Hay filmes rodados casi por obligación: porque un actor/actriz se empeña en meterse en la piel de un personaje que le fascina, porque adaptan a un autor en plena celebración de alguna efeméride cultural, porque hay una nueva técnica o recurso cinematográfico que supone un salto cualitativo en espectacularidad... o porque simplemente no está todo dicho sobre el tema que trata. Loving Vincent (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman encaja a la perfección en los tres últimos motivos. También hay filmes hechos en cinematografías geográfica y culturalmente en las antípodas de la obra que adaptan: el ejemplo canónico es la mexicana Abismos de pasión (1954) de Buñuel, que trasladaba a la pantalla el clásico literario de Emily Brontë; o Ran (1985) de Kurosawa, que desplazaba el drama shakesperiano del rey Lear al Japón de los samurais. Esta vez ha sido Polonia, un país totalmente ajeno a la vida y a la obra de Van Gogh, quien ha hecho su aportación al artista incomprendido por excelencia, probablemente aprovechando el tirón de financiación que supuso la capitalidad cultural europea 2016 de la ciudad de Wroclaw (una ciudad con fama de abierta en un país gobernado por ideologías fuertemente retronacionalistas. No podía no mencionarlo).
Lo que inicialmente iba a ser un cortometraje vanguardista se convirtió en un largo gracias al encuentro entre Kobiela (pintora en crisis creativa que se infundía ánimos leyendo las cartas de Van Gogh) y Welchman, experimentado productor que se enamoró de ella. Loving Vincent no es una búsqueda de las claves de un artista sobradamente conocido, ni una explicación médica de su personalidad o sus desórdenes mentales, tampoco una reivindicación de su obra incomprendida..., sino una interesante recreación detectivesca de los últimos días de su vida. No trata de descubrir qué quería expresar en su último cuadro, ni el verdadero significado de sus últimas palabras; más bien reconstruir sus últimos trayectos y encuentros por el pueblo, las relaciones con las personas que le rodeaban... A Kobiela y Welchman no les preocupa la causa exacta de su muerte, sino las extrañas razones que --aparentemente-- le llevaron a dejarse morir tras un raro incidente, y más cuando había escrito hacía poco que se sentía bien y optimista. Desvelar ese tránsito mental es el propósito de la película.
Pero ahora viene lo mejor: el guión, la anécdota que escogen sus directores para dotar de contenido el llamativo e impresionante formato que lo sostiene, es sorprendentemente complejo, está bien planteado y notablemente resuelto. No es la típica historia plana y previsible, la indisimulada biografía o síntesis de un legado ya mil veces visto; sino una historia construida alrededor de las zonas oscuras que rodearon la muerte de Van Gogh, reconstruidas por una persona que pensaba en absoluto implicarse tanto en algo que no le importaba nada. Este guión de inesperada calidad es lo que convierte a Loving Vincent en una película real, estimable, y no en la rareza técnica en la que estaba condenada a convertirse por una genial excentricidad de su producción.
El filme fue rodado primero en acción real, sobre la que se realizó posteriormente la animación. Esto no es nuevo, lo asombroso es que en lugar de realizar un dibujo por fotograma en este proceso se pintó ¡un cuadro por cada fotograma!, hasta alcanzar los 65.000, una tarea en la que colaboraron pintores de más de 25 países durante dos años. Una hazaña que no revela su auténtico valor hasta que no se comtempla el resultado en la pantalla.
En las películas que buscan esclarecer sucesos a través de testimonios y versiones contradictorias los espectadores ya no esperan que al final nos ofrezcan una verdad cartesiana y resplandeciente; en sintonía con estos tiempos tan dispersos, casi preferimos una interpretación que mantenga una parte del enigma sin solución. Por eso se agradece que Loving Vincent rehúse a ofrecernos su verdad. Pero aún hay más: a cambio de renunciar a conocer los detalles esperamos algún tipo de revelación vital, ya sea un sentimiento profundo extraído de lo que hemos visto o una síntesis paradójica y estética sobre la vida y el amor también. En esto también acierta el filme, aunque yo no diría que es un final redondo, a la altura de lo que hemos visto. Aun así basta para dejar un buen sabor de boca. No es sólo otra película sobre Van Gogh, no es que cada fotograma sea un cuadro pintado a mano, es que hemos disfrutado con un guión bien planteado y desarrollado.
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