Soy un rookie absoluto en lo que respecta al cine tailandés (en mi nube de palabras clave no existía hasta que he publicado este texto) y aunque es imposible que pueda hacerme una idea de conjunto, lo cierto es que me alegro de haber acertado con la puerta de entrada que el azar me ha brindado. Me he estrenado con Happy Old Year (2019) de Nawapol Thamrongrattanarit, candidata de este país al mejor filme extranjero en la anterior edición de los Oscar, aunque no llegó a finalista.
Puedo entender perfectamente qué hace que las audiencias occidentales se sientan atraídas por esta película: exhibe una anécdota y un estilo narrativo que beben directamente de la tradición más pura y ortodoxa del cine indie. Protagonista introvertido y con dificultades de relación y comunicación, reto de superación personal y creativo que abarca todo el argumento, momentos que rozan la perfección, humor sutil a partir de interacciones sociales, dosificación deliberada de la información al servicio de la trama principal, recursos dramáticos y estéticos bien conocidos (reacciones tardías, planos fijos y sin apenas movimiento para los momentos más intensos, rótulos para pautar la historia), narración occidentalizada... Es como si el mismísimo Hal Hartley hubiera colaborado como consultor-asesor en todos estos ámbitos. Happy Old Year replica a la perfección aquel cine indie de finales de los ochenta y principios de los noventa que exhibían con seguridad su alternativa estética y sentimental al cine comercial para públicos masivos. Ahora --con tanta acumulación de títulos y cineastas debutantes-- cuesta más encontrar esa originalidad, en parte también porque la mayoría de estas aportaciones fueron debidamente fagocitadas y tuneadas por las grandes producciones. La cosa es que filmes como el de Thamrongrattanarit nos retrotraen a una época en que historias como la de Jean encandilaban por su novedosa simplicidad --¡Qué lejos aquel Sexo, mentiras y cintas de vídeo en 1989!--, su habilidad para retorcer una trama mínima y extraer de ella un relato.
Happy Old Year habla de lo que sucede cuando nos enfrentamos a nuestro pasado; ya sean los objetos que acumulamos (la familia de Jean es un ejemplo extremo), o las personas que lo pueblan ya para siempre sin remedio. Las excusas primeras para enfrentarse a él son las de siempre: limpiar, deshacernos de lo aleatorio, autoconvencernos de que el menosismo (Douglas Coupland dixit;) es una filosofía útil de la vida, y gracias a él el orden y la simplicidad reinarán en nuestras vidas sin esfuerzo. Puede que esto sirva al principio para encontrar la fuerza para aligerar de trastos nuestra casa --y si no que se lo digan a Marie Kondo--, pero desde luego con las personas es bastante más complicado, y todavía más con los ex. Básicamente porque confundimos el orden externo con la higiene mental, y creemos que con un poco de parafilosofía y feng shui mezclado con coaching inspiracional está todo hecho, pero no es así. Nuestros recuerdos y demás restos materiales son objetos letales, capaces de devastarnos si nos pillan en un momento flojito de nuestra vida, como le pasa a Jean cuando decide descorchar su pasado. Aun así, la idea inicial y el proceso de completarla que guían el filme de Thamrongrattanarit siguen siendo dos atractivos de primera para los relatos cinematográficos que crecen en los fértiles márgenes de la industria. Aquí, en EE UU y en Tailandia.
Al final, la lección que extraemos de Happy Old Year está a la altura de las expectativas en cuanto a introspección y superación sentimentales; y también perfectamente en sintonía con el tono que suele ofrecer el género con el que se alinea: podemos purgar (con la excusa del orden) nuestros recuerdos, pero nunca borrar completamente el pasado. Por eso cuesta tanto que desaparezca el dolor. Un filme meritorio que, a pesar de un arranque titubeante, se acaba imponiendo a base de coherencia estética y originalidad.
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