lunes, 21 de noviembre de 2011

Llamando a las puertas de la depresión (Melancolía)

No voy a cargarme Melancolía (2011) tratándola como si fuera el enésimo eslabón de una filmografía sin valor o una aportación cinematográfica que confirma determinados malos augurios. No lo voy a hacer porque no es así: Lars von Trier tiene grandes, grandísimas, películas en su haber --Europa (1991), Dogville (2003), Manderlay (2005) o El jefe de todo esto (2006)-- como para vencer la tentación de buscar una teoría que las invalide a todas en una secuencia única de errores y carencias. Me voy a cargar Melancolía porque es una película mala y punto. La filmografía de este danés presenta preocupantes vaivenes, en los que el criterio último que decanta la calidad de cada título es el argumento, ya que la forma suele ser, en general, novedosa e interesante: sé que más de uno me va a odiar, pero Rompiendo las olas (1996) y Bailando en la oscuridad (2000) son dos películas que confirman la recurrencia de este hombre por las historias plúmbeas y deprimentes, como la que ahora nos ocupa. Dejo al margen Anticristo (2009), que es más bien un experimento fallido de terror psicológico e irreverente que trata de traspasar el límite de lo tolerable desde un punto de vísta físico y mental.

Detrás de Melancolía late un posicionamiento ético completamente infantil, inmaduro e inaceptable: la intolerable existencia de una mayoría de personas que experimenta los rituales y celebraciones sociales como simples ceremonias huecas, sin contenido profundo, en las que lo único que cuenta es la apariencia y el fasto. Puede que para esta mayoría --a pesar de que lo sepan y lo acepten-- esto sea suficiente, pero hay algunos (entre los que se incluye el propio von Trier) que no asumen ni aceptan semejante estado de cosas. Esas personas, que aspiran a una experiencia social trascendente, se sienten incómodas y perdidas en los ceremoniales habituales: todo les parece banal, vacío, fútil... Y eso, automáticamente, hace que parezcan raros, inestables, insatisfechos o, incluso, incapaces de disfrutar de todo lo bueno que tienen alrededor. Básicamente esta es la idea central de la primera parte, dedicada a Justine (Kirsten Dunst), que ha organizado una boda por todo lo alto pero que no está contenta por muchas, diversas (y no siempre claras) razones. Hasta aquí nada que objetar: la anécdota se desarrolla con amenidad, ciertos toques de humor socarrón y un desarrollo formal impecable, hecho de tomas cámara al hombro y un cuidado desorden expositivo que huye de todo convencionalismo narrativo (precisamente el punto fuerte del cineasta danés). La presentación de los personajes es eficaz y consigue su objetivo: evidenciar el convencionalismo de nuestro mundo y las relaciones que establecemos con los demás. Si el filme se hubiera limitado a este único episodio el tono de mi crítica sería muy diferente; puede que hubiera rebajado parcialmente mi entusiasmo señalando que es una variación inteligente de Celebración (1998) de Vinterberg. Pero eso no sería suficiente.



El problema es el segundo episodio, dedicado a Claire (Charlotte Gainsbourg), la hermana de Justine, que lleva la historia a un callejón sin salida. El director sigue en él el mismo razonamiento que esos niños repelentes que, para vengarse de sus padres tras una pelea o bronca, piensan «pues ójala me atropelle un coche y así sufras un montón, ¡hala!», olvidando que para que eso se cumpla ellos tienen que morir. Así de absurdo y enrevesado es el argumento que justifica lo que sucede en la segunda parte de Melancolía: Lars von Trier se siente decepcionado con el género humano porque la inmensa mayoría de sus semejantes no concede importancia a la profundidad de determinados hitos vitales, o se pierde en el lujo inútil; así que como venganza planea un desastre sobrevenido que aboca a toda esa gente a una situación límite e irreversible que les obliga a reflexionar y valorar el tipo de cosas que dan por supuestas y que para el cineasta son realmente importantes. En este segundo bloque Justine, que se sentía fuera de lugar y parecía una inestable emocional durante su boda, aparece tranquila y serena, porque su auténtico y minoritario sentido de la ética le permite aceptar con naturalidad la que se avecina. En lugar de agobiarse como Claire y su pastoso marido, da largos paseos, desayuna sin prisa a dos horas del apocalipsis y renuncia al delicado momento fraternal que le ofrece Claire. Prefiere buscar ramas y construir una bonita cabaña para su sobrino. Porque claro, a los adultos hay que contarles la verdad, para que sufran y sean conscientes de su mal comportamiento; pero a los niños no, a ellos es legítimo escamotearles la verdad con silencios estúpidos, cabañitas y metáforas literarias de dudosa utilidad.

Es posible que, como padre, a von Trier le pareciera excesivo el castigo infringido a esta humanidad insensible y, por eso, a pesar de lo radical de su propuesta, opta por dejar a los niños al margen de semejante crueldad gratuita. En cambio, condenar al exterminio a los mayores por ser superficiales y banales (en lugar de renunciar a ser tan profundos como él) no le parece una medida exagerada. Para rematar esta apreciación completamente vehemente y subjetiva, quiero destacar los últimos quince minutos de la película, en los que el drama alcanza un punto inefable de comicidad involuntaria; una auténtica patochada sin sentido que pretende pasar por crítica subversiva en forma de cuidada (y muy meritoria) planificación visual, cuando en realidad no pasa de ser una versión pedante de La hora final (1959) de Stanley Kramer.

Rompiendo las olas y Bailando en la oscuridad, al menos, eran dramas en los que el aparente distanciamiento narrativo ofrecían un contrapunto interesante a historias hechas exclusivamente de sentimientos absolutos, sin resquicio alguno por el que colar la ironía o el aburrimiento. Ahora la depresión vuelve a llamar a las puertas del cineasta y el resultado me parece una auténtica tomadura de pelo.


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sábado, 12 de noviembre de 2011

Antología de primeras escenas: 1. Reservoir dogs

Siempre se ha dicho --y es algo en lo que creo firmemente-- que las primeras obras de todo creador son las que contienen las ideas y propuestas más originales e innovadoras de toda su obra. Y eso es así porque en esas aportaciones iniciales vuelcan temas y recursos de estilo que han ido rumiando durante años, antes de dar el salto a la autoría. Luego, con el paso del tiempo, llega un momento en que ese bagaje previo se agota y, a partir de ese instante, los creadores tiran de lo que se mueve a su alrededor: obras que les impactan por uno u otro motivo, descubrimientos propios o inducidos, malas fotocopias de modas y géneros, reacciones coyunturales, éxitos ajenos, meros intereses comerciales y/o de supervivencia... Lo he simplificado en exceso, pero estoy persuadido de que muy pocos escapan a esta curva de productividad y son capaces de mantener un elevado nivel durante su carrera.

Según esta teoría, en toda filmografía, las primeras películas resultan las más interesantes desde el punto de vista de la creatividad, una oportunidad para encontrar recursos, obsesiones, variaciones y propuestas formales: unos triunfan y son incluso imitados por terceros, otros caen en saco roto (intentos fallidos o prematuros), y unos pocos más requieren que el tiempo y nuevos títulos acaben de perfilarlos, y puedan convertirse entonces en un rasgo de estilo característico del autor. De hecho, la teoría de autor, parte de esta premisa básica pero extendiéndola a toda la obra de un cineasta, sin apenas matices ni altibajos. Con este mínimo añadido matiz conceptual es como sigue triunfando entre buena parte del gremio de exégetas profesionales de lo fílmico, muchos de ellos relativamente jóvenes, a pesar de que el auge de esta teoría se localiza a mediados del siglo XX. Para las audiencias mayoritarias, ni una ni otra opción son criterios en vigor a la hora de valorar una película o la obra de un cineasta. Paradójicamente, en eso la crítica va a remolque del público.

Si una primera película resulta reveladora, la escena inicial es doblemente importante porque, al igual que la primera frase de una novela, es la que establece el tono al resto de la historia. Plantear un enigma, presentar los personajes, sumergir al espectador in medias res, establecer un punto de partida desde el cual alejarse o profundizar, despistar... La fama de algunas primeras escenas las ha convertido en microrrelatos independientes cuya importancia acaba por desligarlas del filme al que van unidas. Sin embargo, el prólogo es un recurso cinematográfico relativamente reciente, ya que el cine clásico no lo usó prácticamente nunca (en eso seguía a rajatabla las normas tradicionales de la novela dickensiana), en cualquier caso nunca de una manera demasiado diferenciada respecto al resto de la historia. Comenzó a usarse en filmes de acción, siendo la saga Bond la que destacó por un uso más sistemático y marcado a base de una espectacularidad que pretendía ser incremental en cada nueva entrega. La saga Indiana Jones también la adoptó en los ochenta tras el éxito de la escena que abría En busca del arca perdida (1982). Desde entonces, el prólogo/presentación saltó a otros géneros que buscaban sumergir al espectador en un ambiente o un tono narrativo muy concretos.

La escena que abre Reservoir dogs (1992) inaugura, además, la carrera como director de Quentin Tarantino, y por eso merece encabezar esta antología de primeras escenas. Esta película no sólo evidencia la preferencia de Tarantino por el desorden narrativo y temporal, sino su tendencia a banalizar y diluir los momentos culminantes de un género basado en la acción, la violencia y el suspense inequívocos. Este título, además, le reveló como un dialoguista de primer orden, encadenando largas conversaciones que aparentemente no aportan ni conducen a nada pero que de pronto explican mucho más de lo que anuncian.

La película comienza con una voz que pregunta «¿Sabéis de qué va 'Like a virgin': es el propio Tarantino, que se reserva un papel al más puro estilo auteur, haciendo una curiosa deconstrucción de la letra de la canción de Madonna. Mientras tanto, la cámara rodea lentamente a un grupo de hombres que escuchan, entre atentos y atónitos, su discurso tras el almuerzo en una cafetería. Cuando termina su explicación la cosa degenera en una especie de comentario de texto para tarados donde cada aportación al debate resulta aún más disparatada y absurda (y tambien divertida). La conversación no fluye, se desparrama, va adelante y atrás, se repite, vacila, miente, impide al espectador saber de qué va todo aquello. De hecho, no es una escena para obtener información con lo que se dice, sino sobre la forma en que se dice. Tras varios visionados, nos damos cuenta de que tras esta escena hay un gran trabajo de guión y de montaje porque no lo notamos mientras la disfrutamos. Estoy seguro de que Tarantino había pulido esta misma anécdota verbal en infinidad de reuniones con amigos, el clásico trasvase entre vida y arte.

A continuación, uno de ellos se niega a dejar propina a la camarera y ofrece como justificación un razonamiento tanto o más lunático que el de la canción de Madonna. Aún no lo sabemos, pero ambas estrategias --diálogos eternos y crueldad diferida-- sostendrán el resto de Reservoir dogs: una combinación casi perfecta de tensión dramática, violencia imprevisible y planificación narrativa. La película es, sin duda, el debut de un maestro; y la primera escena un acierto pleno para introducir el extraño ambiente en el que se moverán los protagonistas.

La filmografía de Tarantino no alcanzó la madurez hasta cinco años más tarde con Jackie Brown (1997), en la que sus obsesiones estilísticas exhiben su máximo nivel sin llegar a caer en el colapso, la atrofia ni la repetición; todo ello al servicio de un guión que no debía nada a géneros precedentes ni se orientaba específicamente a públicos jóvenes y/o poco exigentes. Creo que Jackie Brown es --hasta la fecha-- el filme más adulto que ha rodado Tarantino. A partir de ahí se produce un claro desplazamiento hacia la experimentación formal y la mezcla de géneros con fines de divertimento y/o parodia. Su cine se decanta desde entonces hacia una estructura narrativa similar a la del cómic, experimentando con textos, filtros y una fotografía cada vez más artificial y elaborada. Al mismo tiempo, sus argumentos, en lugar de la sutil complicación de los primeros títulos, se simplifican hasta quedar reducidos a una mera anécdota de microrrelato en la que los personajes se mueven por impulsos en escenas de acción milimétricamente coreografiada. La férrea manipulación de causas y efectos que latía en sus primeros guiones ha sido barrida por una concatenación de imprevistos en los que cada giro de la acción se desvincula más de las escenas precedentes. A pesar de este reduccionismo voluntario --que amenaza con convertirse en un lastre desde Death proof (2007)-- el espectador no siente que el interés y la calidad hayan decaído, puesto que la tensión sigue llenando sus largas escenas con humor pasado de rosca y acción a raudales; al más puro estilo del thriller hongkonés.


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lunes, 7 de noviembre de 2011

En el mismísimo centro de la narración (Nader y Simin, una separación)

La narración es el arte de contar una historia, y desde luego el iraní Asghar Farhadi está dotado como pocos para narrar mediante imágenes. Lo digo porque Nader y Simin, una separación (2011) es un filme con un guión que roza la perfección, rodado con ese aplomo que requiere colar al espectador cuantas trampas sean necesarias para quebrar sus expectativas. Pero no me refiero a la típica vuelta de tuerca hacia el final que modifica el significado de todo lo visto hasta entonces, sino un quiebro detrás de otro, provocando que cada protagonista adquiera un nuevo matiz, cada vez más contradictorio y, por tanto, cada vez más humano. Un gran, gran filme que retrata con perfección el mundo imperfecto que es el Irán contemporáneo.

Farhadi es un cineasta con una sólida preparación teatral --y eso ne nota, y mucho, en sus películas-- cuyo estilo y enfoques temáticos desmienten muchos tópicos sobre el cine, la sociedad y la práctica cotidiana del islam en el Irán contemporáneo. Su desembarco en Occidente se produjo por la puerta grande: A propósito de Elly (2009) se llevó el premio al mejor director en Berlín ese año, además de una buena acogida de la crítica. A diferencia del kurdo Bahman Ghobadi --director de Marooned in Iraq (2002) y la revulsiva Nadie sabe nada de gatos persas (2009)--, Farhadi no encaja en el perfil de cineasta disidente cuyo apoyo y éxito occidentales se usan en ocasiones como sutil instrumento político para degradar la imagen de un gobierno hostil e incómodo. La diferencia: su clasicismo dramático, que le permite tocar temas incómodos para el régimen y bordear los límites de lo políticamente correcto. Los conflictos humanos, resueltos de forma brillante respecto a la narración, no al argumento, son el objetivo último de su cine; el drama sólidamente construido, no la denuncia ni la reivindicación. En esa asincronía política y estilística, Farhadi me recuerda mucho al Carlos Saura del tardofranquismo.



La historia comienza con Nader y Simir (los protagonistas) acudiendo al tribunal para solicitar el divorcio: ella quiere ir al extranjero porque --como mujer, aunque esto no se puede decir-- allí tendrá más oportunidades. Pero quiere llevarse a su hija de once años, y para eso necesita el permiso del padre, que se resiste a dejarlas marchar. Nader se opone porque necesita que alguien --su mujer, aunque esto tampoco se puede decir-- cuide de su anciano padre, enfermo de Alzheimer. A partir de ahí, una cotidiana e impensable cadena de acontecimientos provoca constantes vaivenes en nuestra percepción de cada protagonista: al principio Nader parece un buen hombre y Simin una egoísta, pero luego todo cambia y parece más bien al revés; más adelante, con la entrada de nuevos personajes, la cosa vuelve a cambiar, y luego otra vez, con nuevos sucesos que vuelven a modificar nuestras impresiones. Cada personaje hace un complejo recorrido que incluye la necesidad, la conveniencia, la piedad y la vergüenza de admitir ante los hijos sus propias miserias; mientras tanto, el espectador salta de uno a otro en sus preferencias, esperando en vano que la historia designe un protagonista íntegro. Todo ello narrado a una velocidad considerable, sin recrearse en paradojas ni enfatizar el drama barato. Las escenas y las conversaciones son suficientes para provocar el interés. Nader y Simin, una separación es de esa clase de películas que adoro: te llevan, te traen, te dan mil vueltas y al final te dejan muy cerca de donde empezaste, a pesar de que creías que estabas muy lejos.

Además del guión sólido y el tratamiento ágil, desde nuestro punto de vista occidental, cabe destacar otro elemento extracinematográfico, que también es un mérito de Farhadi, no de nuestra mirada como espectadores culturalmente ajenos: a la intriga principal, manejada con auténtico sentido del suspense, se superpone un minucioso y fiel retrato de la sociedad iraní actual. Irán es un país moderno, con una clase media fuertemente occidentalizada en lo que se refiere al estilo de vida, pero bajo esa fachada sigue fluyendo --y actuando-- una moral férreamente patriarcal en la que la mujer no puede hacer literalmente nada sin el permiso del hombre (llevarse una hija al extranjero, cambiar a un anciano, ir a trabajar fuera de casa). Una sociedad en apariencia moderna en la que el machismo asoma en cada revuelta del argumento y de la vida cotidiana, igual que sucedía en A propósito de Elly: siempre pequeñas transgresiones en forma de leyes y tradiciones ancestrales cuyo correlato práctico actúa como una ética pública en lugar de una moral privada. Y finalmente la religión: jurar por el Corán sigue siendo, en caso de litigio y duda, el último criterio de verdad aceptado por unanimidad. Así, cuando la justicia ordinaria es incapaz de establecer lo sucedido o designar un culpable, el juramento por el libro sagrado debe servir a los litigantes para resolver sus diferencias al margen del sistema. Igual que sucedía en su anterior filme, esta extraña mezcla de modernidad y desigualdad que es el Irán actual es el escenario perfecto para las ficciones de Farhadi. Me pregunto cómo encajarían sus magníficos dramas en un país donde ese contraste no fuera tan acusado. Si eliminamos esta paradoja, creo que buena parte de su valor dramático se evaporaría como gotas de agua en un volcán.

La escena final (un retorno al inicio pero con una mirada más compleja, como exige toda narración clásica) está resuelta con auténtica maestría: una mezcla de sentimientos mediante un uso inteligente del suspense cinematográfico en estado puro, incluyendo un ingeniosísimo truco que hace que el público quede clavado mientras pasan los créditos. Una escena antológica para cerrar un filme en el mismísimo centro de la narración.


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