domingo, 21 de mayo de 2017

Siempre bajo la lluvia. Introducción crítica a los fundamentos sentimentales de la narración cinematográfica (1)

A caballo entre 2009 y 2010, escribí una serie de reflexiones sobre el cine romántico. Releyéndola, me alegra comprobar que las cosas que dije siguen teniendo sentido (al menos para mí). Sin embargo, nuevas películas y lecturas me llevan a ampliar el foco de mi reflexión y a intentar un correlato entre las modernas teorías sobre el Amor Romántico y el cine que --como en los filmes clásicos-- exprese una idea del mundo y otra del cine. Algo así como una introducción crítica a las bases del romanticismo en el cine que ponga al descubierto sus intereses, sus incoherencias y sus tristes verdades.

En primer lugar, hablemos del medio ambiente en el que ese amor romántico sobrevive y se expresa: la sociedad posmoderna de la posverdad. Tres cosas distinguen hoy a las sociedades que se definen a sí mismas como posmodernas:

1) El miedo a la libertad: estar solo se suele interiorizar a una especie de fracaso como persona. La gente acepta las ventajas cotidianas de la soledad pero se avergüenza de no haber sabido superarla con una pareja estable. La soledad implica más libertad de acción, y hacemos de ello nuestra identidad, pero también anhelamos que algún otro le ponga límites.
2) Relativización de las verdades: necesitamos vivir usando verdades absolutas --al menos duraderas en el tiempo-- y por eso en nuestro modelo de vida no descartamos incluir al menos una declaración (sincera) de amor eterno a alguien especial. Y eso a pesar de que la experiencia y la realidad nos repiten una y otra vez --igual que el esclavo que sostenía la corona de laurel recordaba al césar su mortalidad-- que su valor no irá más allá del medio plazo. Nadie espera fidelidad porque nadie tiene ganas de ser fiel habiendo tantas opciones por ahí. Aun así fingimos otorgar valor a este sentimiento ante los demás, a pesar de que quizá en nuestro pensamiento ya no lo tenga. No es cuestión de escoger entre felicidad o verdad, ni preferir la verdad a la mentira, sino de usar verdad o posverdad cuando nos conviene.
3) Fragmentación y aceleración: no sólo el trabajo o el ocio y la vida en general, también las familias, las amistades y las relaciones se atomizan, reducen su duración y su intensidad. A estas alturas somos demasiado conscientes de que cada gesto y cada palabra son parte de una representación, un quemar etapas en un esquema predefinido que todos conocemos bien pero aseguramos tomarlos como únicos y sentimentalmente significativos.



En este panorama, el amor romántico ha logrado mantener durante décadas un lugar destacado en nuestra jerarquía de prioridades vitales, sobre todo gracias a su capacidad de acoplarse a intereses y modelos lucrativos de éxito social. La razón es simple: funciona como una utopía emocional a largo plazo que proporciona bienestar sensorial y mental durante la fase inicial de toda relación (el flirteo, los primeros encuentros, el conocimiento del otro...). Y aunque la inmensa mayoría no se atreva a ir más allá, compensa por la alta gratificación física y social que implica. Pocos admiten en voz alta buscar el amor romántico, la mayoría afirma su deseo de encontrarlo, pero lo cierto es que esa misma mayoría hace de esa búsqueda algo permanente en su fuero interno, disfrutando de las innumerables ventajas económicas, sociales y sexuales de los preliminares amorosos. Las consecuencias de este agregado de elecciones individuales ya se pueden observar en algunos lugares del planeta: por ejemplo en Japón, donde las tareas y las responsabilidades que conlleva una relación se han convertido en un argumento adaptativo que reniega de todo eso para vivir más y mejor, de manera que se pueda eliminar todo lo que tenga que ver con la relación y dejar sólo lo que suponga autogestión gratificante de la propia sexualidad. Los perezosos del placer sexual amenazan con convertirse en pauta mayoritaria, pero no por capricho, sino porque han hecho un análisis coste/beneficio y han optado por la respuesta que más les conviene desde un punto de vista darwiniano.

Paciencia, que ya entramos en la parte que tiene que ver con el cine. A pesar de esta amenaza distópica, el amor romántico como objetivo vital sigue presente en el imaginario sentimental de la humanidad. Y esto es así gracias a la gigantesca maquinaria de ficción narrativa que lo alimenta constantemente. El cine es una pieza fundamental de ese artefacto destinado a producir deseo de emparejarse para siempre, cimentando un mito del Amor Romántico posible y al alcance de cualquiera. Y lo hace (como el resto de ficciones narrativas) sin importarle una mierda por dónde se mueva la realidad social de las relaciones sentimentales. Esto es así desde los tiempos del cine mudo, o sea que no estamos ante un cambio de tendencia inédita o reciente: en Metrópolis (1927) de Fritz Lang, una supuesta alegoría futurista estaba cortocircuitada por una historia romántica completamente pasada de moda (que ya fue percibida así desde el momento mismo de su estreno), propia del folletín dieciochesco. Este esquema argumental no ha cambiado en lo básico, tan sólo en los recursos y los elementos dramáticos que involucra (cada vez más sofisticados). Y no es un fenómeno limitado en exclusiva al género explícitamente romántico, sino que salpica a todos los demás; incluso la ciencia ficción sigue explotando el filón mediante un ridículo binomio (tecnología deshumanizante/amor redentor-humanizador) en taquillazos del estilo de Matrix (1999), Solaris (2002), Interstellar (2014), Passengers (2016) o La llegada (2016).


(continuará)


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