Laura Carreira (n. 1994) pertenece a las últimas hornadas de la generación milenial, la que consolidó las estancias Erasmus como quintaesencia de la felicidad juvenil, un anticipo de independencia vital y alicientes de ocio, relaciones, viajes... Y todo con la seguridad que proporcionaba la seguridad económica familiar. Establecerse en otro país (casi siempre occidental en aquellos primeros años) se convirtió de pronto en una buena opción para medir el éxito vital. La gran ironía de esta generación fue descubrir que, si eliminamos todos los comodines que hacen atractivo el plan, sólo quedan trabajos casi siempre precarios.
On falling (2024) es, antes que nada, un filme-testimonio inspirado en su propia biografía (Carreira estuvo trabajando en Escocia más o menos en las mismas condiciones que explica la película), ampliada con un importante trabajo de documentación (entrevistó a otros pickers como ella, para obtener una mayor perspectiva del tema). De esas experiencias se deriva un posicionamiento político que aflora inevitablemente al primer plano de la historia. No es una revelación (puesto que estamos sobradamente informados sobre las lamentables condiciones de explotación de los gigantes del comercio electrónico), pero sí una advertencia, una toma de conciencia, casi un signo de los tiempos. Méritos que hicieron que Ken Loach --un veterano y casi último representante del cine político junto con Guédiguian-- se fijara en el guión y decidiera producirlo. La diferencia es que esta vez el contenido político no se centra en la reivindicación de un proyecto fracasado y/o derrotado injustamente, ni siquiera un posicionamiento crítico o una llamada a la acción (Loach era un maestro en trasponer en imágenes todas estas abstracciones ideológicas en un estilo directo, sencillo y humano); en On falling el ambiente social y laboral en el que se mueven los personajes se convierte, sin necesidad de enfatizarlo ni dramatizarlo, en toda una denuncia política. Esta es la diferencia fundamental respecto al (escaso) cine político que se hacía hasta ahora: las historias se desarrollan en un mundo marcado por un tardocapitalismo neofeudal que nadie cuestiona ni tratar de derribar, tan sólo encontrar una grieta para escapar o hacerse millonario de la noche a la mañana.
Carreira sumerge su historia en esa explotación laboral sin apenas contestación, centrándose en las consecuencias anímicas y mentales sobre las personas: la disolución de los vínculos sociales, la soledad forzada (cuya representación canónica es el acto de comer a solas con el cubierto en una mano y el móvil en otra. Uno de los iconos que definen estos tiempos) y la incomunicación que imponen las pantallas. Un panorama desolador donde se pierden las habilidades sociales para abrirse a otras personas. Y más vale intentarlo a pesar de las dificultades y las pocas ganas (como hace la protagonista de la película), porque la alternativa es una soledad afásica. Carreira documenta el proceso con una narración sin apenas contenido (en el sentido de sucesos, de cosas que hacer) y una acumulación de escenas con apenas variaciones que resultan demoledoras. Un prometedor debut en el largometraje.
Precisamente hace unos días, Jordi Costa hacía un balance de los atributos que caracterizaban el nuevo cine político. De él extraigo una primera y reveladora seña de identidad: no posee ninguna conexión ideológica con el género cinematográfico que conoció su esplendor en el último tercio del siglo XX; es más bien una respuesta a las inquietudes de una generación que ha despertado del sueño y se encuentra atrapada en mundo que ha sido creado para otros. Este nuevo cine político renuncia a intervenir o influir en las condiciones del modo de producción; en su lugar busca nichos donde la presión del rendimiento no sea la norma y se permita la expresión de los deseos. Más allá de la mezcla de compromiso y acción que propone Hollywood (nueva ironía: es la ola de populismo ignorante, desequilibrado y ridículo que lidera Trump la que la conseguido activarlo), el cine independiente como el de Carreira se esfuerza por ofrecer un mensaje esperanzador que nos mantenga cuerdos y cohesionados como grupo. Una ironía más para terminar: fue Franco Solinas --coguionista, entre otras, de La batalla de Argel (1966)-- quien acuñó sin saberlo la que sería la clave que define este nuevo cine político: toda disidencia necesita pactar con el mercado para sobrevivir y comunicar. Mi generación no admitió esto hasta que no logró poder adquisitivo y estabilidad, en cambio los últimos milenials y los Z lo han asumido mucho antes. Espero que el futuro les quite la razón...

No hay comentarios:
Publicar un comentario