domingo, 27 de agosto de 2017

El poder de la palabra (Smoke / Blue in the face)

Smoke (1995) en una inteligente expansión del cuento corto El cuento de Navidad de Auggie Wren (1990), hecha por su autor --Paul Auster-- en colaboración con el director Wayne Wang. Junto con Blue in the face (1995) --rodada a continuación, sin disolver el equipo de rodaje-- ambas componen un increíble e inesperado homenaje al arte de narración oral, al inevitable y contagioso poder que ejerce sobre la audiencia una historia bien narrada. Cuando esta fascinación se da en medio de una película, con un buen narrador delante de la cámara, el director evita la tentación de mostrar y recrear lo que ya se está explicando a viva voz. En esos raros instantes el cine circula a contracorriente de su propia tradición, ya que el medio nació precisamente para eso, para reemplazar a la tradición oral, para ocupar el espacio que abarca el estilo indirecto de la voz y sustituirla por esa otra instancia directa que es la imagen. Aun así, hay ocasiones en las que la palabra se abre paso en la pantalla, y es entonces cuando los espectadores olvidamos que todo eso se podría explicar con imágenes. Cuando algo así sucede --el actor o la actriz que habla es fundamental para nuestra identificación-- nos dejamos llevar por las palabras que usa, la modulación de la voz, el tempo deliberado que imprime a lo que cuenta, la forma deliberadamente dramática que ha adoptado para compartir con nosotros lo que tiene la necesidad de hacernos saber. Se trata de un fragmento en el tiempo cuidadosa y dramáticamente planificado, pero nos resulta tan intenso que lo tomamos por improvisado, como una revelación inesperada del guión o del personaje, la confidencia íntima de alguien cercano que nos habla directamente.

La anéctoda del relato literario que sirve de base a Smoke está repartida en dos momentos muy concretos del filme: el primero integrado con habilidad como parte de la extraña amistad que inician el escritor --Paul Benjamin, interpretado por William Hurt-- y el estanquero de Brooklyn --Auggie Wren, un increíble Harvey Keitel--; mientras que el segundo es el apoteosis de esa misma amistad, nunca declarada pero siempre detrás de la mayoría de escenas que comparten ambos. El segundo momento coincide con la última escena de la película, y expresa un momento de intimidad entre ambos --a través del relato oral de Auggie-- deliberadamente retrasado por el argumento (aunque esta vez sí, la tentación es demasiado fuerte y Wang opta por mostrar lo que cuenta el estanquero directamente). El resto de la película lo completan varias historias secundarias, algunas de las cuales acaban convergiendo a la manera en que Auster nos tiene acostumbrados en sus novelas. De hecho, el guión de Smoke se despliega de la misma forma que la escritura de Auster: punto de partida autorreferencial (el autor forma parte del relato), introducción de una anécdota mínima y desarrollo a base de giros significativos que sin embargo el lector acepta como fiables a pesar de su inverosimilitud. Nada es lo que tiene que parecer en la literatura y en el cine de Paul Auster.



Su secuela creativa fue Blue in the face (1995), rodada en apenas cinco días, improvisando escenas de diez minutos de duración con los actores (luego acortadas durante el montaje para pulir los detalles y los desvíos aburridos) y con Auster haciendo de director durante los dos días que Wang estuvo con bronquitis. El título hace referencia a una expresión que significa hablar hasta ahogarse, y el resultado es un curioso experimento cinematográfico en el que las escenas surgen espontáneamente, un estado privilegiado de buen rollito y creatividad entre Wang y Auster (quizá como los que ellos mismos imaginaron para Paul y Auggie) en el que decidieron prolongar la vida al famoso estanquero de Brooklyn --Hurt no estaba disponible por fechas y la escena que debía interpretar la hizo Jim Jarmusch--, colocándolo en medio de un montón de situaciones inconexas (débilmente inconexas), en las que unos cuantos actores y actrices se pasaron por el set de rodaje: Michael J. Fox, Mira Sorvino, Madonna, el citado Jarmusch (adoro la voz y la cadencia oral de este hombre)... hasta el mismísimo Lou Reed. Me hace gracia pensar en cómo, durante aquellos cinco días, Nueva York hirvió con la noticia de que había un rodaje en la ciudad en el que aceptaban colaboraciones improvisadas de actores y actrices. Puede que más de uno y más de una esperaran una llamada para hacer un cameo; incluso que alguien llamara para ser incluido sin ser llamado.

Si en Smoke la oralidad estaba cuidadosamente dosificada, en Blue in the face se desparrama sin control a base de situaciones mínimamente planificadas en las que se fomenta la capacidad de los intérpretes para componer algo divertido, nuevo, intenso y hasta universal. Destacan sobre todo las tertulias informales que se montan en el estanco de Auggie --como las de tantos otros comercios deficitarios de todo el mundo-- pobladas de zumbados, perdedores, trepas, cafres, machistas e ingenuos, pero que nos resultan reales porque son contradictorios y entrañables. Son esos momentos los que nos hacen creer que ese microcosmos basado en la conversación, en la capacidad para encandilar a una audiencia en directo, aún sobrevive y mantiene su irresistible poder de atracción. La película simplemente es un vehículo para que las disfrutemos asistiendo a esa exhibición de teatralidad, de giros dramáticos, acordados o encontrados, tímidos o exagerados, falsos o verdaderos. Blue in the face es Auster en estado puro, y estoy convencido de que es la experiencia que provocó que el escritor se lanzara a dirigir Lulu on the bridge (1998), una película que me impactó notablemente (aunque en parte fuera por el momento sentimental en el que accedí a ella).





Y por último el tema de tabaco: ambos filmes se rodaron en una especie de tiempo mítico, cuando aún se podía fumar en locales comerciales, aunque todo el mundo sabía que era una práctica con los días contados (legislativamente hablando). El tabaco era, quizá ya nunca más lo será (el café seguramente ha tomado el relevo), el detonante de las conversaciones interpersonales, la inspiración suficiente para la filosofía cotidiana y lunática, para el recuerdo, para la explosión pasional y, sobre todo, la incontinencia verbal (alcohol aparte, por descontado). En el momento de su estreno ambos filmes parecieron dos buenos ejemplos de cine indie estadounidense, una buena muestra de su inagotable capacidad para provocar caminos narrativos del cine noventero (ese híbrido extraño al que dio paso el inefable cine ochentero). Hoy, en cambio, son dos indiscutibles monumentos a la palabra filmada, un arte en franca recesión. Quizá haga falta un nuevo monólogo como el de Harry Dean Stanton en París, Texas (1984) --otro hito indiscutible en la universitaria cristalización de mi líbido-- para que otras generaciones redescubran --y queden fascinadas por-- el poder incontenible de una buena narración oral.


lunes, 21 de agosto de 2017

Cuando la sencillez no basta (Estiu 1993)

Debut en el largometraje de la cineasta catalana Carla Simón con una ficción muy tenue, rozando el documental, muy cerca del testimonio cinematográfico, basada un suceso directa y explícitamente inspirado en su propia infancia. No se puede pedir un punto de vista más íntimo y personal para un debut: un relato con un formato en el que se supone que la mayoría de su contenido es inventado. No es solamente por una convicción personal, ni porque se cumpla --una vez más-- el postulado de Truffaut sobre ese cine que tiende hacia narraciones fuertemente biográficas (que muchas veces sus autores sienten la necesidad de exorcizar mediante imágenes y la distancia de la ficción); tampoco basta para explicarlo el superávit de imaginación creativa propio de todo artista debutante, y sin olvidar las enormes dificultades económicas que suponen levantar un largometraje de ficción primerizo. Sin duda una mezcla de estos cuatro factores explica la apuesta por la sencillez de Simón en Estiu 1993 (2017).

Rodada básicamente en los mismos escenarios donde transcurrió la infancia de la directora, la película narra las primeras semanas de una niña que acaba de quedar huérfana de madre (después de haberse quedado sin padre) y es acogida por la familia de un hermano de ella. La historia se despliega lentamente --sobre todo al principio-- con un estilo contemplativo-reflexivo que trata de resaltar lo obvio: desamparo, soledad, retraimiento, descubrimiento de un ambiente diferente (su nueva familia vive en una masía en el campo). Es una forma de introducir situaciones que ya hemos visto muchas veces, y es el primer atributo por el que la película es alabada por su sencillez y naturalidad; pero toda esa mostración sin diálogo, hecha de encuadres que no buscan la composición, sino el testimonio, no equivale a un cine de alta graduación, sino más bien una la forma elemental de secuenciar acontecimientos.



Las escenas en las que avanza la historia se intercalan con otras que no forman parte de ninguna subtrama, logrando parcialmente su objetivo: transmitir la sensación del paso lento de los días, de descubrimiento infantil de un entorno, pero también una cierta sensación de deriva. Por otro lado, las escenas en las que las dos pequeñas interactúan en sus juegos son sin duda el segundo atributo que aporta sencillez (esta vez de contenido) a la película; pero el esquema argumental es tan débil que es difícil que el espectador entre al trapo sólo gracias a ellas. No es hasta el último tercio cuando la narración se centra en una línea argumental que apunta claramente en una dirección, y los personajes adultos --especialmente el de la nueva madre, interpretada por Bruna Cusí-- se perfilan con más fuerza.

En lo formal, Estiu 1993 también destaca por la sencillez, y es en este punto donde me parece que el delicado equilibrio de la película se rompe: la cámara sigue constantemente a la pequeña protagonista (los adultos sólo intervienen cuando ella está presente), focalizando el relato en sus experiencias cotidianas, lo cual es coherente con el relato. Sin embargo, esa elección técnica hace que se pierda la oportunidad de expandir la anécdota principal mediante otros matices dramáticos. Comprendo que la idea que sirve de arranque a la película es deliberadamente mínima, pero eso exige que el conjunto sea altamente seductor para el espectador, sobre el que recae buena parte de la iniciativa en la identificación con la historia. Estiu 1993 es --antes que nada-- una reivindicación de su autora con su infancia, optando por dar a la ficción resultante un aspecto documental que haga que la historia se asemeje más a sus propios recuerdos. Sin embargo, sigue siendo una ficción y, como tal, su apuesta por la sencillez (en el sentido de inocencia) no ha bastado para conmover a quien esto escribe.


miércoles, 16 de agosto de 2017

Pedagogía del corto (El cortometraje en España)

Juan Antonio Moreno Rodríguez continúa su labor de difusión escrita del cortometraje español: recopilando, documentando, reivindicando... Quizá por eso, para completar una especie de trilogía, su nuevo libro sobre el tema adopta un enfoque claramente pedagógico: El cortometraje en España (2017) sigue la estela de sus obras anteriores --Cine en corto (2009) y Miradas en corto (2013)-- con un contenido mucho más teórico e historiográfico.

El libro dedica un primer bloque a repasar las herramientas del medio: por un lado los recursos técnicos básicos (el plano, la iluminación, la fotografía...) y por otro los procedimientos que aportan la significación (punto de vista, raccord, montaje...), muchos de ellos fraguados en el cortometraje, el primer formato que adoptó el cine nada más nacer. A continuación enlaza directamente con una introducción histórica al cortometraje español (nombres, etapas, títulos...), lo justo para balizar este género único, lo necesario para interesar a los neófitos.

La tercera parte se ocupa de un tema en el que prácticamente no hay textos especializados (aunque ya empiezan a aparecer másteres monográficos): la crítica cinematográfica, orientada específicamente al género en el que ciertamente Moreno es un experto: la crítica de cortometrajes, una actividad que lleva cultivando hace tiempo en prensa y que, por tanto, conoce bien. Un bloque pedagógico en el que no falta una selección de críticas de cortometrajes recientes (y que complementa explícitamente las antologías de críticas que ya incluyó en sus dos obras anteriores, formando un repertorio único).

En definitiva, nuevo libro de un autor dedicado casi en exclusiva a un género nunca suficientemente reivindicado y que, sin embargo, exhibe más títulos --y variantes formales-- que nunca gracias a los canales digitales y redes sociales. Nunca fue más fácil acceder al cortometraje, conseguir que lo conozcamos a fondo es un empeño al que sin duda contribuye Juan Antonio Moreno.


martes, 8 de agosto de 2017

Reivindicación muy nostálgica de dos generaciones (El Skylab)

Julie Delpy ha conseguido muchas cosas escribiendo y dirigiendo El Skylab (2011): ajuste de cuentas, homenaje, exposición/expiación más que probable de su propia infancia y entorno familiar... pero también una crónica de los cambios que nos sirven para distinguir y etiquetar a las generaciones (la de Delpy y la de sus padres). Un filme con un punto de vista detallista sobre la familia que no tiene intención de hacer un retrato sociológico, sino de ahondar en la relaciones de una familia cualquiera, seguramente inspirada en la suya propia. El Skylab me parece, ante todo, una película catártica y reivindicadora.

Delpy retrata con naturalidad, humor y mucha nostalgia inducida a los adolescentes de su propia generación (que también es la mía), y también a la de sus mayores. No sólo para destacar los contrastes entre ambos grupos de edad (contrastes que, probablemente, fueron la causa del abismo mental y social que nos acabó por separar), sino sus obsesiones, las cuales quedan perfectamente expuestas en conversaciones durante un fin de semana en que todos se reúnen para celebrar el cumpleaños de la abuela. En ese ambiente, la noticia de la caída del satélite Skylab (que se estrelló en Australia el 11 de julio de 1979) se menciona como un suceso amenazante que podría ser la metáfora de algo que está por venir, de algo que en todo caso el espectador debe deducir por sí solo.

El subgénero de películas sobre reuniones familiares nos tiene acostumbrados a un esquema muy reiterativo, basado en una revelación o suceso que sirve de catarsis o de inflexión al drama que se ha ido fraguando en los dos primeros tercios de película. Por eso en El Skylab esperamos (en vano) que la cosa se desmadre, que todo se convierta en un drama único, peliculero, de límites y revelaciones, y aunque la historia nos ofrece varios desmadres no son ni mucho menos lo que cabría esperar; en realidad se parecen más bien a otros que pudimos haber vivido quienes tenemos una edad similar a la de su directora.



Ambientada durante el fin de semana en que el famoso satélite se acabó estrellando contra la Tierra, la película repasa los cambios tecnológicos y políticos --en Francia estaban a punto de gobernar los socialistas-- que esperaban al filo de la década de los ochenta; y cómo adultos y jóvenes se alineaban frente a ellos. Los abuelos y los hermanos de más edad se muestran críticos y nostálgicos respecto al pasado (creen vivir una decadencia inédita en la historia), y sus hijos se emocionan ante la perspectiva de un mundo por descubrir. Es como si la película pareciera empeñada en demostrar que nuestra generación (etiquetada por nosotros mismos como ochentera) ha salido bien a pesar de todos los prejuicios y desastres sociales que ha engendrado y a los que ha sobrevivido: reformas laborales que arrasaron con décadas de bienestar para los trabajadores por cuenta ajena, la eclosión social de la homosexualidad, el inicio de un proceso de igualdad entre hombres y mujeres, una actitud hedonista y superficial frente a la vida...

Todo eso, como hijos, lo comprendemos ahora que somos padres, pero cuando éramos pequeños, en las reuniones familiares, lo único que nos preocupaba era encontrarnos con nuestros primos y primas, soportar los rituales de saludo a tíos y tías y quizá asistir con cara de aburrimiento a la sobremesa, en la que nada nos importaba porque sólo esperábamos un permiso para ir a jugar. Para nosotros esos encuentros y celebraciones eran un continuo de diversión y novedades, mientras que para nuestros padres probablemente eran hitos anuales que marcaban la vejez de nuestros abuelos, las distancias de toda clase que alejaban, de año en año, a los hermanos, el comprender que ya no eran los mismos y sin embargo les costaba cambiar... Para los espectadores de mi edad, es difícil sustraerse a la minuciosidad evocadora de Delpy, repleta de tantas y tantas situaciones reconocibles y entrañables.

El Skylab es una película que alinea a padres y madres de mi generación, cuando comprobamos con sorpresa --y un punto de incredulidad-- que las desavenencias que mantenemos con nuestros hijos no son ni más ni menos irreconciliables que las que sostuvimos con nuestros padres. Puede que los conflictos con nuestros mayores (la política, la superación de la mojigatería) no sean tan antagónicos ni definitivos respecto a los que anuncian nuestros hijos al crecer (su dimisión de la política, su convencimiento irracional de que la tecnología es inocua, que todo depende del uso que se le dé), y que las distancias y los territorios que se abren para el entendimiento sean igual de abordables. Nuestros dramas y dilemas no son tan absolutos ni inéditos. Quizá el significado del extraño epílogo de la película sea que, para nuestros hijos, aunque no nos lo parezca, entre abuelos y padres sigue habiendo cosas en común; lo cual no contradice el hecho de que algunas de nuestras opiniones y obsesiones les parezcan auténticas chorradas, ni que aun así descubran en sus padres un montón más de cosas inesperadas que no les parecerán tan malas. Tan bien escondidas las teníamos que ni sabíamos que estaban ahí, de la misma manera que ignorábamos el punto exacto donde iba a estrellarse el Skylab...