El problema de una narración no irónica ni paródica, que se aferra --a pesar de los inconvenientes que genera-- a un estilo neutral, es que provoca una ambigüedad no deseada, lastrando la impresión final del espectador. La famosa equidistancia es, en contra de la opinión de una mayoría que aún cree en la posibilidad de la objetividad como criterio de actuación política, ética o artística, una pésima elección para narrar. Tanto o más problemático que el sarcasmo sangrante es un punto de vista respetuoso y aparentemente realista, limitado a lo verosímil o, en todo caso, supeditado a los requisitos de la historia, porque ni uno ni otro resultan convincentes en un drama. En cada diálogo, en cada gesto, en cada vuelta inesperada del argumento, el espectador cree ver una carga de profundidad no declarada, una significación excesivamente elaborada que no se sostiene tras un primer análisis guiado por el sentido común.
Camino (2008) de Javier Fesser es un filme exasperantemente equidistante que no sé si es fruto de la cobardía (para evitar reacciones extracinematográficas), la convicción ética o una grave impotencia creativa: si lo juzgamos desde el punto de vista del posicionamiento narrativo, es un completo fracaso; en cambio, si el criterio es medir la eficacia con que esa equidistancia se ha traducido en una construcción dramática sólida y coherente, hay que quitarse el sombrero, puesto que la película de Fesser no deja ni un solo resquicio que permita inclinar la balanza hacia el testimonio más sentido y sincero o la ironía más sutil y demoledora.
Sencillamente, no me creo que Fesser pretendiera hacer un filme para homenajear a Alexia González Barros (una gran Nerea Camacho interpreta al personaje basado en ella), limitándose a destacar su entereza y sacrificio durante su penosa enfermedad. No me creo que fuera capaz de rodar un filme que --sin necesidad de énfasis dramático o argumental-- transcurre, sin aparente conflicto ni contradicción, en el lado más rancio e indefendible de la ideología que exhibe el Opus Dei. Y, finalmente, no me creo que, además del propio filme y las reacciones de público y crítica que pudiera suscitar en el momento del estreno, toda la información adicional y colateral en los medios de comunicación pudiera estar tan descaradamente marcada por la misma equidistancia que exhibe la película (basta echar un vistazo a las hemerotecas digitales). No me lo creo porque la filmografía de Javier Fesser no tiende precisamente hacia el conservadurismo o un implícito sentido religioso de la existencia; al contrario, y además respeto mucho su competencia técnica y narrativa. No me lo creo y no me lo creo. No y no.
Precisamente por el exasperante uso neutral de la narración, por poco que se implique uno en el argumento, salta a la vista el abismo que media entre las palabras y los actos, entre el arcaico estilo de vida y el ambiente ultracatólico del Opus Dei que encarna la madre de Camino (interpretada por Carme Elías) y la realidad del mundo en el que se ambienta la historia (el año 2005, y no 1985, que es cuando sucedieron los hechos en los que se basa el guión), representado por el padre (interpretado por Mariano Venancio), menos ferviente y más escéptico acerca de la eficacia y bondad de tanto rezo y beatería. Es imposible que un católico --menos ortodoxo y no necesariamente practicante-- pase por alto el respeto con que Fesser retrata a la niña protagonista, sus aspiraciones y deseos (completamente normales para su edad), así como la sutil y no inverosímil forma que tiene su madre de manipularlos. Está ahí, no hay más que ver la película para comprobarlo. La madre de Camino es, quizá, la elección más enfatizada y menos gratuita de toda la película, pero la narración siempre se las arregla, justo después de haber lanzado su carga crítica, para justificar esa actitud debido a sus intachables creencias personales y maternales. Como padres, siempre actuamos de buena fe, así que cualquier exceso es atribuible a la pasión que ponemos en nuestras decisiones, por muy equivocadas que luego parezcan.
Pero lo que no me creo bajo ninguna circunstancia es el significado último del montaje alterno final: la película empieza con una escena que, al final, se convierte en una de las dos líneas narrativas del montaje alterno; solo que, contrapunteada por una segunda (deliberadamente oculta y dispersa a lo largo del filme), añade a la primera un sentido muy diferente al que le damos al comienzo. Es imposible que esa construcción dramática no despeje las dudas que cualquier escéptico pueda albertgar todavía acerca del objetivo último del filme. Fesser declarará lo que quiera sobre su intención de ser respetuoso con un suceso duro y doloroso, que únicamente pretendía ofrecer un testimonio bienintencionado, pero la forma de darle la vuelta a cada palabra de Camino en su agonía final expresa mucho más de lo que da a entender el resto de la película y las propias declaraciones del cineasta. Aun así, este final confirma mi respeto hacia Fesser como director; sin embargo, como guionista, no sé si es un cobarde, un ingenuo, un ignorante o una persona extremadamente inteligente. Exactamente la misma clase de incertidumbre que me queda acerca del mérito cinematográfico de Camino.
¿Qué es lo que creo que ha pasado? Pues que Fesser se ha cubierto las espaldas con un filme milimétricamente diseñado en el que cualquier atisbo de crítica queda convenientemente puesta en cuarentena debido a las circunstancias concretas del argumento, o relativizada por la instancia que en cada momento sostiene la narración (el sueño de una niña, el sufrimiento impotente de un padre, el sesgado e ingenuo punto de vista de una adolescente, la beatífica intención de un sacerdote). No creo que el sufrimiento de una niña sea suficiente para desviar la atención hacia la parte oculta de una crítica que aflora por la propia naturaleza de los hechos y que el filme --aun así-- elude sistemáticamente: el entorno fundamentalista de una ideología religiosa que anula la personalidad, perpetúa la desigualdad y manipula el dolor ajeno en beneficio de una oligarquía que se define como humilde servidora de su dios. No me creo que este complicado mecanismo de protección se haya levantado únicamente por miedo a las reacciones de una poderosísima institución, sino más bien como parte de un reto cinematográfico más amplio que, con la excusa de contar la crónica impecable de un drama humano, ponga en imágenes lo que en libros, prensa o en cualquier otro medio no se puede exponer críticamente sin arriesgarse a indisponerse con un complejo político-espiritual cuya principal seña de identidad es la opacidad, precisamente la razón por la que despierta tanto temor y recelo. Eso es lo que creo.
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