miércoles, 28 de marzo de 2018

Prometedora parábola pedante (The square)

Cuando una película decide aventurarse en algún entresijo del arte contemporáneo (el que sea) hay una parte del público (entre la que me incluyo con orgullo) que se relame: no es por estar al día de tendencias, modas y corrientes de la vanguardia, sino más bien una especie de revancha no admitida ante la posibilidad de una nueva crítica de la pedantería (entre la que también me incluyo, esta vez sin orgullo). Sobre todo en lo que se refiere a ceremoniales y postureos colaterales de las exposiciones que llenan las agendas culturales de todas las capitales de Occidente. Estoy persuadido de que este es uno de los motivos principales que colocó al filme sueco The square (2017) de Ruben Östlund como favorito casi unánime al Oscar a mejor película en lengua extranjera. Luego resultó que la chilena Una mujer fantástica (2017) se llevó el gato al agua, pero la expectación y el ansia del público por hacerse con nuevos argumentos para remachar sus ideas sobre la pedantería del mundo artístico, ya estaban ahí. Eso sí, en Cannes arrasó, gracias a un público predispuesto a entusiasmarse con este tipo de crónicas críticas de la actualidad.

La película consigue parcialmente este objetivo más mediático (el de satirizar con más o menos escarnio los rituales del arte contemporáneo). Sin embargo, detecto al menos otros dos propósitos críticos complementarios de los que no puedo decir que estén resueltos del todo (no al menos al estilo más clásico en un filme que aspira a públicos amplios): el primero trata de medir la pertinencia/coherencia entre la significación de la obra de arte --en este caso la que da título a la película, de una simplicidad casi insolente, del estilo de Arte (1994), el éxito teatral de Yasmina Reza-- y la realidad que designa (material, pero sobre todo política y social), y sobre la enorme distancia que separa ambos componentes, pero también acerca de indudable la capacidad de esa misma interpretación de proporcionarnos un marco mental desde el que (re)plantearnos determinados principios y normas. El segundo traslada con decreciente eficacia y contundencia esa supuesta significación a situaciones de la vida cotidiana, protagonizadas y sobrellevadas con humor, sarcasmo y extrañeza por el mismo comisario del museo que trata de convencer a todo el mundo de la lógica inherente y del valor de "The square".



Formulado de esta manera tan abstracta, la película parece bastante más opaca y compleja de lo que en realidad es; lo que sucede es que a medida que pasan los minutos las incógnitas se desparraman, algunos hitos intermedios se dejan sin resolver y uno ya no sabe en cuál de los tres objetivos centrarse. Quizá últimamente necesite un cine más obvio de lo que hasta ahora estaba acostumbrado (y que se me pierdan detalles sutiles, aun así importantes), o puede que haya afilado al máximo mi capacidad de análisis crítico (y escrute la película desde un punto de vista excesivamente narrativo), la cosa es que fui perdiendo interés y, a pesar del planteamiento tan ambicioso y bien esbozado de principio, no acabé de encontrar el cierre meritorio.

Eso sí, por el camino quedan algunas escenas altamente críticas y bien diseñadas: el speech previo al pica pica en la inauguración de una exposición; las entrevistas y debates en los que participa el protagonista, con su inevitable aura de pretenciosidad y las reacciones del público ante situaciones incómodas; la ridícula y divertida chaladura poscoital a costa de un preservativo usado (incluyendo un detalle previo, surreal, genial y tremendamente inquietante) y, especialmente, la performance simiesca en una cena de gala que pone a un público que se considera culto y refinado al límite de su propia pedantería (de hecho el objetivo es llevarles hasta ese extremo, obligarles a reaccionar). Al menos por estos fogonazos la película habría merecido mejor suerte. En cualquier caso, merece la pena ver The square, aunque sólo sea para completar nuestras opiniones sobre el arte contemporáneo, sus incoherencias y sus virtudes y beneficios. Admito que, por muy sencillo que sea poner en evidencia a este mundillo, no todo es pedantería.


sábado, 10 de marzo de 2018

¿Qué puñetas es el cine? 10. El estilo Posclásico (3)

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético
6. La narración paramétrica
7. El estilo en el cine contemporáneo
8. El estilo Posclásico (1)
9. El estilo Posclásico (2)

El Estilo Posclásico (EP) no es un estilo en sí mismo porque sigue empleando recursos narrativos fundamentales del Estilo Clásico (EC): subtramas al romance heterosexual principal, causas pendientes de los protagonistas, plazos, citas, objetos y situaciones que recuerdan el mundo inicial abandonado por alguno de los protagonistas al principio de la historia, o que representan conflictos internos o no resueltos. Otros recursos, en cambio, los explota de forma mucho más sistemática y creativa, como por ejemplo los ganchos de diálogo (la última línea de diálogo de una escena enlaza directamente con la primera imagen o diálogo de la siguiente) provocando un contraste, un gag o una complicación.

La influencia europea ha dejado su huella en el EP a través de películas que introducen narraciones oblicuas y ambiguas en las que el espectador debe descifrar lo que sucede, o eludiendo informaciones clave que permitan un final inesperado que provoque perplejidad. Esta estrategia ahora no resulta tan sorprendente como en los primeros sesenta, cuando el EC tenía al público acostumbrado a filmes en los que todo era obvio, redundante y sencillo; y donde era obligatorio proporcionar al público las motivaciones y las causas (que se consideraban verdades incuestionables dentro del universo de la historia) antes de que acabara la película. Algunos títulos usaron este recurso narrativo de forma puntual: Danzad, danzad malditos (1969) o Pelulia (1968), mientras que The last movie (1971) o la misma 2001, una odisea espacial (1968) explotaron a conciencia esta táctica de desconcierto deliberado. Ya en los noventa, con un público formado y acostumbrado a la ambigüedad, la autoconsciencia y la reflexividad, el EP pudo exhibir sin problemas de comprensión y/o recepción una fuerte experimentación narrativa basada en la transgresión de las normas del EC: futuros hipotéticos, digresiones, líneas de acción que no llevan a nada, historias contadas hacia atrás, en bucles recursivos o incluso protagonistas de relleno. Eso explica también la tendencia creciente del EP a citar otras películas (como si mencionar otra ficción convirtiera en real el universo del filme en el que se produce esa mención). Es un intento de ganar aplomo, acelerar la identificación del espectador mediante títulos ya conocidos, apuntarse --en definitiva-- a la estela de un título clásico: Psicosis (1960), Centauros del desierto (1956). El abuso de este recurso ha desembocado en la cita como parodia, llegando a convertirse en una parte fundamental de determinados modos de expresión: el éxito de la serie de TV Los Simpsons (1989-...) se debe sin duda a que ha convertido el comentario de la acción en el punto de vista “normal” del narrador. Una audiencia que ha crecido con esta pauta de narrativa desdoblada está preparada para casi todo.



El principal reto del EP ha sido homologar el cine a la literatura contemporánea, incorporar una narración más vanguardista y no perder la atención del público (algo de lo que, en verdad, cierta literatura plúmbea no puede presumir). Además de la influencia de cierto cine europeo, también es necesario mencionar el laboratorio narrativo que fue para el EP la serie de televisión Dimensión desconocida (1959-1964), con la que los cineastas de los setenta y ochenta crecieron, convirtiéndola en referente argumental y formal. Puede que algunos intentos resultaran parcialmente fallidos, como Extraños en el paraíso (1983) de Jarmusch, Slacker (1991) de Linktater u ¡Olvídate de mí! (2004) de Gondry; pero hubo otros que sí lograron consagrar este modo de narrar: House of games (1987), Pulp fiction (1994), Sospechosos habituales (1995), El sexto sentido (1999), The game (1997), El club de la lucha (1999), ¿En qué piensan las mujeres? (2000) y que culmina con Memento (2000). En la primera parte de estas películas se suele presentar un universo objetivo y sin fisuras, y en el que poco a poco se van introduciendo lagunas de conocimiento (la narración retiene deliberadamente cierta información) que pueden llegar a transformar todo lo visto en una farsa o un tremendo engaño que deja perplejo al espectador en los minutos finales. Pero tanta innovación es peligrosa: se puede perder a buena parte del público por el camino, así que para contrarrestarla, el EP emplea la misma solución que el EC (y por eso Bordwell considera el EP sólo como una extensibilidad del EC): la redundancia explicativa es directamente proporcional a la complejidad del recurso elegido para servir de pauta a la narración. En eso el EP se desmarca totalmente del estilo de arte y ensayo europeo que le sirvió de inspiración, ya que Bergman, Godard, Fellini y compañía apostaron por todo lo contrario: reducir considerablemente la dosis de redundancia respecto al EC y provocar así un cierto extrañamiento argumental. El objetivo del EP es que el espectador se involucre de manera que tenga que revisar mentalmente escenas ya vistas para encontrar claves que reexpliquen lo visto hasta ese momento. Es una labor en las antípodas de la pasividad y la comodidad que caracterizan al EC, y en la que, a menudo, la aprobación o el rechazo del filme dependen del grado de participación activa que se le ha exigido al espectador para su descifrado.



El EP apuesta explícitamente por tres géneros: ciencia ficción, fantasía y suspense. Una elección que no es gratuita ni aleatoria, sino que responde al objetivo general de potenciar la espectacularidad: permiten un montaje más agresivo y de alta respuesta sensorial, primeros planos, grandes angulares, movimientos de cámara, montaje rápido, planos cercanos frecuentes, movimientos de grúa... Pero todo ello sin modificar en lo básico el núcleo del EC: anclaje de la línea de la mirada y el eje de la acción. Esto ahonda también en la consideración de que el EP es un añadido decorativo y expresivo antes que una serie de recursos fundamentales formando un sistema: Bullit (1968), El diablo sobre ruedas (1971), Contra el imperio de la droga (1971), Los implacables, patrulla especial (1973), En busca del arca perdida (1981), Terminator (1984), Los inmortales (1986). Estos recursos caracterizan la continuidad intensificada del EP, y se han convertido incluso en la seña de identidad de algunos cineastas, independientemente del género que rueden: Oliver Stone, los hermanos Coen, Sam Raimi, Spike Lee...

La espectacularidad ha alcanzado unos niveles de eficacia tan elevados que los tres géneros mencionados han acabado engullidos por efectos especiales y una narración que se comenta a sí misma hasta resultar excesivamente autoparódica. En el extremo opuesto, encontramos el filme académico, que se ocupa de ahondar en las contradicciones del capitalismo o en la crisis de la masculinidad y se ve casi obligado a experimentar con la narración. Sin embargo, hay que advertir que espectáculo y narratividad no son conceptos excluyentes, porque una escena de acción puede hacer avanzar los objetivos de los protagonistas, o incrementar su conocimiento sobre ellos; el problema es cuando ninguno de estos recursos enriquece la acción principal, sino que se expanden hasta el infinito sin alinearse apenas con el argumento. Las películas de Jackie Chan y buena parte del cine de acción de Hong Kong son ejemplos perfectos de este uso perverso de la acción sin narración.


(continuará)


sábado, 3 de marzo de 2018

Una rabona magistral a cualquier pasado adolescente (Lady Bird)

«Cuando eres adolescente [...] tu vida está organizada en torno a años académicos. Primero, segundo, tercero, cuarto... Siempre parece tener sentido contar la historia de todo un curso. Los rituales propios, la circularidad. El modo en que acabamos donde empezamos. Es una espiral ascendente. El último año de instituto arde con intensidad y desaparece tan rápido como ha emergido. Hay una cierta intensidad especial en los mundos que llegan a su fin. Hay un sentimiento anticipado de pérdida, de "últimos". Es así tanto para padres como para hijos. Es algo bello que nunca antes habías apreciado y que termina justo cuando por fin lo entiendes. El modo en que el tiempo se escapa es un tema central de la película, con cada escena precipitándose sobre la siguiente. No podemos detenerlo» (Greta Gerwig, 2017).

No es la primera cineasta que se inspira en su adolescencia para expresar su creatividad, que ajusta cuentas con ella, que la maquilla, que le añade deseos no verbalizados entonces, que le quita las partes más inconfesables, que la echa de menos porque ya no puede regresar. Sin embargo, Greta Gerwig ha compuesto una evocación cinematográfica armoniosa, equilibrada, fresca, no absolutamente nueva, pero sí adorable, sensible y, sobre todo, muy, muy divertida. Se me acaban los adjetivos para poner por las nubes el cine de Greta Gerwig, mi auténtico fetiche cinematográfico --en todos los sentidos-- de este final de década. Lady Bird (2017) es su primera película escrita y dirigida íntegramente (después de diversos trabajos como actriz y de haber velado las armas de la creatividad con Noah Baumbach), y merecería todos los Oscar a los que aspira su película (incluido el de actriz protagonista para Saoirse Ronan), pero yo me conformaré con el reconocimiento inequívoco que supondría un aislado premio a la mejor dirección.



La película (y el avance que inserto) comienza con una definición difícilmente superable de la relación entre una madre y una hija, en la línea de la verdad fundamental sobre el fin de la infancia que lograba concretar en imágenes la escena final de Toy story 3 (2010). Es todo: el arranque de la historia, la situación, los diálogos que dibujan en cuatro líneas a cada personaje y, por encima de todo, el desenlace desopilantemente demoledor de la escena. Una declaración de principios universal que ya forma parte de mi antología personal de momentos cenitales absolutos.

Lo que viene después es una historia que nos suena de infinidad de filmes previos: ese impulso genético que nos lleva a desear formarnos como adultos lejos de nuestros padres, porque llega un momento en que todo lo que representan nos agobia hasta tal punto que (como hace Lady Bird/Christine en la película) nos inventamos un nombre para sustituir al que nos impusieron al nacer (y que únicamente recuperará cuando ya no los tiene cerca). La película se devora sin aliento, entre constantes carcajadas provocadas por milimétricos diálogos y la ausencia total de planos de situación y tiempos muertos. Todo lo llena una veloz sucesión de postales que explotan momentos bien conocidos por toda mujer que haya superado la adolescencia y la influencia incrementalmente cargante de una madre bienintencionada pero incapaz de conectar con su hija. Tras esa considerable velocidad narrativa quiero pensar que se encuentra la beneficiosa influencia de mi también admirado Baumbach.

El final --previsible por la propia estructura de la película, pero anhelado porque a esas alturas estamos atrapados por el raro encanto de Christine-- enlaza directamente, en la mejor tradición de los easter eggs (entendidos aquí como relatos construidos a base de cruzar diferentes películas de una misma filmografía), con el principio de Mistress America (2015) y con Frances Ha (2012): la primera empezaría donde lo deja Lady Bird y la segunda podría tomarse como la exploración de una de las posibles opciones de maduración precoz de la neoyorquina adoptiva que interpreta los tres filmes.

Como decía Jean Renoir, en una definición que prefigura sin duda el fenómeno fan fiction, sabes que te ha gustado una película porque quieres saber de los protagonistas más allá del final de la historia que cuenta. En mi caso, confieso que salí de la sala completamente lúcido, con los sentidos afilados, incrementados, preparados para rozar nuevamente esa revelación vital que explicará mi vida, lo que he sido y en lo que me he convertido. Sin duda, películas como Lady Bird hacen mejores a cierta clase de personas...