sábado, 21 de junio de 2025

El cine que devora la realidad (cuando lo está haciendo la heroína) (Arrebato)

Arrebato (1979) es una película convertida desde hace más de dos décadas (concretamente desde un lanzamiento en DVD que buscaba descaradamente generar un aura de malditismo apenas reconocible) en filme de culto al estilo anglosajón, rareza única e inclasificable y obra maestra incomprendida en su tiempo. Una operación de mercadotecnia excesivamente ambiciosa (la película apenas cumple uno de los tres requisitos) que sirviera de paso para reivindicar a un cineasta de carrera irregular e incipiente (Iván Zulueta), a la vez que incorporaba elementos complejos y metafísicos a la critica de un argumento que apenas se reconoce a lo largo de la película. La cosa funcionó, porque desde entonces acapara elogios desmedidos y primeros puestos en listas de mejores títulos del cine español. La última el mes pasado, donde todo eran elogios formales y declaraciones de vigencia artística y cultural a partes iguales. Rodada en los primeros años de democracia, con el país inmerso en ese aura --en realidad, entonces nadie lo percibía así, es algo que hemos añadido después, en nuestras cada vez más nostálgicas evocaciones-- inefable que creemos percibir nada más despertar de un letargo, trasplantados a una realidad amputada donde, aun así, la mayoría asume que todas las opciones son posibles, las capacidades permanecen intactas y la libertad aún no ha sido corrompida. Los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia --especialmente en el relato del cine español-- se han mitificado desde el punto de vista ideológico y artístico; y aunque haya producido algunos títulos fascinantes que no podemos explicar si no es por la incertidumbre y la esperanza de aquellos años, lo cierto es que hay más de sublimación que de análisis y de calidad fílmica. Eso no quita que muchas películas se hicieran con la convicción de que todo sería nuevo, empezando por el punto de vista, incluso el estilo, tendrían una frescura inédita, revolucionaria. Las ganas tremendas de hacer algo suplían las carencias y todas las dificultades; no había sitio para la censura o el rechazo moral (ni de crítica ni de juicio) porque eran unos años de vacío de poder y la creatividad sin complejos llenaba espacios donde casi nunca suele dejarse ver.

Iván Zulueta creció marinado en cine (su padre fue director del Festival de San Sebastián) y podría haber dado buenas películas si hubiera tenido tiempo de madurar su estilo. Y si no se hubiera cruzado la heroína en su camino. Los dos únicos largometrajes que dirigió --Un, dos, tres... al escondite inglés (1970) y Arrebato-- apuntan unas primeras intuiciones sobre el tiempo cinematográfico que quizá se habría modulado con mejores guiones. La cosa es que el cine no acabó de centrar su atención, y prefirió dedicarse al diseño gráfico (es autor de numerosos carteles de películas españolas, incluyendo los primeros títulos de Almodóvar), puesto que, cuando falleció en 2009, hacía treinta años de su último largometraje, y en ese tiempo sólo colaboró en dos series de televisión (y fue a final de los ochenta y principios de los noventa). Así que no cabe lamentar un genio ahogado por la industria, o un cineasta incomprendido; si acaso lastrado por la falta de oportunidades. Por los motivos que sea, Zulueta no se dedicó ni a dirigir ni a escribir después de una obra singular e inclasificable que ha sido tasada bastante por encima de su valor real (quizá más por el deseo de alimentar una determinada imagen subversiva y, a la vez, vanguardista, del cine español de la transición, ciertamente no mayoritaria).


Arrebato se inscribe en esa larga lista de filmes protagonizados por cineastas en crisis creativa (y vital también), individuos controvertidos en los que confluyen la modernidad y la crisis ideológica y existencial de su tiempo. Fellini 8½ (1963) es quizá su referente más cercano: no por el estilo, pero sí porque ambos títulos abordan el bloqueo artístico desde un esquema narrativo no convencional, un recurso que refuerza el extrañamiento del mundo y que se ha convertido en un binomio recurrente en determinado cine introspectivo. El del cineasta como uno de los más penetrantes analistas de su tiempo, dotado como pocos para balizar el territorio que pisamos, señalar errores y marcar tendencias de futuro. Gente insoportable e insufrible como el Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) y el José Sirgado (Eusebio Poncela) de Zulueta.

Sin embargo, el guión de Zulueta --inicialmente concebido como un corto-- no acaba de encontrar un hilo narrativo que ayude al espectador a comprender sus objetivos ni sus métodos. Los dos primeros tercios son una mera sucesión de escenas donde a los diferentes actores y actrices del reparto se les permite erigirse en el único interés dramático o humorístico de la escena; los personajes se caracterizan a partir de situaciones límite, comportamientos erráticos que pretenden resultar enigmáticos y un gusto nada atenuado por lo extremo, lo polémico y lo incipientemente terrorífico. Sólo hacia el final, cuando la narración consigue centrarse que un leitmotiv hasta entonces apenas concretado, se desarrolla la idea central de un filme sin centro de gravedad, esta vez sí, incrementalmente dosificado y permitiendo (esta vez también) anticipar sucesos. El hecho de que esa anécdota tenga que ver con el dispositivo técnico del cine ha sido el único asidero de cierta crítica para reivindicar la película como una investigación sobre la ontología fílmica. Apenas hay un planteamiento que busque encajar esta audaz idea del medio cinematográfico en una escena, excepto la última, la que cierra el filme: el cine devora --mata-- la realidad. Una una sinécdoque que intercambia la heroína por el cine, los dos ejes de la vida de Zulueta por aquel entonces. Porque el verdadero problema de José Sirgado y de Pedro (Will More) es que la heroína está devorando sus vidas (los pinchazos no la hacen más tolerable), su creatividad (la droga no la expande, como pueden pensar ellos) y, por supuesto, su percepción de la realidad. El misterioso comportamiento de la cámara de Pedro y los extraños signos que se intercalan en el metraje son probablemente las únicas licencias que podrían hacer más interesante una historia que avanza a trompicones, más parecida a un esbozo si pulir de Serie B que de una película intrigante como La señal (The ring) (2002).

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