
El texto de Houellebecq, adaptado al cine por el mismo Oskar Roehler y su productor, cuenta la historia de dos hermanastros que, a pesar de partir de caracteres e ideas opuestos respecto al sexo, tienen en común una sorprendente incapacidad para practicarlo. Uno desde la frialdad de los laboratorios de investigación genética, en los que el sexo se encuentra únicamente bajo el microscopio, y el otro en el frustrante mundo de la educación secundaria, donde la sexualidad está constantemente expuesta a la vista (pero prohibida para cualquier otro sentido) en el narcisismo hedonista de las adolescentes. Michel y Bruno comparten también su incapacidad para expresar sentimientos con naturalidad, pero mientras uno pasa la vida en ausencia total de relaciones, el otro trata desesperadamente de obtenerlas, aunque sea pagando.
De la novela y de la película se desprende que las carencias afectivas de la edad adulta (criados ambos hermanos por sus abuelas ante la deliberada dimisión de responsabilidades de su madre y unos padres inexistentes) tienen su explicación primera (que no única) en la infancia; pero lo curioso del caso (y esto es lo que me ha descuadrado durante mucho tiempo) es que el escritor propone, para evitar sufrimientos y soledades como las que retrata, el advenimiento de una nueva humanidad modificada genéticamente que delegue la reproducción de la especie en los laboratorios y se abandone sin trabas y sin traumas al disfrute de todos los placeres sensuales. Y mientras esa nueva humanidad llega, como se empeña en conseguir Michel, Houellebecq considera que no estaría de más tratar de, como hace Bruno, desestigmatizar todas esas parafilias sexuales que actualmente se practican a escondidas, pagando un peaje social y económico importantes. Houellebecq construye sus historias a partir de protagonistas con graves carencias afectivas, pero no se preocupa en absoluto de teorizar sobre quienes han crecido en un ambiente equilibrado y feliz. ¿Qué pasa con estos? ¿Son dignos de perpetuar la especie por el método tradicional o deben renunciar igualmente a semejante empeño de mejora? ¿La única manera de instaurar el sexo libre y universal es desmontando la institución familiar? Demasiadas preguntas que ni la novela ni la película responden, pero que desde luego aciertan a plantear y para que los que se sientan involucrados en la solución reflexionen. Para empezar, yo recomiendo una lectura atenta de Un mundo feliz de Huxley. Al fin y al cabo, los libros de Houellebecq son una profundización de muchas de las implicaciones ocultas e imprevistas de este clásico de la literatura.
Todo esto aparece sin tapujos en la película de Roehler, aunque sin llegar a los matices del texto literario, inevitablemente mucho más crudo, y sin tergiversar o atenuar lo esencial del mensaje a transmitir. A estas alturas ya no debería sorprendernos que una adaptación cinematográfica decepcione a quienes han leído el libro y deje prácticamente indiferentes a quienes no lo han hecho. No se trata de un demérito de la película ni del director, es un efecto colateral inevitable. El mundo miserable de Bruno y el asexuado y cargante de Michel ofrecen el desolador panorama de una sociedad atrapada en sus propias contradicciones. Las partículas elementales (2006) es una buena forma de acercarse al universo literario de Houellebecq; en cambio quienes esperen escándalo gratuito al estilo Calixto Bieito (que acaba de adaptar Plataforma al teatro) quedarán defraudados.
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