No es la primera vez que lo digo, pero viendo El viento que agita la cebada (2006) vuelvo a sentir la necesidad de ponerlo por escrito: hace falta un director como Ken Loach en España, de la misma manera que hace falta un auténtico cine político que se acerque a los temas polémicos y conflictivos de nuestra historia reciente, los mismos sobre los que periodistas y políticos pasan en silencio con sorprendente consenso cómplice. Lo más parecido que se ha dado aquí es La pelota vasca (2003) de Julio Medem y, coincidiendo con el estreno de Ken Loach, Salvador (2006) de Manuel Huerga. Pero (y esto me aventuro a decirlo sin haber visto esta última) se trata de episodios que tratan de reivindicar básicamente el lado humano de un conflicto y retratar la injusticia existente en un orden político sobre el que ya existe un contexto general de condena. De nada vale hacer hincapié en determinados aspectos de una lucha reivindicativa con nula o escasa repercusión en el presente, si acaso tan sólo para reparar parcialmente una visión cercenada o desconocida del pasado, pero en absoluto una aportación a un debate en el que se cuestionen elementos de nuestra actualidad democrática. Por lo menos Medem se atrevió, aunque fuera desde un punto de vista y una opción estética muy personales, con un problema actual y de solución pendiente donde toda la sociedad tiene algo que decir como es el conflicto vasco. En cambio, las aproximaciones al franquismo siempre se hacen de aspectos en los que la democracia ha reparado o modificado sustancialmente y para bien el panorama; lo que nunca se hace es mostrar aquellos elementos del franquismo que siguen activos en la actualidad, denunciando los errores y omisiones de un sistema político imperfecto. Lo que yo echo de menos es una película sobre los GAL, sobre el lado oscuro de la transición a la democracia, sobre los conflictos internos de la lucha clandestina antifranquista, sobre la pérdida de contenido social en la política, sobre los conflictos de clase y nación...
Eso es precisamente lo que hace Ken Loach, abordar temas que remueven conciencias: desde aquella lejana Agenda oculta (1990), hasta esta última, en la que su mirada se dirige hacia los inicios del conflicto anglo-irlandés, pasando por los estragos sociales de la etapa económica tatcheriana --Lloviendo piedras (1993), Mi nombre es Joe (1998)--; la guerra civil española --Tierra y libertad (1995), que produjo un encendido debate entre nosotros a pesar de que nadie pareció sorprenderse de que nuestra cinematografía hubiera sido incapaz de producir un título semejante--; o la emigración y la intolerancia religiosa --Sólo un beso (2004)--. Pero no solamente eso, sino que Loach lo hace combinando la crudeza de ciertas situaciones personales con una didáctica intención expositiva (aunque sea barriendo para casa, todo hay que decirlo), de manera que no todo quede en el simple drama de unos personajes que quedan reivindicados en el presente gracias a unos principios de progreso. Esa vertiente histórica, inevitablemente sintetizada, es lo que le falta al cine español y lo que mejor hace Loach.
En El viento que agita la cebada Loach vuelve a recurrir al estilo y al tratamiento que ya empleó para la guerra civil española en Tierra y libertad: a partir de unos protagonistas escogidos muestra su itinerario a través de un conflicto político en el que cada personaje representa una de las fuerzas en conflicto, y expone sus puntos de vistas en escenas de asambleas y debates claramente ficticios (pues hay un orden expositivo y una claridad argumental que no se suele dar en estos foros) que tratan de transmitir al espectador las causas, consecuencias y motivaciones individuales ante los acontecimientos. En Tierra y libertad esa escena crucial se producía a cuenta de las expropiaciones de tierras y el establecimiento de colectividades autogestionadas y que enfrentó a comunistas y anarquistas desde un principio. En El viento que agita la cebada se trata de los enfrentamientos entre quienes deseaban una independencia total del Reino Unido (para los que el acuerdo de 1921 no era suficiente); los que asumían la utilidad de dicho tratado y se esfuerzan por recuperar la dignidad de las instituciones irlandesas; y finalmente los que, además de la independencia total, se decantan hacia un nacionalismo de izquierdas de tinte social (y que será el germen del IRA clandestino que prolongó la lucha terrorista hasta finales del siglo XX). En estas escenas Loach siempre deja caer una cierta amargura por los fracasos continuos de una ideología igualitarista, incapaz de abrirse paso en todo el siglo XX; pero no me parecen por ello ni utópicas ni resentidas sus películas, sino crónicas que pretenden dejar constancia de que el intento se produjo.
Para contar esta historia Loach y su guionista preferido Paul Laverty se sirven de dos hermanos, cuyas trayectorias ideológicas acaban tomando caminos opuestos y llegan a afectar a su relación: uno se convierte en defensor del tratado y otro independentista y socialista radical. Es un punto de partida argumental muy trillado, pero el auténtico valor de la película está en su habilidad para mostrar el proceso imparable de violencia y embrutecimiento que supone toda lucha armada, de cómo las convicciones personales se ven cortocircuitadas por acontecimientos que superan los planteamientos iniciales (aunque la narración comienza en 1920, sin mencionar la proclamación unilateral de independencia y la creación de un parlamento irlandés). Así, ya no bastará con matar ingleses y robarles las armas, sino que habrá que administrar justicia entre los propios miembros. Esas escenas son sin duda las más duras de toda la película, y como dice Damien, uno de los hermanos protagonistas, antes de ejecutar a sangre fría a un delator de 17 años: "espero que esta Irlanda valga la pena".
No es solamente la brutalidad del ejército inglés, que también la muestra Loach, sino cómo ésta se contagia inevitablemente a los irlandeses, y de las consecuencias familiares y personales que acarrea. Por debajo de los acontecimientos políticos están las terribles consecuencias sobre padres, madres, hermanos y novias, en una dinámica en la que se pierde rápidamente toda perspectiva y de la que es muy difícil salir, si no es muriendo o matando. Queda claro, una vez más, que el mayor error en todo conflicto armado es que los civiles tomen las armas, puesto que ese hecho afecta a la cohesión básica de la sociedad y luego el desarme se convierte en una penosa tarea.
Lo que más me reconforta es la existencia de esta voz crítica que es el cine de Ken Loach. Por supuesto que sus películas no ofrecen soluciones ni son perfectas en sus planteamientos, pero por lo menos dan la sensación de que la democracia inglesa no está en el mejor de los mundos posibles. Que el espectador tome conciencia de los problemas que la acechan es lo mínimo que puede conseguir el cine. Para que cambie de opinión o se movilice hacen falta más cosas que exceden el ámbito cinematográfico.
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