Tarde o temprano tenía que pasar: tras encadenar una serie envidiable de filmes, todos ellos rebosantes de calidad, de demostrar que se encontraba en un momento álgido de inspiración creativa, alguno tenía que evidenciar un pequeño bajón. Un bajón que no es atribuible a un guión flojo o desequilibrado (de hecho, contiene la habitual contundencia en cuanto a argumento y a caracterización de personajes), sino a la constatación de la dificultad de su cine para adaptarse a otros contextos, no ya culturales, sino de simple ambientación; algo que ya se hizo evidente en El viajante (2016). No es que Farhadi sea incapaz de cambiar de registro, es que ya le funciona bien el que domina y no tiene necesidad de cambiarlo. Por eso ahora que se ha venido a España a rodar Todos lo saben (2018), además de contar con el mejor reparto de actores --encabezados por Bardem y Cruz-- se ha limitado a recoger de nuestro entorno aquellos elementos que encajan mejor en sus dramas, sin importarle si para el espectador local resultan tópicos, demasiado vistos o simplemente cogidos por los pelos. Lo importante para el cineasta iraní es que todo el conjunto funcione como los dramas contundentes que le gusta componer.
En realidad, todos estos elementos no están demasiado lejos de los que marcaron su anterior etapa iraní: familia extensa y/o con fuertes lazos familiares de honor/compromiso; entorno rural más o menos tradicional; cortocircuito trágico provocado por el contraste entre la posición de cada cual dentro del árbol genealógico y su situación socioeconómica respecto al resto... Todo ello concentrado en un tiempo y lugar muy concretos y muy teatrales: una reunión familiar con motivo de una boda. El choque emocional está servido a partir de estos tres ejes: el generacional, el de la prosperidad económica y un pasado no debidamente digerido ni revelado.
Porque lo importante en Farhadi --y Todos lo saben no es una excepción-- es el despliegue del drama, la multiplicidad de puntos de vista, las motivaciones ocultas, las ambigüedades, la imposibilidad de conocer la verdad acerca de los sucesos del pasado. De la tensión al límite que todo esto proporciona irá surgiendo cada escena: acumulando dudas, abriendo nuevos frentes, desparramando posibles interpretaciones... Esta vez, sin embargo, la historia no acaba de atrapar como las anteriores: está bien seleccionada, bien desarrollada, pero quizá en esta ocasión se apilan demasiados giros, algunos ciertamente anticipables por el espectador. Y por último ese final abierto (quizá demasiado abierto) característico del iraní en el que se diluyen las tramas por incomparecencia. Ya estamos acostumbrados a que Farhadi nos prohíba acceder a los motivos últimos, o nos impida establecer una cadena de acontecimientos hecha de certezas que sólo encajan al final, pero es que esta vez casi todo queda suelto. Excepto la trama sentimental de Bardem y Cruz, todo lo demás queda interrumpido sin más, quizá porque en realidad se trataba de simples complementos, adornos, despistes...
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