Me pregunto qué es lo que lleva a unos productores experimentados --concretamente a Will Smith y compañía-- a invertir una considerable cantidad de dinero en una versión «actualizada» del musical Annie, estrenado en 1977 y ambientado en los años de la Gran Depresión estadounidense, cuando las huerfanitas soñaban con padres (millonarios a ser posible), el cine era una poderosa arma ensoñadora (bastante más que ahora) y el mundo, en fin, se parecía como nunca a un culebrón radiofónico. En este contexto y sólo en este encajan las canciones del musical. Intentar respetar esto (añadiendo algunas canciones de relleno para lucimiento de sus respectivos intépretes) y «actualizar» cinematográficamente todo lo demás es provocar que las costuras del filme chirríen escandalosamente. El resultado es imposible de vender ni de defender con un mínimo de coherencia, a no ser que se tengan muchos contactos en Hollywood y el servicio de mercadotecnia haya asegurado que se puede contar con la taquilla de la generación de padres recientes --que dará por buena cualquier cosa que encandile a sus rorros-- y una minoría de rendidos fans --entre los que se encuentra mi hija-- que acepten cualquier cosa relacionada con la simpática huerfanita con tal de disfrutar de nuevo con su --es imposible negarlo, lo mismo sucede con Grease (1978)-- gran banda sonora.
Cuando vi la primera adaptación al cine --Annie (1982), dirigida por un veterano John Huston e interpretada por una magistral Carol Burnett y un resignado Albert Finney-- me resistí durante mucho tiempo a dar mi brazo a torcer: Huston había filmado la historia con un distanciamiento irónico y sutilmente crítico, puesto que no creía en absoluto en un filme que era un encargo alimenticio, un producto comercial puro y duro que incluía por contrato a su protagonista la exigencia de vestir las veinticuatro horas del día como su personaje. Desde mi punto de vista, había demasiados detalles de humor socarrón, gags físicos y verbales a modo de dique estilístico, ese era el argumento que me permitía salvar a mi admirado Huston de haber rodado un filme tan previsible. Tuve que reconocer mi error cuando mi hija y mis sobrinas, desde el minuto cero y todavía hoy, quedaron encandiladas por la película: la película era lo que era, la historia no aspiraba a más de lo que pretendía, algunas escenas eran divertidas y los números musicales estaban filmados con innegable encanto.
Nuestro tecnologizado mundo y el punto de vista desencantado que nos hemos subrogado sobre todas las cosas encajan muy mal con los sentimientos puros y absolutos del musical original. Y no es que otros filmes hayan explotado esto mismo con un éxito incontestable, pero es que en el caso de Annie (2015) parece como si el trabajo de guión se limitara a reconvertir al millonario original en un empresario de la telefonía móvil aspirante a alcalde de Nueva York y renunciara a modificar todo lo demás. Las inconsistencias son innumerables (personajes, motivos, situaciones, objetivos... todo), pero rozan el fondo del pozo cuando descubrimos que, a punto de terminar la primaria, Annie no sabe leer y nadie de su entorno escolar se ha dado cuenta. Hay guionistas que escriben esto, se quedan tan anchos y cobran un montón de dinero.
Mi recomendación es que sólo se vaya a ver esta segunda versión de Annie en caso de desesperación en plena tarde de sábado con niños/as (todo tenemos derecho a una breve desconexión). A aquellos un poco más exigentes y a los amantes del género musical que no la conozcan les recomiendo que se hagan con una copia de la versión de 1982; no para dar con la medida exacta de la inferior calidad de esta de 2015, sino para disfrutar con un filme que es una digna adaptación de un musical y que --por encima de todo-- se ciñe a su tiempo y a su contexto.
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