martes, 8 de agosto de 2017

Reivindicación muy nostálgica de dos generaciones (El Skylab)

Julie Delpy ha conseguido muchas cosas escribiendo y dirigiendo El Skylab (2011): ajuste de cuentas, homenaje, exposición/expiación más que probable de su propia infancia y entorno familiar... pero también una crónica de los cambios que nos sirven para distinguir y etiquetar a las generaciones (la de Delpy y la de sus padres). Un filme con un punto de vista detallista sobre la familia que no tiene intención de hacer un retrato sociológico, sino de ahondar en la relaciones de una familia cualquiera, seguramente inspirada en la suya propia. El Skylab me parece, ante todo, una película catártica y reivindicadora.

Delpy retrata con naturalidad, humor y mucha nostalgia inducida a los adolescentes de su propia generación (que también es la mía), y también a la de sus mayores. No sólo para destacar los contrastes entre ambos grupos de edad (contrastes que, probablemente, fueron la causa del abismo mental y social que nos acabó por separar), sino sus obsesiones, las cuales quedan perfectamente expuestas en conversaciones durante un fin de semana en que todos se reúnen para celebrar el cumpleaños de la abuela. En ese ambiente, la noticia de la caída del satélite Skylab (que se estrelló en Australia el 11 de julio de 1979) se menciona como un suceso amenazante que podría ser la metáfora de algo que está por venir, de algo que en todo caso el espectador debe deducir por sí solo.

El subgénero de películas sobre reuniones familiares nos tiene acostumbrados a un esquema muy reiterativo, basado en una revelación o suceso que sirve de catarsis o de inflexión al drama que se ha ido fraguando en los dos primeros tercios de película. Por eso en El Skylab esperamos (en vano) que la cosa se desmadre, que todo se convierta en un drama único, peliculero, de límites y revelaciones, y aunque la historia nos ofrece varios desmadres no son ni mucho menos lo que cabría esperar; en realidad se parecen más bien a otros que pudimos haber vivido quienes tenemos una edad similar a la de su directora.



Ambientada durante el fin de semana en que el famoso satélite se acabó estrellando contra la Tierra, la película repasa los cambios tecnológicos y políticos --en Francia estaban a punto de gobernar los socialistas-- que esperaban al filo de la década de los ochenta; y cómo adultos y jóvenes se alineaban frente a ellos. Los abuelos y los hermanos de más edad se muestran críticos y nostálgicos respecto al pasado (creen vivir una decadencia inédita en la historia), y sus hijos se emocionan ante la perspectiva de un mundo por descubrir. Es como si la película pareciera empeñada en demostrar que nuestra generación (etiquetada por nosotros mismos como ochentera) ha salido bien a pesar de todos los prejuicios y desastres sociales que ha engendrado y a los que ha sobrevivido: reformas laborales que arrasaron con décadas de bienestar para los trabajadores por cuenta ajena, la eclosión social de la homosexualidad, el inicio de un proceso de igualdad entre hombres y mujeres, una actitud hedonista y superficial frente a la vida...

Todo eso, como hijos, lo comprendemos ahora que somos padres, pero cuando éramos pequeños, en las reuniones familiares, lo único que nos preocupaba era encontrarnos con nuestros primos y primas, soportar los rituales de saludo a tíos y tías y quizá asistir con cara de aburrimiento a la sobremesa, en la que nada nos importaba porque sólo esperábamos un permiso para ir a jugar. Para nosotros esos encuentros y celebraciones eran un continuo de diversión y novedades, mientras que para nuestros padres probablemente eran hitos anuales que marcaban la vejez de nuestros abuelos, las distancias de toda clase que alejaban, de año en año, a los hermanos, el comprender que ya no eran los mismos y sin embargo les costaba cambiar... Para los espectadores de mi edad, es difícil sustraerse a la minuciosidad evocadora de Delpy, repleta de tantas y tantas situaciones reconocibles y entrañables.

El Skylab es una película que alinea a padres y madres de mi generación, cuando comprobamos con sorpresa --y un punto de incredulidad-- que las desavenencias que mantenemos con nuestros hijos no son ni más ni menos irreconciliables que las que sostuvimos con nuestros padres. Puede que los conflictos con nuestros mayores (la política, la superación de la mojigatería) no sean tan antagónicos ni definitivos respecto a los que anuncian nuestros hijos al crecer (su dimisión de la política, su convencimiento irracional de que la tecnología es inocua, que todo depende del uso que se le dé), y que las distancias y los territorios que se abren para el entendimiento sean igual de abordables. Nuestros dramas y dilemas no son tan absolutos ni inéditos. Quizá el significado del extraño epílogo de la película sea que, para nuestros hijos, aunque no nos lo parezca, entre abuelos y padres sigue habiendo cosas en común; lo cual no contradice el hecho de que algunas de nuestras opiniones y obsesiones les parezcan auténticas chorradas, ni que aun así descubran en sus padres un montón más de cosas inesperadas que no les parecerán tan malas. Tan bien escondidas las teníamos que ni sabíamos que estaban ahí, de la misma manera que ignorábamos el punto exacto donde iba a estrellarse el Skylab...


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