Nunca olvidaré el momento en que conseguí entrar en el universo narrativo de Wes Anderson: fue mientras veía sin convencimiento Life aquatic (2004), hasta que de pronto se desmarcó con un gag completamente secundario sobre una cafetera robada (montado en dos instantes de humor mínimos separados por casi toda la película) que provocaron que le diera la vuelta a todo lo que había visto hasta entonces. A partir de ese mínimo desplazamiento de perspectiva, me he convertido en un rendido admirador de su cine.
Sigo pensando que su mejor filme es Viaje a Darjeeling (2007), porque es el que mejor combina la comedia y su particular mezcla en los momentos definitorios (dosis exactas de absurdo incapaces de anular la delicadeza de los sentimientos que impiden que, mostrados sin ese matiz añadido, parezcan exagerados, grotestos, ridículos y/o inconvenientes). Esta película sigue siendo la mejor versión del universo Anderson, que ya desmenucé en otro sitio con gran precisión verbal; así que no me detendré en ese aspecto.
Aun así, este universo que hoy parece consolidado ha experimentado importantes vaivenes: el más visible consiste en dejar atrás un humor sutil e irónico y centrarse en historias protagonizadas por personajes cuyo principal rasgo de carácter es una rara ingenuidad que encaja a la perfección con el mundo árido y poco detallista en el que se desenvuelven sus filmes. Suelen ser personajes íntegros, cultos y refinados que ignoran (salvo contadas excepciones) cualquier revés o situación contraria a sus objetivos. Moonrise Kingdom (2012) supuso el retorno a este estilo naif (que marcó sus primeros títulos) con su particular visión del derrumbamiento del mundo maniqueo y luminoso de la última infancia y la primera adolescencia. Con El Gran Hotel Budapest (2014) se trata de recrear una historia de un pasado remoto en el que los amores eran puros, la educación y la discreción una norma de conducta que daba buenos resultados a pesar de pequeñas decepciones menores y, en definitiva, todo parecía tener un sentido.
El Gran Hotel Budapest está obsesiva y cuidadosamente rodada en planos frontales, travellings paralelos al movimiento de los personajes (encuadrados en un perfil casi egipcio) y unos pocos movimientos de cámara sobre su eje que amplian la escena y la comprensión narrativa del espectador, lo suficiente para introducir sorpresas, matices curiosos, divertidos o levemente dramáticos. En cualquier caso, el diseño de producción (vestuario, decorados, fotografía, maquillaje) es impecable, a un nivel de detalle que recuerda aquellos libros medievales repletos de minuciosos dibujos en vivos colores. La historia transcurre en un país imaginario y en lugares inexistentes, la excusa perfecta para que Anderson se inspire para la ambientación de supuestos exteriores en los dioramas de principios del siglo XX, entrañables por su realismo y delicadeza.
El universo Anderson parece haber encontrado su lugar; y puede que guste o no, pero no sólo es perfectamente identificable, sino también vehemente y original. Un estilo narrativo que acumula coherencia gracias a la presencia constante de rostros familiares, actores y actrices fetiche que interpretan a los mismos tipos humanos (es sorprendente los repartos que reúne últimamente en sus películas), dando la sensación de que, por mucho que cambie la historia, el punto de vista y una inimitable combinación de rareza y sensibilidad permanecen inalterados.
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