Existe un curioso club de películas en la historia del cine: el de los títulos dirigidos por un actor que se reveló como un interesante director pero que, por circunstancias diversas, no pudo completar ninguno más. En ese club --al que se accede por casualidad, no por méritos cinematográficos-- se incluyen obras maestras como El hombre perdido (1951) de Peter Lorre, La noche del cazador (1955) de Charles Laughton o Johnny cogió su fusil (1971) de Dalton Trumbo; tres auténticas rarezas al más puro estilo filatélico tan prometedoras como irrepetibles. Otros títulos están ahí porque la muerte de su director los hizo únicos: además del Lorre ya mencionado, destacan Atajo al infierno (1957) de James Cagney o El rostro impenetrable (1961) de Marlon Brando. Otros tantos se mantienen en el club de forma provisional, a la espera de que un segundo largometraje los saque de ahí, ya que, por el momento, son excepciones en la filmografía de autores aún en activo. Por último, un cuarto grupo lo forman largometrajes que son aportaciones únicas a la dirección, una mera anécdota en la filmografía de algunos nombres famosos: La rebelión de las máquinas (1986) de Stephen King, El tao de Steve (2000) de Jenniphr Goodman, Roller girls (2009) de Drew Barrymore o A tale of love and darkness (2015) de Natalie Portman. Una cita para el verano (2010) de Philip Seymour Hoffman es un híbrido entre rareza filatélica a lo Peter Lorre y película única por trágicas circunstancias biográficas (Hoffman murió en 2014).
Basada en una obra teatral adaptada al cine por su propio autor, Una cita para el verano ilustra una anécdota menor con un elenco de personajes que, cuanto más cerca se les mira, más reales parecen. Especialmente meritoria es la interpretación de Hoffman (Jack en el papel protagonista, del que sin duda lo que más le atrajo fueron las posibilidades de lucimiento de sus dotes interpretativas), llena de matices y revelando una sensibilidad muy difícil de componer, evitando que no se vaya de las manos en plan exageración histriónica a lo Daniel Day-Lewis. El argumento se centra en la historia de dos relaciones que se cruzan de forma explosiva en sus respectivas trayectorias: una en fase ascendente (la de Jack y Amy) y la otra descendente (Clyde y Lucy), y muestra la manera en que estas situaciones, por muy distinto signo que tengan, están llenas de motivos y deseos ocultos. Una relación, viene a decir la película, se consolida o se va al garete porque una de las dos partes quiere que así sea.
Rodada con los medios justos la película destila un inevitable aire teatral (pocos exteriores, primeros planos, preferencia a las reacciones en los rostros de loa actores) y un deseo de conmover a base de sinceridad y de cercanía. Es inevitable preguntarse ahora, sabiendo cómo han sucedido las cosas, cómo habría sido la carrera de Philip Seymour Hoffman como director, puesto que como actor ya lo había demostrado casi todo. Bienvenido al club Philip, te has hecho un hueco en él para siempre...
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