Christopher Nolan disfruta del mismo prestigio y es objeto de la misma admiración por buena parte de críticos profesionales que en los ochenta y noventa tuvo Steven Spielberg. El público ha comprendido que, al igual que éste, utiliza sus películas más taquilleras para financiar el cine que realmente quiere rodar (y que va intercalando con los productos comerciales), un cine más personal, pero sobre todo experimental. Cuando toca estrenar uno de estos títulos los fans --entre los que no puedo evitar incluirme-- esperan ansiosos hasta ver qué se ha inventado esta vez. La cosa es que esta expectación (espontánea o inducida por la industria) funciona y sus estrenos resultan todo un acontecimiento en la cartelera y, por descontado, un éxito de taquilla. Lo que sigue siendo un misterio para mí es por qué Nolan es el elegido para recibir semejante trato privilegiado. Quizá porque con su trilogía sobre El caballero Oscuro (2005, 2008, 2012) supo componer un relato complejo y narrativamente moderno de un tema popular hasta entonces incapaz de superar los límites del género juvenil o de aventuras.
Siempre esperamos que los títulos "no comerciales" de Nolan nos ofrezcan un recurso inédito, una sorpresa formal al servicio de una historia que se adapta a ella a la perfección. Lo hacemos porque lo logró con Memento (2000) y con Origen (2010), y fueron tan fuertes las sacudidas que el cine de Nolan aún se resiente, y los espectadores mantenemos viva (e intacta) la fascinación por ambos títulos. Lo que tengo muy claro es que Dunkerque (2017) no se va a convertir en la tercera joya de su filmografía, porque esta vez Nolan no ha tenido reparo en hacer un Guardar como... del recurso que nos fascinó en Origen, sin apenas modificaciones formales.
La película presenta tres historias cuyo desarrollo temporal es completamente desigual (1 semana, 1 día, 1 hora), pero la dilatación temporal (en las dos más breves) y la selección de fragmentos (en la más extensa), consiguen --gracias al dominio del montaje del director-- que las tres parezcan partes de una única historia narrada en tiempo real. El episodio histórico de Dunkerque es una excusa (se podrían encontrar otros sucesos equivalentes), lo que de verdad interesa a Nolan es cambiar de una a otra historia en los momentos de más tensión, componer con ellos una montaña rusa sensorial --los que tengan aprensión por los ahogamientos que no la vean-- y emocional. Y así todo el rato: acelerando el ritmo hasta el clímax final, muy al estilo de Griffith en Intolerancia (1916), aunque sin llegar al paroxismo de ésta, pero casi... Toda la película transcurre según un patrón de fácil anticipación: situaciones límite que dejan paso a otras situaciones límite; pocas explicaciones --la crítica destaca que hay poco diálogo como una virtud propia del mejor cine clásico-- y mucha recreación visual de instantes intensos.
Dunkerke no es una película de género bélico --ni pretende recuperarlo, apuntarse a él o reinventarlo-- ni tampoco una historia narrada en clave personal, repleta de recursos sensoriales y de drama humano --del estilo Salvar al soldado Ryan (1998), con la cual es inevitable compararla de entrada--, sino un mosaico narrativo que Nolan combina con su habitual maestría. El problema es que se nota que le importa más bien poco el tema y sus personajes, tan sólo las peripecias con las que puede lucir su indiscutible talento cinematográfico. El resultado es una yuxtaposición de momentos fulgurantes y un epílogo sonrojante, completamente fuera de lugar y de tono. Nolan ha tirado de lo eficaz conocido y le ha salido un filme flojo. No malo, flojo.
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