Ya venía siendo hora de que el cine español se encontrara cómodo explotando argumentos de nuestra realidad sin caer en la tentación de colar experimentos narrativos, reflexiones sobre el estado del mundo y otras perplejidades parecidas. Por no caer, ni siquiera cae en la tentación de ensamblar todos los elementos --por muy disímiles que parezcan-- mediante el clásico romance semisubido de tono, inconveniente, polémico o lo que toque según el momento. O si hay romance que éste no acapare el primer plano ni sea la motivación que justifique escenas y acciones raras, increíbles o risibles. Nada de esto he encontrado en El Niño (2014) de Daniel Monzón, una película de acción y vidas cruzadas perfectamente adaptada al mercado internacional.
De entrada: ¿localismos? Los justos. La película se ambienta en el microclima delictivo que caracteriza la encrucijada geográfica entre España, Gibraltar y África, y sobre él se alza una trama probable con un marcado tono cotidiano, hecho de individuos, no de arquetipos. Además del guión --bien desarrollado, alternando acción y drama interpretativo-- la película se beneficia de un reparto en el que coinciden los tres mejores actores consagrados del cine español actual: Luis Tosar, Sergi López y Eduard Fernández (mi preferido de largo) en papeles que estamos acostumbrados a ver interpretar a estrellas de Hollywood y a los que ellos aportan el aplomo que requiere el género, pero también rasgos más cercanos a nuestra realidad. Mención especial también para la debutante de origen saharahui Mariam Bachir, que se adueña de todas las escenas en las que aparece gracias a su expresividad. El Niño es una buena película que me ha recordado el estilo incrementalmente acelerado de Scorsese en el que la historia se despliega, se acelera y concurre en una gran fanfarria final. Se nota, y mucho, con qué cine se ha alimentado esta nueva generación de cineastas españoles.
Los peros: el más llamativo el ritmo un tanto pausado. El argumento no despega hasta que encajan las diferentes piezas, cuando ya han pasado dos tercios largos de película, a pesar de que el espectador puede anticipar sin esfuerzo cómo confluirá todo al final. El segundo: el retrato de los delincuentes menores, los tiradetes de barrio que delinquen y se meten en líos que les vienen grandes, presentados como jóvenes divertidos, informales y leales que, por el mero hecho de no hacer daño a nadie, parece que no hacen nada malo, excepto buscarse la vida; y por eso parece coherente que mantengan intacto, por debajo de su actitud aprovechada y oportunista, su sueño convencional y tradicional de tener una novia y, por extensión, una vida familiar decente (aunque luego haya un auténtico y necesario baño de realidad). Es la misma impostura populista, ingenua y falsamente progre que ya vimos en Deprisa, deprisa (1981) de Carlos Saura: delincuentes que robaban bancos para pagar el colegio de los hijos o el alquiler. Por ese lado, el cine español no parece que haya evolucionado prácticamente nada.
Con todo, ambos reproches no empañan ni de lejos la buena impresión general del filme, que se disfruta porque está bien hecho y porque está hecho cerca de aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario