lunes, 19 de mayo de 2014

¿Qué puñetas es el cine? 4. La narración de arte y ensayo

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico


En Vacío perfecto (1971) Stanislaw Lem propone un juego literario de primer orden al escribir una serie de reseñas de libros inexistentes e imposibles de escribir. Uno de ellos es Nada o la consecuencia, una supuesta novela que lleva al colapso y al absurdo el famoso grado cero de Barthes, ya que está hecha enteramente de oraciones negativas yuxtapuestas y en aparente desconexión causal unas de otras: la novela arranca con dos frases banales que niegan sendos sucesos previstos --«Él no vino. El tren no ha llegado»--, un recurso habitual para captar la atención del lector sobre algo que no ha tenido lugar pero que, por el mero hecho de mencionarlo, ofrece cierta información tangencial (alguien esperaba la llegada de alguien en tren). A medida que avanza el texto, cada negación reduce un poco más el ámbito de realidad al que podría referirse el relato; hasta alcanzar su objetivo final: hacer imposible la existencia de un contenido (no hay historia) a través de una forma narrativa que sí es real (el relato) y que, paradójicamente, lo niega.

Lem propone una incoherencia lógica sólo representable a través de su reseña ficticia: imaginar una novela escrita en su totalidad mediante un único recurso del relato. Es algo imposible porque --desde el punto de vista narrativo-- la definición de recurso está contenida en la de relato, y no se puede invertir esa relación sin quebrar su valor de verdad como proposición analítica; en cambio, sí se puede hablar de un supuesto libro que encadena negaciones una tras otra mediante otro texto que lo cita tangencialmente (igual que no se puede mostrar un nuevo color primario pero sí escribir sobre su supuesto descubrimiento). En eso consiste la genialidad de Lem; de eso va el cine de arte y ensayo y su modo de narración: de una negación del relato que se expresa, paradójicamente, mediante un relato y de las posibilidades de contar una historia con información escasa, manipulada, contradictoria y/o poco fiable.

Durante los años sesenta y setenta del siglo XX se puso de moda la etiqueta de cine de arte y ensayo para referirse a filmes crípticos, vanguardistas o novedosos en cuanto a su combinación de forma y contenido. Al principio parecía que gracias a este nuevo estilo, el cine se homologaba a la literatura más innovadora, pero el espejismo duró poco: llegaron los ochenta y las películas se supone que debían alinearse con la rentabilidad que exhibían entonces los mercados financieros, así que la etiqueta perdió su valor y pasó a designar un cine pasado de moda, espeso, lento, plúmbeo, pedante y/o minoritario, restos de una militancia política y estética izquierdosas, caducas y a contracorriente de los gustos comerciales del momento.

Y sin embargo, el cine de arte y ensayo es algo más que eso, es un estilo cinematográfico que amplió las posibilidades narrativas del Estilo Clásico hollywoodense (EC), ahondando en sus prohibiciones, explorando recursos infrautilizados, dando la vuelta a otros (tomados en su mayoría del EC, un viejo conocido del espectador), por lo que era plausible aprovechar lo aprendido e ir un poco más allá de la narración lineal y redundante a la que estaba acostumbrado el público. Para saber de qué estamos hablando, ahí van algunos títulos clave del estilo que David Bordwell denomina internacional de arte y ensayo (IAE): Senso (1954), Fresas salvajes (1957), Hiroshima mon amour (1959), Ocho y medio (1963), El desierto rojo (1964), El conformista (1970), La estrategia de la araña (1970), Muerte en Venecia (1971), Novecento (1976)... y algunos más que mencionaré más adelante.

El IAE asume buena parte del EC, al que sucedió en el tiempo, y del cual es una prolongación en el sentido termodinámico del principio de comunicabilidad (si el EC no hubiera existido el IAE tampoco o tendría otras características): para empezar, es bastante menos redundante, aprovecha las posibilidades narrativas que ofrecen las supresiones (sistemáticas o no) y los personajes no están tan motivados sicológica ni genéricamente. Aunque la época dorada del IAE abarca desde 1957 hasta 1969, existen precedentes en el cine mudo --El gabinete del doctor Caligari (1920)--, o también algunos fragmentos de Abel Gance; incluso se puede rastrear su influencia en cineastas contemporáneos como Lars von Trier.

De los tres sistemas fundamentales del EC, el IAE incorpora tres esquemas procesales al de tiempo fílmico:

1. Realismo «objetivo»: basado en recursos de la literatura del primer tercio del siglo XX, no se sustenta en la causalidad de los acontecimientos ni en la motivación; el tema principal es la imposibilidad de conocer el mundo real y la indeterminación de la sicología humana. La imprecisión y/o ausencia de causas y efectos sitúa en primer plano la dimensión simbólica de las imágenes, los encuadres y el punto de vista.

2. Realismo «expresivo»: la supresión y las lagunas informativas debilitan la dimensión causal del relato, así como la ausencia de objetivos intermedios o plazos impide al espectador adelantar acontecimientos. El realismo es, ante todo, un punto de vista del personaje, que suele ser testigo de los acontecimientos del filme, por lo que los sucesos mostrados tienden a adquirir una carga simbólica (casi siempre atribuidos a posteriori por la crítica especializada). Disección de sentimientos, revelación de sucesos previos, estados mentales, recuerdos, restricción del acceso a la historia por parte del los personajes... son recursos del relato habituales en el IAE, cuyo efecto inmediato es la dilatación o la ralentización del ritmo narrativo, que se expresan mediante una serie de recursos técnicos (punto de vista óptico, ráfagas visuales o sonoras, pautas de montaje, modulaciones de color o de sonido...). La consecuencia principal del IAE como realismo expresivo respecto al espectador es que la narración se hace menos fiable; ya no sabe si es sueño, realidad, pasado, presente, pista falsa, futuro o posibilidad.

3. Comentario narrativo (autoridad): se produce cuando el acto narrativo ocupa el relato de forma explícita para incorporar información adicional de la historia no motivada por ningún personaje del filme, como si fueran notas al pie; del estilo (mucho menos marcado) de las que incluyó años después Ettore Scola en La noche de Varennes (1982), y que evidencia una instancia narrativa externa y ajena al relato (algo que evitaba el EC a toda costa). Filmes así presentan nexos débiles entre escenas, cortes inesperados, pasajes sobrecargados, presentación de sucesos equívoca, gradual, manipulada o incluso obstaculizada, desorden temporal y, sobre todo, final abierto, codificado desde Los 400 golpes (1959) de Truffaut en una imagen congelada que cerraba el filme. El comentario narrativo es la principal marca de autoría en el IAE, presente de este modo en el filme como un atributo más de su esquema formal. El problema es que no todos los filmes que encajan en el IAE lo hacen con el mismo nivel de sistematicidad.

El ejemplo de La guerra ha terminado (1966) de Alain Resnais es paradigmático respecto al IAE. Empieza facilitando al espectador la pauta intrínseca de transmisión de información que empleará el relato: cualquier imagen o sonido que no pueda relacionarse con una construcción objetiva ajena al personaje debe ser entendida como una anticipación subjetiva del protagonista, auténticos flashforward que anticipan acontecimientos del futuro. De hecho, en contra de todo pronóstico, son pasajes perfectamente marcados en el relato. Lo que sucede es que, para evitar que el espectador, una vez conocida la pauta, se anticipe, introduce flashbacks con las mismas marcas que los saltos adelante, obligándole a cotejar cada vez la información y discernir si cada suceso es del pasado o del futuro. Así de puñetero es el IAE.



Pero precisamente porque su objetivo es la ambigüedad (y porque sólo se apoya en los recursos del sistema temporal), el IAE tiene --al menos sobre el papel-- mucho menos recorrido narrativo que el EC. De hecho, El año pasado en Marienbad (1961), también de Resnais, demuestra sobre el celuloide lo limitado del trayecto: llega un momento en que la ausencia sistemática y deliberada de marcas temporales impide reconstruir la historia, cualquier historia. Se puede hacer el experimento una vez, para darse el gustazo de llegar a la frontera misma de la significación narrativa y demostrar que se puede hacer, pero no puede convertirse en un recurso habitual porque supondría eliminar la historia de la ecuación narrativa. Al igual que sucede con la reseña imaginaria de Lem, películas como ésta poseen el mérito de ser la prueba lógica de que se puede filmar un relato sin historia; estos títulos se convierten en rarezas, piezas de museo, en cita obligada de análisis... Pero poco más. Más allá del principio de comunicabilidad se abre el dominio del cine abstracto de las vanguardias artísticas irracionalistas, donde todo vale porque cada filme es una isla; en el cine narrativo esto sólo es posible como experimentación formal basada en determinadas carencias o paradojas del sistema.

Los recursos preferidos del IAE son: la subjetividad de los personajes, los finales abiertos, la dramaturgia de los encuentros casuales y, especialmente, la ambigüedad esencial del universo narrativo. El IAE es un estilo que requiere mucha atención por parte del espectador, incluso más de un visionado, luchar contra el desaliento ante la imposibilidad de adelantar hipótesis (en este sentido es una impugnación directa, aunque parcial, al EC). Al hacer de la incertidumbre y de la ambigüedad una pauta, la crítica especializada lo tomó en su momento como un juego cognitivo en el que había que rellenar las lagunas con interpretación, una búsqueda (exagerada, desesperada, a veces lunática) de la expresión personal del autor en cada escena. Muy pronto los no-iniciados comprobaron que la cosa se había salido de madre: cuando esos mismos exégetas se lanzaron a hacer lo mismo con el cine clásico, detectando intertextualidad, simbologías, oposiciones y subtextos en ficciones de puro encargo y entretenimiento. Todavía hoy, un buen puñado de escritores cinematográficos no se ha enterado de que este juego no es más que una patética mezcla de elitismo y pedantería disfrazados de erudición y falsa pedagogía...

En pocos años, los especialistas de la interpretación completaron el círculo y decretaron que el autor era, en ocasiones, un intruso que distorsionaba conscientemente la narración y dinamitaba las posibilidades de la causalidad como eje del relato. Incluso las pautas narrativas y el estilo del filme podrían llegar a eclipsar a los acontecimientos narrados (cuando en realidad son los que, paradójicamente, le sirven como medio de expresión). Bordwell cree que, para compensar esta incoherencia, el IAE recurre a la ambigüedad, los indicios contradictorios o las distorsiones sicológicas, de manera que esas anomalías compensen y expliquen la debilidad causal del relato. El problema es que los fanáticos de la interpretación como juego cognitivo han transmitido el convencimiento en buena parte de la crítica posterior de que esto es SIEMPRE un valor añadido en la lectura del filme; casi nadie se plantea que en ocasiones pueda ser mera incapacidad comunicacional del cineasta.

Sin embargo, entre los espectadores de a pie, el IAE es un completo desconocido; y si lo conocieran a la mayoría les parecería un entretenimiento gratuito, muchas veces estéril e incomprensible. El tiempo, en parte, les ha dado la razón: apenas unos pocos títulos aguantarían hoy el reto de un reestreno ante audiencias jóvenes sin que sus hallazgos narrativos pasaran inadvertidos o resultaran grotescos.


(continuará)




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