Con El viajante (2016) Asghar Farhadi ha ganado su segundo Oscar en la categoría de filme en lengua no inglesa. Un segundo galardón a pesar de que la Academia estadounidense, que no se caracteriza precisamente por sus arriesgadas apuestas en materia creativa, suele detectar y premiar sin rubor aquellas películas --o cineastas-- que revelan una admiración y/o influencia respecto al cine o al estilo de vida americanos. Pero también --y esto es lo más importante-- esa misma Academia tan conservadora en lo sociopolítico, respeta y valora plenamente esos títulos que exhiben un indiscutible e inapelable sentido del drama cinematográfico, una visión atemporal del conflicto, de la aventura, del humor (las menos veces)... Y en esto, no me cabe duda, Farhadi es un consumado maestro (con esta lleva cuatro películas demostrándolo, dos de ellas oscarizadas. No es un mal balance), un guionista/director de la talla de David Mamet. Por tanto, merecido Oscar para El viajante, por su indiscutible contundencia formal y dramática. Nada que objetar.
Farhadi despliega sus historias con un tempo lento, sin sobresaltos, bajando tanto al detalle cotidiano que constantemente tenemos la sensación de que lo hace para que nos confiemos y después golpearnos con algo imprevisto, violento, exagerado. A esa sensación contribuye el incremento de tensión que produce la complicación progresiva y constante del argumento (siempre sin salir del contexto doméstico y familiar) en cada escena; no hay florituras ni tramas secundarias, todo lo llena la historia principal. También es verdad que el espectador occidental entra en esa espera inquieta de un giro sorprendente porque nuestro cine occidental nos tiene acostumbrados a una dosificación de la tensión mediante altibajos (una estrategia tan habitual que ya es casi un código preestablecido). Quizá por eso nos pone de los nervios que Farhadi no haga lo mismo: esperamos en vano el viraje que lo cambie todo, la sorpresa... y lo único que encontramos es más enredo y más tensión que no estalla.
La película tiene un inicio percutante que promete sobresaltos, pero es un espejismo: enseguida se impone el estilo habitual del director, con un conflicto también doméstico esta vez (mejor no hablar de la sociedad, que sin duda es un tema espinoso). Rana y Emad son, respectivamente, una actriz y un maestro de secundaria (personas cultas y progresistas dentro de su sociedad) que están interpretando papeles paralelos a su realidad en La muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller (sin duda uno de los elementos del guión que ha contribuido a que gane el Oscar) y que sirve de contrapunto dramático a la trama principal (incluso de crítica por ciertos equilibrimismos que hay que hacer en el teatro iraní con ciertos papeles femeninos demasiado sexuales). Nada que no sea perfectamente homologable para la mirada occidental, salvo las excepciones habituales sobre el papel de la mujer, que por descontado proporcionan el primer pilar que sostiene el drama. El segundo, como ya es también habitual, se apoya sobre una hábil, previsible y cuidadísima manipulación temporal.
Farhadi es un cineasta con gran habilidad para componer dramas adaptados a la cultura del islam, bordeando con inteligencia sus límites morales (precisamente los que le acercan a Occidente). Igual que Nader y Simin, una separación (2011), el drama de El viajante no tendría demasiado recorrido en Occidente. Son ciertas costumbres y una combinación de país ciertamente occidentalizado pero aún con amplios márgenes para la gestión informal de los conflictos (igual que la economía) las que permiten que un incidente como el que presenta esta película se convierta en un filme de éxito planetario. Y eso significa que no es la nacionalidad del filme, ni el tipo de sociedad que retrata, ni el estilo inconfundible de su director, sino la combinación de las tres cosas. Esa mezcla es el secreto del poder del cine de Farhadi. Esto se demostró cuando rodó El pasado (2014) fuera de Irán (concretamente en Francia, el país con una libertad de cine más consolidada), un filme en el que se las apaña para exportar con habilidad la única parte de su cultura que potenciaría un drama fuera de Irán, incorporándolo a nuestro esquema dramático favorito: una ruptura sentimental.
Estoy persuadido de que Farhadi debe instalarse en Europa, diversificarse como dramaturgo, explorar las posibilidades de su narración pausada pero contundente a otros conflictos, incluso a otros géneros. Desde que sentó cátedra con sus primeros dos filmes estrenados en Europa, sus películas no defraudan en absoluto (al contrario, se disfrutan sin trabas); el único problema es que desde su primer Oscar parece haber tocado techo en esa fórmula magistral que combina desarrollo dramático y dosificación de información.
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