sábado, 25 de octubre de 2025

La soledad de la picker y el nuevo cine político (On falling)

Laura Carreira (n. 1994) pertenece a las últimas hornadas de la generación milenial, la que consolidó las estancias Erasmus como quintaesencia de la felicidad juvenil, un anticipo de independencia vital y alicientes de ocio, relaciones, viajes... Y todo con la seguridad que proporcionaba la seguridad económica familiar. Establecerse en otro país (casi siempre occidental en aquellos primeros años) se convirtió de pronto en una buena opción para medir el éxito vital. La gran ironía de esta generación fue descubrir que, si eliminamos todos los comodines que hacen atractivo el plan, sólo quedan trabajos casi siempre precarios.

On falling (2024) es, antes que nada, un filme-testimonio inspirado en su propia biografía (Carreira estuvo trabajando en Escocia más o menos en las mismas condiciones que explica la película), ampliada con un importante trabajo de documentación (entrevistó a otros pickers como ella, para obtener una mayor perspectiva del tema). De esas experiencias se deriva un posicionamiento político que aflora inevitablemente al primer plano de la historia. No es una revelación (puesto que estamos sobradamente informados sobre las lamentables condiciones de explotación de los gigantes del comercio electrónico), pero sí una advertencia, una toma de conciencia, casi un signo de los tiempos. Méritos que hicieron que Ken Loach --un veterano y casi último representante del cine político junto con Guédiguian-- se fijara en el guión y decidiera producirlo. La diferencia es que esta vez el contenido político no se centra en la reivindicación de un proyecto fracasado y/o derrotado injustamente, ni siquiera un posicionamiento crítico o una llamada a la acción (Loach era un maestro en trasponer en imágenes todas estas abstracciones ideológicas en un estilo directo, sencillo y humano); en On falling el ambiente social y laboral en el que se mueven los personajes se convierte, sin necesidad de enfatizarlo ni dramatizarlo, en toda una denuncia política. Esta es la diferencia fundamental respecto al (escaso) cine político que se hacía hasta ahora: las historias se desarrollan en un mundo marcado por un tardocapitalismo neofeudal que nadie cuestiona ni tratar de derribar, tan sólo encontrar una grieta para escapar o hacerse millonario de la noche a la mañana.


Carreira sumerge su historia en esa explotación laboral sin apenas contestación, centrándose en las consecuencias anímicas y mentales sobre las personas: la disolución de los vínculos sociales, la soledad forzada (cuya representación canónica es el acto de comer a solas con el cubierto en una mano y el móvil en otra. Uno de los iconos que definen estos tiempos) y la incomunicación que imponen las pantallas. Un panorama desolador donde se pierden las habilidades sociales para abrirse a otras personas. Y más vale intentarlo a pesar de las dificultades y las pocas ganas (como hace la protagonista), porque la alternativa es una soledad afásica. Carreira documenta el proceso con una narración sin apenas contenido (en el sentido de sucesos, de cosas que hacer) y una acumulación de escenas con apenas variaciones que resultan demoledoras. Un prometedor debut en el largometraje.

Precisamente hace unos días, Jordi Costa hacía un balance de los atributos que caracterizaban el nuevo cine político. De él extraigo una primera y reveladora seña de identidad: no posee ninguna conexión ideológica con el género cinematográfico que conoció su esplendor en el último tercio del siglo XX; es más bien una respuesta a las inquietudes de una generación que ha despertado del sueño y se encuentra atrapada en un mundo que ha sido creado para otros. Este nuevo cine político renuncia a intervenir o influir en las condiciones del modo de producción; en su lugar busca nichos donde la presión del rendimiento no sea la norma y se permita la expresión de los deseos. Más allá de la mezcla de compromiso y acción que propone Hollywood (nueva ironía: es la ola de populismo ignorante, desequilibrado y ridículo que lidera Trump la que la conseguido activarlo), el cine independiente como el de Carreira se esfuerza por ofrecer un mensaje esperanzador que nos mantenga cuerdos y cohesionados como grupo. Una ironía más y lo dejo ya: fue Franco Solinas --coguionista, entre otras, de La batalla de Argel (1966)-- quien acuñó sin saberlo la que sería la clave que define este nuevo cine político: toda disidencia necesita pactar con el mercado para sobrevivir y comunicar. Mi generación no admitió esto hasta que no logró poder adquisitivo y estabilidad laboral, en cambio los últimos milenials y los Z lo han asumido mucho antes. Espero que el futuro les quite la razón...

domingo, 12 de octubre de 2025

El trance y lo aparentemente transcendental (Sirât)

Igual que sucedió con O que arde (2019), Oliver Laxe ha logrado una potente repercusión con su nueva película. Su fórmula no es un secreto: basta con escoger cuidadosamente el tema y añadir un mínimo --insisto, mínimo-- tratamiento al guión. La cosa es que sus intuiciones (o sus obsesiones, no sé) consiguen remover a toda clase de audiencias: habituales del cine independiente, del poco comercial o raro, incluso del comercial mayoritario. Un consenso del que pocos cineastas pueden presumir. A pesar de que la puesta en escena suele flojear ni es la más trabajada, la cuidada estética de sus imágenes provocan una reacción, un debate. Es mucho para estos tiempos de hiperproducción de ficciones. Esa misma movilización/reacción se constata en unas crónicas sobrepasadas por parte de críticos y expertos: sin salir del mismo diario, podemos elegir entre una completamente aspiracional a propósito de su estreno (y el reciente premio del Jurado en Cannes, donde Laxe no es precisamente un desconocido), otra escrita desde el pedestal de los que creen saber la medida de todas las cosas y una última completamente absurda que se apunta al carro de la moda que ha despertado la película.

Hasta que no acaba la película, no se ven con claridad las ideas fuerza que propone Sirât (2025): 1) puedes interponer todas las barreras --mentales, sensoriales, estéticas y/o racionales-- que quieras, que al final el dolor físico se las apañará para alcanzarte. Es más: no hay atajos para superarlo, ni podrás mitigarlo con trampas cognitivas, drogas o estímulos aparentemente extremos, como los que ofrece la escenografía musical y grupal del trance; 2) tu sufrimiento, ese que te parece intolerable y único, desde fuera no se distingue del de los demás. La película, en cambio, impacta desde el inicio por la escena de la rave y su acercamiento a una subcultura escasamente conocida (exceptuando esa idea del exceso sensorial y el fiesteo sin límites). No ayuda el nulo desarrollo de los personajes o la construcción dramática de algunas escenas fundamentales. Todo lo llena la crónica de un itinerario por el desierto en un país que se desmorona y la cuidada fotografía de un paisaje espectacular que homenajea --aunque sólo sea por pura coincidencia-- a títulos clásicos como Vidas rebeldes (1961) o Lawrence de Arabia (1962). Laxe, fiel a su estilo, sigue convencido de que con la identificación sensorial es suficiente para comunicar, y por eso el guión puede limitarse a ser una sucesión de instantes en el tiempo, sin hitos, sin momentos definitorios, sin itinerario moral… Sin duda, las audiencias proclives al emotivismo responden bien a este cine sin apenas contenido.


Sirât reafirma a Laxe como cineasta estético-emotivo antes que narrativo, en la línea de los Kaurismäki, Lanthimos, Sorrentino, Chazelle, que tanto gustan a la crítica espesa. El éxito de este tipo de películas dice mucho sobre las preferencias del público actual y por dónde van las tendencias temáticas y estilísticas. La gran ironía es que este pendulazo hacia lo sentimental y la expresividad en grado superlativo acerca a estas audiencias (a las que hipnotizó, descolocó o incomodó la segunda parte de la película) al sendero del cine ético, olvidado y superado de directores como Ingmar Bergman. Espero que este sucedáneo de autenticidad que proponen filmes como Sirât sirva de estímulo para, más adelante, buscar algo más fuerte y sumergirse en historias que no se queden chapoteando en la superficie. Quien sabe si, tras esta explosión sensorial y anímica, asistamos al resurgir de un cine ético, atormentado y anhelante de profundidad dramática.