sábado, 6 de febrero de 2021

Nuevo costumbrismo democrático (La boda de Rosa)

No he dejado de seguir --a veces a excesiva distancia-- la carrera de Icíar Bollaín. Desde su tozudos, bienintencionados y adolescentes comienzos --Hola, ¿estás sola? (1995)-- ha sabido labrarse un estilo ecléctico bastante permeable a los temas y las peculiaridades de cada momento político y social; oportunista a veces, valiente otras, dando en el clavo de la denuncia crítica también. Su noveno largometraje es La boda de Rosa (2020) y, sin dejar de recurrir a algunos recursos de estilo de su filmografía, intuyo que esta vez incorpora una madurez en el punto de vista que quiero creer que es el fruto de su dilatada experiencia como cineasta, pero también otros nuevos, como una curiosa reinterpretación del costumbrismo que marcó el cine español durante los sesenta, setenta y buena parte de los ochenta. Un elemento característico que siempre creí coyuntural, fruto de una conjunción irrepetible de factores generacionales, estéticos y políticos. En ese Mar Menor cinematográfico de aguas estancadas y estériles Bollaín ha sabido aislar algunas partículas elementales con las que armar un nuevo costumbrismo democrático, igualmente centrado en pequeñas comunidades y en la obsesión por reconstruir un entorno familiar quebrado, defendiendo esta vez valores aún en reivindicación y reconocimiento social mayoritario, intentando enlazarlos con el pasado idealizado de nuestros abuelos, una de las principales señas de identidad de los españoles nacidos en el siglo XX. Vamos por partes.

El costumbrismo: el ambiente rural, los prejuicios de nuestros mayores que sobreviven mutados en hermanos mayores, la mala digestión de la modernidad de ciertas hermanas menores, la epifanía de esas personas que se han ocupado durante demasiado tiempo de la gente que tienen cerca pero no de ellas mismas. Esto último es lo que define a Rosa (interpretada por una Candela Peña en su mejor momento): su capacidad de aguante, su resiliencia para sobreponerse a todos los reveses de la vida, su tendencia a dejar en segundo plano sus necesidades y deseos. Bollaín ha escarbado en el pasado rural y republicano-franquista español hasta encontrar aquellas actitudes que aún son compatibles con los valores actuales, encajarlas en una filosofía de la vida buena (sana, relajada, familiar, vitalista, sentimental...) y de paso dejar en evidencia a los rancios que insisten en juzgar según prejuicios heredados. Tampoco tiene miedo Bollaín a tomar lo mas eficaz de ese costumbrismo de la edad de plata del cine español: el recurso a la comedia coral y al humor castizo; aunque mi impresión es que esto último hace que el resultado no sea tan redondo.


La película: el guión se basa en una anécdota simple y cargada de simbolismo, un golpe de fuerza por parte de Rosa que obliga a los demás personajes a posicionarse, opinar, retratarse, reinventarse. Fiel a su impronta, Bollaín aprovecha el impulso a la visibilización de las mujeres y agrega esa pedagogía social y ejemplarizante que tantos filmes suyos y no suyos exhiben. Y como siempre, la habitual argamasa argumental para sostener el relato: ambiente de pueblo modernizado a marchas forzadas, humor nostálgico y sensibilito, ternura sobrevenida, drama catártico... Tics de telefilme tan consolidados y aceptados acríticamente por las audiencias mayoritarias que pasan prácticamente desapercibidos como elección consciente desde el punto de vista estético y narrativo.

Aun así, La boda de Rosa es una buena comedia que se las arregla para colar una crítica y una reivindicación necesarias sin que las demás partes se resientan, que encuentra un buen equilibrio entre el entretenimiento y la didáctica. Reconocible Bollaín.

1 comentario:

Sesión discontinua dijo...

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