Queda claro después de ver Un verano en la Provenza (2007) que hace falta invertir una gran cantidad de energía personal en recuperar humana y socialmente a un auténtico gilipollas que ejerce su papel con total convicción; si a eso añadimos que existe un alto riesgo de que esa energía se dilapide es seguro que casi nadie se molestará en intentarlo. Esta película demuestra (quizá inadvertidamente) que hace falta energía y una improbable conjunción de circunstancias favorables: que tengas una madre que se adaptaría incluso a la vida en Plutón, que la chica que te gusta esté lo bastante zumbada como para acompañarte en un verano sin alicientes, que tu hermano sea una persona aún más incompleta que tú, que tu padre sea un troglodita y un tirano, pero sobre todo que encuentres un mundo --las zonas rurales escasamente pobladas en este caso-- que acabe moldeando tu personalidad con sus rutinas informales y sencillas, y finalmente te convierta en un ser humano aceptable. Demasiados requisitos para ser cierto.
Eric Guirado afirma que ha conseguido con Un verano en la Provenza --su segundo largometraje-- dar salida a una serie de ideas que llevaba madurando hace años, desde sus tiempos como documentalista de oficios rurales al borde de la extinción; en este sentido se nota que conoce perfectamente el terreno que pisa. Donde resbala un poco es en la superposición de la necesaria capa de ficción que sirva de hilo conductor al retrato de ese mundo (Antoine, acompañado de la encantadora Claire, una chica que a sus 26 años aún prepara la selectividad, se hace cargo a regañadientes del colmado ambulante de su padre, víctima de una crisis cardiaca). Un punto de partida tan convencional no es el problema, pues el argumento podría ser muy diferente y la película funcionaría como lo hace; lo que defrauda es que todo el enredo y la evolución de los personajes son demasiado previsibles: sabemos de antemano cuál será el proceso y las fases por las que pasará Antoine (al principio hace su trabajo de mala gana, y eso se refleja en la tirantez con sus clientes; luego Claire le dará un empujoncito creativo (y algo más), y por último --como también era de esperar-- el día a día en el trato con la gente acaba transformándole). El resultado no es ninguna sorpresa: Antoine y, por extensión, su desestructurada familia salen modificados de la experiencia. Todo se ve venir menos el final, un auténtico coitus interruptus, tan radical que los créditos deben asumir la tarea de cerrar mínimamente las diferentes tramas. Aquí Guirado confunde un final abierto para evitar caer en tópicos románticos y buenistas con un final inexistente que despista y deja mal sabor de boca.
Lo mejor de la historia es la forma en que Guirado da cuenta de la transformación interior del protagonista: ésta se hace evidente en cuanto empieza a tocar a la gente. Antoine, a fuerza de tratar con sus clientes, acaba estableciendo vínculos afectivos con ellos, algo para lo que parecía incapacitado. Así, agarra del brazo a una viejecita mientras la acompaña a su casa con la compra; o abraza al viejito solitario después de arreglarle el gallinero y compartir con él una copita de aguardiente. Todos esos momentos provocan que Antoine deje de ser un atontado que resbala por la vida sin más contactos que los estrictamente necesarios (los visuales). «Que se toque la gente» (Sabina dixit) sería la conclusión que uno saca de todo esto, tomada como un imperativo y no como mero deseo bienintencionado; una práctica que no hay que perder ante la amenaza de la profecía Huxley-Houellebecq (el que quiera saber más que lea sus libros).
En definitiva, no se trata de una película especialmente emotiva, aunque tampoco resulta cargante; simplemente se deja ver, y precisamente su previsibilidad permite reflexionar acerca de estos y otros temas mientras se disfruta de ella: las relaciones familiares, el despiste generacional, el deseo inalcanzable viviendo justo al lado, la generosidad como opción por defecto... Una película mejor hecha y más absorbente lo hubiera impedido.
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