo de mi amiga (1987), donde se aprecia una clara tendencia a puntuar sus dilemas morales con argumentos de enredo próximos a la comedia ligera. Cuentos de las cuatro estaciones supuso su última serie temática: Cuento de primavera (1989), Cuento de invierno (1991), Cuento de verano (1996) y Cuento de otoño (1998), en las que el modelo muestra síntomas de agotamiento. En sus últimos años, Rohmer se dedicó a rodar lo que parecía ser el cine que siempre quiso hacer: películas ambientadas en el pasado que toman como base textos poco conocidos de la literatura francesa (los cuales demuestra conocer a la perfección): La inglesa y el duque (2001), El romance de Astrea y Celadon (2007).

En su etapa como crítico (en la que destacó antes de dar el salto a la dirección, al igual que sus compañeros de la Nouvelle vague), Rohmer demostró no sólo sus conocimientos sobre historia del cine, sino sobre literatura, cultura clásica y teoría del arte. No era, a direfencia de Truffaut, Godard o Chabrol, un artista que esperaba una oportunidad para convertirse en cineasta, sino un erudito al que, de pronto, se le abrieron las puertas de la creación cinematográfica. Escribió libros sobre música --De Mozart en Beethoven: ensayo sobre la noción de profundidad en la música (2003)--, sobre teoría del arte --El gusto por la belleza (1984)-- y, por descontado, sobre cine: en 1957, junto con Chabrol, escribió el primer análisis sobre el estilo fílmico de Hitchcock, y La organización del espacio en el "Fausto" de Murnau (1977) un inspidador texto sobre teoría cinematográfica.

La rodilla de Clara cuenta la historia de Jerome, un hombre maduro a punto de casarse que pasa los últimos días de vacaciones en su antigua casa familiar de veraneo, en el lago de Annecy; ha regresado para venderla antes de comenzar una nueva vida. Allí se reencuentra con una vieja amiga escritora (Aurora) con la que retoma algunos temas de debate de la juventud sobre la vida y el amor también... Aurora veranea en casa de una familia en la que una madre y su hija adolescente (Laura) esperan la llegada de Clara, la hermanastra mayor. La cosa es que Laura se siente fascinada por Jerome, y Aurora le reta a que supere la prueba de un amor puro, incondicional y, por definición, platónico, para comprobar su firme determinación a casarse. Jerome domina con total seguridad la situación hasta que aparece Clara...



La rodilla de Clara --al igual que años más tarde Pauline en la playa-- se enfrenta a un tema que hoy resulta cuanto menos polémico o que roza lo ilegal: las supuestas relaciones platónicas entre adultos y menores, esa idealización de la etapa adolescente en la que la fascinación por el mundo adulto les lleva a intimar no por simple admiración, sino movidos por una incipiente, desordenada e inconcreta atracción. En el caso de Rohmer, que suele preferir protagonistas femeninas, se trata de jovencitas lánguidas y soñadoras de buen ver que comienzan a flirtear, a ser conscientes del efecto que sus formas de mujer provocan en los hombres. También entre los chicos de su edad pero, como buenas observadoras que son, captan la diferente naturaleza de las miradas de unos y otros. Jovencitas a las que les resulta difícil encajar entre sus iguales y buscan conversaciones profundas en hombres mayores sin ser del todo conscientes de lo malinterpretable de su actitud. Son situaciones que siempre han existido y que la corrección política actual tiende a anatemizar, pero que determinada literatura y el cine de Rohmer tratan con profundo respeto y sinceridad. Es necesario prescindir de esa mirada contemporánea que interpreta la relación entre Jerome y Laura como algo inconveniente o malsano para disfrutar de un filme que pretende resultar ejemplarizante desde premisas diametralmente opuestas.

El tema de La rodilla de Clara es la fascinación del hombre ante la juventud y la belleza femeninas, cómo nos pertuba e introduce contradicciones insalvables en todos nuestros razonamientos y actos. Jerome se siente halagado porque una jovencita como Laura busca su compañía y se entusiasma por todo lo que dice y hace... Sin embargo, cuando llega Clara, unos años mayor y mucho más perturbadora, toda su atención se vuelca hacia ella a pesar de que --al contrario que Laura-- le ignora completamente. Y no por un deseo expreso, sino porque para Clara Jerome es invisible, un adulto anodino. Clara vive en su mundo, superficial, moderno, distinto, y tiene un novio garrulo que a Jerome le revienta porque es incapaz de valorar el privilegio que supone tener libre acceso al cuerpo de Clara (especialmente a su rodilla, un lugar casto donde los haya), y de pronto se ve experimentando el mismo rechazo que ha provocado en su hermanastra Laura.

Rohmer describe con sencillez y naturalidad la secuencia de sentimientos que abarcan la fascinación inocente, el deseo físico innaccesible y no correspondido, los celos y la crueldad gratuita a que dan lugar. Este desarrollo narrativo sólo podía tener lugar en un entorno de ocio vacacional como el que muestra la película, sin embargo los diálogos han perdido vigencia, resultan demasiado literarios, teatrales, casi pura abstracción. A medida que avanza el filme los personajes pierden todo verismo y se limitan a ser simples recursos al servicio del objetivo superior de la fábula. Sin embargo, el significado de la película permanece intacto, con toda su vigencia, a pesar de que el mundo y la ética hayan cambiado y el estilo cinematográfico que emplea para describirlo esté en desuso. Los sucesivos dilemas que angustian a Jerome están perfilados con la precisión milimétrica de un cirujano diseccionando la mente masculina. El objetivo de Rohmer de analizar cinematográfica y cartesianamente el contradictorio repertorio de las pasiones humanas consigue abrirse paso hasta cualquier espectador atento. Por eso sigue valiendo la pena revisar La rodilla de Clara, igual que el resto de sus comedias, proverbios y cuentos morales.



A pesar de los años transcurridos, la belleza setentera de Clara --con esos atuendos tan característicos de su tiempo-- sigue desordenando nuestros sentidos. Como hombre, comprendo perfectamente el desconsuelo y la mortificación que experimenta Jerome ante una belleza cercana que nunca le pertenecerá; y también la amarga melancolía al comprender que, con el tiempo, esa belleza juvenil cada vez más lejana perturbará su fingida tranquilidad con más fuerza. La fascinación inocente que podamos despertar en adolescentes lánguidas y soñadoras como Laura a estas alturas de película parece algo lejano, ridículo, incompleto, aunque sólo sea porque falta un único ingrediente capaz de transformar toda esa candidez en un sentimiento real: el deseo físico.

Está claro que el cine contemporáneo, alineado con la sociedad hedonista y permisiva que se supone que somos, despacha estos temas con bastante menos ingenuidad y más realismo que Rohmer, pero desde luego no alcanza el nivel de sutileza y la capacidad del cineasta francés para condensar tantos matices en imágenes e instantes tan atemporales como los que contiene La rodilla de Clara.




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sábado, 5 de abril de 2014

Rareza y sensibilidad (El Gran Hotel Budapest)

Nunca olvidaré el momento en que conseguí entrar en el universo narrativo de Wes Anderson: fue mientras veía sin convencimiento Life aquatic (2004), hasta que de pronto se desmarcó con un gag completamente secundario sobre una cafetera robada (montado en dos instantes de humor mínimos separados por casi toda la película) que provocaron que le diera la vuelta a todo lo que había visto hasta entonces. A partir de ese mínimo desplazamiento de perspectiva, me he convertido en un rendido admirador de su cine.

Sigo pensando que su mejor filme es Viaje a Darjeeling (2007), porque es el que mejor combina la comedia y su particular mezcla en los momentos definitorios (dosis exactas de absurdo incapaces de anular la delicadeza de los sentimientos que impiden que, mostrados sin ese matiz añadido, parezcan exagerados, grotestos, ridículos y/o inconvenientes). Esta película sigue siendo la mejor versión del universo Anderson, que ya desmenucé en otro sitio con gran precisión verbal; así que no me detendré en ese aspecto.

Aun así, este universo que hoy parece consolidado ha experimentado importantes vaivenes: el más visible consiste en dejar atrás un humor sutil e irónico y centrarse en historias protagonizadas por personajes cuyo principal rasgo de carácter es una rara ingenuidad que encaja a la perfección con el mundo árido y poco detallista en el que se desenvuelven sus filmes. Suelen ser personajes íntegros, cultos y refinados que ignoran (salvo contadas excepciones) cualquier revés o situación contraria a sus objetivos. Moonrise Kingdom (2012) supuso el retorno a este estilo naif (que marcó sus primeros títulos) con su particular visión del derrumbamiento del mundo maniqueo y luminoso de la última infancia y la primera adolescencia. Con El Gran Hotel Budapest (2014) se trata de recrear una historia de un pasado remoto en el que los amores eran puros, la educación y la discreción una norma de conducta que daba buenos resultados a pesar de pequeñas decepciones menores y, en definitiva, todo parecía tener un sentido.



El Gran Hotel Budapest está obsesiva y cuidadosamente rodada en planos frontales, travellings paralelos al movimiento de los personajes (encuadrados en un perfil casi egipcio) y unos pocos movimientos de cámara sobre su eje que amplian la escena y la comprensión narrativa del espectador, lo suficiente para introducir sorpresas, matices curiosos, divertidos o levemente dramáticos. En cualquier caso, el diseño de producción (vestuario, decorados, fotografía, maquillaje) es impecable, a un nivel de detalle que recuerda aquellos libros medievales repletos de minuciosos dibujos en vivos colores. La historia transcurre en un país imaginario y en lugares inexistentes, la excusa perfecta para que Anderson se inspire para la ambientación de supuestos exteriores en los dioramas de principios del siglo XX, entrañables por su realismo y delicadeza.

El universo Anderson parece haber encontrado su lugar; y puede que guste o no, pero no sólo es perfectamente identificable, sino también vehemente y original. Un estilo narrativo que acumula coherencia gracias a la presencia constante de rostros familiares, actores y actrices fetiche que interpretan a los mismos tipos humanos (es sorprendente los repartos que reúne últimamente en sus películas), dando la sensación de que, por mucho que cambie la historia, el punto de vista y una inimitable combinación de rareza y sensibilidad permanecen inalterados.




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