jueves, 5 de febrero de 2015

Un drama de su (breve) tiempo (Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia))

Alejandro G. Iñárritu y sus guionistas habituales --
Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo-- saben perfectamente qué hace falta para encandilar al espectador y dejarlo clavado ante la pantalla. Saben que ya no basta con un argumento con tensión incremental y unos personajes sólidos, también hace falta intensidad, fogonazos de drama, buenos diálogos, momentos definitorios, presentar una cierta idea del mundo... Y más cosas: reparto de primeras figuras (reservando secuencias para lucimiento personal de cada uno), un dilema vital y efectos especiales integrados en el drama.

Pues todo y con eso, en este siglo XXI aún hace falta algo más: un plus formal y técnico que asegure que el espectador queda fascinado en caso de que el drama humano no sea suficientemente conmovedor. Hemos visto demasiado cine, casi todas las variantes de casi todas las situaciones y desde casi todos los puntos de vista; demasiadas raciones de sinceridad desbordante, de sufrimiento intolerable, de humor sangrante, de dolorosas paradojas... Nuestro juicio cinematográfico, a estas alturas, es demasiado posmoderno y complejo y se comporta igual que nuestros sentidos ante cualquier estímulo físico placentero: necesitamos incrementar la dosis en la mayoría de los recursos para que provoque el mismo efecto que hace sesenta años. No hemos hecho nada mal, es una simple cuestión de entropía.

Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) es un filme brillante e impactante que se somete a todos estos retos: rodado en un único y falso plano-secuencia en el que apenas se ven las costuras digitales, ha dado con una manera original de retratar un proceso neurótico, y además con una coherencia narrativa casi completa (si no fuera por unas cuantas licencias fantásticas cruciales). En lo formal, se las ingenia para --sin abandonar la toma única-- dar saltos en el tiempo que, de lo contrario, obligarían a la historia a encorsetarse en un espacio y tiempo al estilo clásico. Además, el rodaje sin cortes provoca en el espectador un considerable estrés narrativo: le invade la sensación de que se escapan detalles, debe atender al diálogo y a todos los elementos qe atraviesan la pantalla, por si alguno fuera importante desde el punto de vista de la narración... Esto sí es un problema adquirido: nos han/hemos acostumbrado a un cine monosémico, obvio y anticipatorio, demasiado cómodo de ver. El montaje --cada vez más acelerado, audaz, analítico-- es lo opuesto a la toma larga como recurso: puede dar la sensación de complejidad por la velocidad y la espectacularidad, pero en realidad es un largo corredor que nos lleva de un lado a otro como ratones de laboratorio en un experimento. Cuanto más elaborado y menos ambiguo es el montaje menos posibilidades tenemos de entretenernos en buscar contrapuntos, contradicciones o matices. La toma continua es una apuesta arriesgada que hay que saber administrar, e Iñárritu demuestra su larga experiencia en este aspecto.



Birdman es un filme de su tiempo, que conoce las teclas que hay que tocar en cierto tipo de público, y la consideraría un clásico absoluto si la magnífica idea del cine que propone (falso montaje, efectos, saltos temporales, escenografía, interpretaciones) fuera capaz de armonizarse con una vigosora idea del mundo (una dramaturgia incómoda, sin concesiones técnicas o ideológicas, universal, verosímil y que quebrara expectativas). No es así, porque el argumento, si eliminamos todas las capas técnicas, formales y escenográficas, no es más que una versión contemporánea de la crisis del artista venido a menos, otra disección del mundo despiadado, superficial, falso, ingenuo, pedante e histriónico en el que se mueve la gente del teatro; nada que un filme tan antiguo como Eva al desnudo (1950) acertara diseccionar con total lucidez. No soy tan pedante ni quiero decir que el filme de Joseph L. Mankiewicz sea superior, sólo que en lo argumental pocas novedades aporta Iñárritu. Cada título posee sus méritos, inevitablemente vinculados a su tiempo, pero el de Mankiewicz resulta determinante por el simple hecho de ser anterior (más detalles sobre mi teoría termodinámica del arte aquí).

Claro que los tiempos han cambiado, y que las cosas se expresan y se dicen de otra manera, sin embargo, los personajes clave de Birdman no lo han hecho tanto, son viejos conocidos de la galería de arquetipos humanos del género: actor en crisis creativa y de popularidad, joven intérprete en ascenso borde e histriónico, actriz sin amor propio, abogado al borde del colapso, hija de protagonista desatendida y en desintoxicación... Donde sí luce el trabajo de Iñárritu es en la sucesión de falsos clímax, algunos apasionados alegatos o las escenas impactantes que expresan mucho más de lo que significan. Y sobre todo en la escena central de la película --aunque no la hayas visto no hace falta que diga cuál es, la detectarás enseguida-- desde el punto de vista argumental: absurda, grotesca, plausible, desesperada, pero también con un desenlace imprevisto y a la altura. Quizá podría haber rematado una escena tan brillante con un excurso dramatizado sobre el amor, la existencia y todas esas cosas (el espectador lo espera, no le parecería un añadido fuera de lugar), pero Iñárritu no cae en la tentación de lo fácil, no lo necesita, así que hace que la cámara abandone lo que promete ser un momento cenital y se aleja en busca de otro personaje. Esa renuncia a lo cómodo eficaz me parece la apuesta más importante que levanta Birdman. Por la misma razón que el filme asume que necesitamos altas dosis de drama inyectado con histrionismo, desistir a recrearse en un giro dramático perfecto y pasar de largo me parece una buena declaración de principios.

Pero además de todas estas cosas, estoy persuadido de que una corriente moral y de decepción sobre determinados comportamientos del presente atraviesa la película de arriba abajo, y además se trata de un aspecto conscientemente añadido por los guionistas: son sutiles referencias a la levedad absurda del mundo, al ansia de comunicación instantánea que nos lleva a interponer la pantalla del móvil a toda experiencia en directo, la rabia ante el arribismo de los que triunfan sin mérito (demoledor sermón de la crítica teatral). No son elementos enfatizados, ni tampoco forman parte del argumento, pero están ahí, asomando en diálogos e imágenes clave, como el «extraño poder» que emana del éxito fulminante de un video viral y la legión de seguidores walking dead que eso implica, o la imagen de una muchedumbre alzando sus móviles para grabar un suceso imprevisto que será replicado, comentado y olvidado en internet segundos después.

El verdadero problema de la película es el final: antes de llegar a él, la historia --por dos veces-- da la impresión de que terminará de otra manera. Son dos amagos argumentales bastante evidentes, como si el director y los guionistas estuvieran tanteando al espectador, conscientes de que, en función de la elección, el balance global será diferente. El primero hubiera quebrado la lógica del universo que ha levantado el filme, pero se podría aceptar porque un final se puede considerar una singularidad; con todo, esa lógica se hace pedazos y el filme continúa, dejando atrás la contención exhibida hasta entonces. El segundo --justo en la escena siguiente-- es mucho más previsible, un recurso habitual en películas que juegan a confundir la realidad y la ficción; en este caso creo que prefiere no cerrar la historia con una paradoja clásica sobre la vida real que se asoma al teatro y el público tomando una cosa por otra y bla, bla, bla... demasiado obvio y manido. Así que en la siguiente escena --ahora sí, la definitiva-- tras dos avisos aparentes, todo se reduce a un poco de humor visual, sarcasmo a costa del mundo en que nos hemos encerrado y un plano final que yo creo que quiere ser lírico pero que me parece un fiasco. Como si después de poner de vuelta y media a todo y a todos resultara que sí, que somos sensibles y que hacemos lo que sea para alcanzar nuestro sueño. ¡Anda ya!

Birdman no es una obra maestra, pero reúne suficientes elementos como para aspirar a serlo. En lo formal aguantará mucho mejor que en lo argumental; estoy casi convencido de que no soportará una segunda revisión, igual que le sucede a Gravity (2013), la sensación cinematográfica de hace dos años. Me pregunto cómo serán las películas que acepten el reto de superar el énfasis dramático que Iñárritu ha inyectado aquí. ¿Será un filme narrativo? ¿Lo entenderé?



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