martes, 14 de abril de 2020

¿El legado de Rohmer? (Todo está perdonado)

Puede que sea cierto lo que dicen y que el cine de Mia Hansen-Love sea el mejor situado en el cine francés --por temas y estilo-- para enlazar con la tradición cartesiana y distante de los conflictos humanos, de la que Rohmer hizo prácticamente una seña de identidad. Seguro que existen ya otros casos contrastados de continuismo rohmeriano en otras filmografías geográfica y culturalmente alejadas del cine francés, pero los expertos destacan el caso de Hansen-Love precisamente por la coincidencia de ambos factores. Para los críticos resultan gratificantes estas continuidades, ya que ayudan a definir el marco mental desde el que juzgar obras de cineastas noveles o de quienes, de pronto, irrumpen con una obra desconectada de todo asidero conocido. A veces estos legados parecen forzados, pero otras veces su simple mención es suficiente para ordenar los elementos que no se dejan clasificar así como así. Y por esa razón también es posible que, después de ver Todo está perdonado (2007) uno encuentre ciertas persistencias en el punto de vista y en la frialdad del tratamiento dramático, o nos dé por ir más allá y pensar que todas esas cosas no son más que coincidencias, y que Hansen-Love es una cineasta con voz propia, casualmente igual de distante que Rohmer en el retrato de las vicisitudes humanas. Y no es malo, pero son esas continuidades corregidas por la subjetividad individual las que nos proporcionan seguridad: el mundo y el cine siguen siendo lo que son gracias a estas paradojas.

El argumento central de Todo está perdonado (nada que ver con la novela del mismo título de Rafael Reig) es materia prima habitual de culebrones, drama exagerados y telefilmes de sobremesa; pero Hansen-Love se acerca a él con una frialdad y una distancia que casi hacen irreales ciertas actitudes y reacciones de los protagonistas. Pero no estamos ante cuentos ni proverbios morales ni ante la presentación arquetípica de un conflicto (como gustaba hacer Rohmer), sino ante el relato de un conflicto concreto, la historia de unos personajes cuyas decisiones determinan días y vidas por venir. Pero es que además todo esto está contado intercalando una distancia dramática que casi hace que algunos momentos resulten increíbles. Pero hay algo en el estilo de Hansen-Love que impide que los protagonistas resulten risibles o inhumanos, y a pesar de la frialdad expositiva mantengan un verismo cercano, sin perder nunca el contacto con la realidad de la historia. En conjunto, la película podrá parecer apenas esbozada, o poco trabajada en algunas escenas, pero desde luego hay un conocimiento certero del material con el que la directora ha decidido trabajar.



No puedo terminar esta crónica sin mencionar el profundo efecto que me ha provocado la perturbadora belleza de Constance Rousseau --a la que descubrí en el mediometraje Un monde sans femmes (2011)--, aquí en su debut cinematográfico. Retratada por Hansen-Love con indisimulada admiración, casi delectación: su peinado, sus vestidos, pero sobre todo sus miradas. Su filmografía hasta la fecha no augura, por el momento (ójala me equivoque) una nueva Nathalie Baye o Isabelle Adjani (otra vez con las continuidades), pero no podía no mencionarlo: su belleza me despista, me hace perder el hilo de la narración, deseo saber más sobre la vida de los personajes que interpreta, por muy anodinos que sean. Será que me hago mayor, en esa fase de la vida en la que la belleza inalcanzable me resulta más desasosegante que nunca... ¡Bienvenida Constance a mi galería (in)madura de fetiches cinematográficos!


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