Hasta esta entrada estaba convencido de que era Judy Garland quien cantaba La última vez que vi París en la película del mismo título, dirigida por Richard Brooks y basada en una historia de F. Scott Fitzgerald. Al parecer la canción y la película eran las correctas, pero la cantante era Dinah Shore, aunque mi recuerdo --basado en un fragmento muy secundario de Hollywood, Hollywood (1976), la segunda parte del acartonado homenaje/recopilatorio del musical clásico rodado antes de que sus protagonistas desaparecieran-- no lo era. Estoy seguro de que este primer párrafo habría quedado mucho mejor si lo protagonizara Judy Garland, pero yo sigo adelante a por mi objetivo: empezar con un fragmento cinéfilo y, a la vez, evocador de París, la ciudad de la que acabo de regresar por cuarta vez, fascinado por el encanto del 17e Arrondissement (un lugar en el que desde luego no me importaría vivir) y con sendas exposiciones sobre Truffaut y Miyazaki en la retina.
La primera es un homenaje oficial y definitivo --con motivo del 30 aniversario de su muerte-- a la personalidad y a la filmografía del director que cambió radicalmente la percepción que, artística y socialmente, tenemos del cineasta: François Truffaut (1932-1984). Después de él, los directores de cine ya no son asalariados ni técnicos más o menos dotados que se encargan de poner en imágenes un guión escrito por otros (o en el que han colaborado), sino de artistas únicos, individualizables, equiparados en importancia y universo ficcional al escritor o al cantautor. Y es que al director de cine se le considera --desde y gracias a Truffaut-- un autor, un cineasta.
El homenaje de la Cinémathèque française (abierto hasta enero de 2015) abarca la revisión completa en sala de su filmografía, conferencias, publicaciones, itinerarios para escolares y, por descontado, una exhibición de objetos y recuerdos que da cuenta de sus temas recurrentes, filias y fobias, proyectos abortados, su correspondencia con prácticamente toda la élite cultural francesa del momento y una selección de fragmentos de sus películas que son, para unos cuantos (entre los que me incluyo), momentos cenitales absolutos. Nada mal para un muchacho que sufrió maltrato infantil y que fue durante años carne de reformatorio.
Truffaut ha sido --sigue siendo-- mi modelo perfecto de iniciación y de plenitud en el mundo del cine: su cinefilia adolescente desembocó en un trabajo de crítico en la prestigiosa Cahiers du cinéma, en la que sus puntos de vista, el estilo y las lecturas que evoca no reflejan para nada sus carencias durante la etapa escolar (en todo caso las suplió perfectamente como autodidacta). Como crítico, fue de los primeros en reivindicar el cine clásico de Hollywood, que le sirvió de argumento para dar forma a la teoría de autor, cuya influencia sigue vigente --para bien o para mal-- en buena parte de los estudios cinematográficos actuales (aunque los expertos renieguen ahora de ella y apenas le reconozcan una frágil aplicabilidad en el cine popular). Después, cuando Truffaut dio el salto a la dirección, demostró que el cine podía convertirse en ese arte personal (en lugar de un mero producto manufacturado y comercial) que desde entonces viene queriendo ser el cine europeo y, por extensión, lo que solemos denominar por comodidad como cine independiente.
La exposición de Hayao Miyazaki --que se puede visitar hasta el primero de marzo de 2015 en Art Ludique-- es mucho más técnica y especializada: se trata de una selección de 1.300 dibujos que ilustran la forma de trabajar de Miyazaki e Isao Takahata, fundadores del mítico Estudio Ghibli, y que además perfeccionaron un sistema de trabajo --puesto en práctica por primera vez con la serie de animación Heidi (1974)-- que les permitía terminar un episodio en una semana. Esta forma de trabajar a la japonesa se impuso durante décadas como un método definitivo y fue copiado y asumido por todos los estudios de animación del mundo... hasta que la digitalización de los dibujos animados fagocitó todo el ecosistema del género.
La muestra explica cómo se hace un filme de animación artesanal, dibujado a mano: desde la idea, la escritura del guión, la confección del storyboard (la responsabilidad primordial y distintiva del director), hasta la preparación de los innumerables layouts (decorados fijos, así como personajes y objetos en movimiento). Cuando uno comprende los detalles de este proceso y después repasa la filmografía de Miyazaki es imposible no quedar abrumado por la perfección y el nivel de detalle técnico. Para otro día quedan su universo narrativo y su sentido de la ficción desbordante.
La trayectoria cinematográfica de Miyazaki (también se repasan algunos filmes de Takahata) revela cómo en cada título el virtuosismo técnico se incrementaba exponencialmente, compitiendo a veces con la complejidad argumental: espectaculares en lo visual, fantásticos e hipnóticos en lo narrativo. Desde que el Estudio Ghibli se fundó en 1985, los dibujos expuestos revelan la meticulosidad del maestro japonés (incluyendo notas para los aprendices, comentarios secos y bordes para los que lo hacían mal, señalar errores de perspectiva o de fluidez de movimiento, exigir que para cada árbol que apareciera en pantalla se pudiera reconocer de qué especie era, para lo cual, desde La princesa Mononoke (1997), contrató a un especialista exclusivamente para esa tarea), hasta desembocar en sus dos obras maestras absolutas (narrativa, técnica y visualmente): El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004), auténticas capillas sixtinas del género. La exposición revela la trastienda de unas películas artesanas e irrepetibles en el tiempo, que se consumen en dos horas pero que cuesta cuatro años hacerlas. Con todo, entre tanta jerga técnica, aún queda sitio para descubrir la sensibilidad de un artista y sus preferencias temáticas (la aviación, la ecología, la recreación de mundos imposibles, protagonistas femeninas). Un auténtico placer sensorial y mental.
Esta ha sido la última vez que vi París, la última en el momento de escribir esto, aunque espero que no sea la definitiva. Las circunstancias más inesperadas e impensables han permitido que tuviera la oportunidad de visitar dos exposiciones acerca de cineastas que adoro, lo que incrementa aún más la sensación de momento único que he experimentado.
Y finalmente, gracias a mi hija, sin cuya colaboración el viaje no habría sido posible; con la esperanza de que esto compense el tiempo (y mi verborrea pedagógica y de rendido fan) que pasó recorriéndolas conmigo. Confieso que, además de una especie de mala conciencia, existe una razón secretamente egoísta: que los nombres de Truffaut y Miyazaki le suenen como los directores favoritos de su padre, igual que los de John Ford y Alfred Hitchcock me recordarán siempre al mío.
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