El arte cinematográfico de Tarantino es deliberadamente obsceno, pero ni siquiera esta evidencia incontrovertible es capaz de eclipsar las indudables virtudes de su estilo narrativo. Sé que es un lugar común, pero es necesario recordarlo una vez más: en aquel lejano desayuno en el que se hacían lunáticos comentarios de texto a canciones de Madonna --y que abría la filmografía de este hombre-- estaban ya las claves fundamentales de lo que habría de ser su cine: diálogo, dilación, dosificación. Es lo que el público que le adora espera, es la triple evidencia ante la que debe rendirse el público que le odia, es lo que determina su estilo y hace reconocibles sus filmes: la tensión retorcida, sarcástica y ridícula mediante unos diálogos que preceden a la violencia más exagerada y gamberra. Quizá Tarantino haya querido probar otros registros, ampliar horizontes; quizá sea una tendencia natural, algo que le sale solo en cuanto se pone a escribir y dirigir... La cosa es que cuando encuentra el equibilibrio entre su estilo y el guión de turno (lo cual no siempre es posible) le salen filmes casi perfectos, inclasificables, percutantes.
Los odiosos ocho (2015) disecciona una anécdota tan mínima, tan mínima, que parece mentira que su desarrollo dramático alcance para casi tres horas --salvo alguna pequeña licencia o concesión (la perfección no existe)-- sin desfallecer, manteniendo la tensión, el humor y el maravilloso arte del diálogo que Tarantino domina a la perfección. Es un filme que cumple a rajatable las tres claves de su cine (Diálogo, Dilación, Dosificación), una especie de Doce hombres sin piedad pasados de vueltas protagonizada por ocho cafres insufribles y repulsivos que, sin embargo, exhiben un increíble talento para la oratoria. No entiendo a qué ha venido rodarla en 70mm para apenas siete minutos de exteriores, pero bueno, es una elección estética y tiene presupuesto a disposición, así que ahí está... ¿Y sabes qué? Que le voy a pedir a Ennio Morricone que me haga la banda sonora, porque me encantan los westerns sesenteros a los que él les puso música. La diferencia con aquellos entrañables filmes es que estos personajes están exagerados a la enésima potencia respecto a los Eastwood, van Cleef, Volonté y compañía. Para empezar, éstos eran más bien parcos en palabras, mientras que los de Tarantino hablan por los codos y se expresan con una cadencia calculada y perfecta, sabiendo el efecto que provocarán sus palabras, revelando poco a poco la información que dará un vuelco total a la historia. Son forajidos que apenas saben leer y sin embargo, contra toda evidencia, son capaces de sostener una conversación que no desentonaría en cualquier obra de Shakespeare.
No merece la pena entrar en los detalles de la historia, baste decir que con cuatro elementos --literalmente-- pone en marcha y desarrolla una situación claustrofóbica que no defrauda en el desenlace, con la ventaja de que los estallidos violentos marca de la casa están bien repartidos, y además sin repetir ni insistir siempre en los mismos aspectos visuales/repulsivos (cada escena tiene sus obscenidades características). No todo lo fía Tarantino al impacto final, sino que va quebrando nuestras expectativas respecto a cada uno de los personajes y al sentido final del relato.
En esta ocasión Tarantino ha encontrado una historia que evita el desparrame argumental y haga perder eficacia al conjunto, que es lo que sucedió con Grindhouse: Death proof (2007), Malditos bastardos (2009) y Django desencadenado (2012), donde el habitual exceso de metraje demoraba los excesos hasta aburrir. Esta vez la obscenidad puntúa con brillantez unos diálogos que estudiarán todos los aspirantes a guionista. Puro Tarantino.
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