Los ochenta del siglo XX fueron una auténtica Edad de Plata para el cine estadounidense: a sus éxitos comerciales (un aspecto en el que después de tres décadas continúa imbatido en Occidente) hay que añadir una generación de cineastas que, si bien con los años han ido atemperando su estilo (haciéndolo más eficazmente comercial, admitámoslo), hoy disfruta del reconocimiento unánime de crítica, público y colegas, que les otorgan el tratamiento equivalente a clásicos vivientes. Son cineastas que, a diferencia de otros recién llegados, al comienzo de su carrera, mostraron inquietudes renovadoras, no sólo narrativas, sino también temáticas. Su proyecto artístico --nunca declarado explícitamente-- incorporaba, entre otras cosas, un tratamiento estilístico importado directamente del cine realmente clásico (el que se rodó en EE UU entre 1940 y 1960), algunos de cuyos títulos emblemáticos ejercieron sobre ellos una poderosa influencia. En definitiva, trataron de que otro cine estadounidense asomara a las pantallas de todo el mundo, para lo cual no dudaron en producir películas a jóvenes y no tan jóvenes directores en filmes que demostraron --si bien durante pocos años-- que Hollywood podía permitirse grandes presupuestos en productos no necesariamente comerciales ni convencionales. Es más, con el tiempo, tuvieron la oportunidad de financiar películas a sus grandes maestros e inspiradores (como sucedió con Kurosawa). Estoy hablando de gente como Francis Ford Coppola, George Lucas, Steven Spielberg o Sidney Pollack, todos ellos directores que acumulan además una importante labor de producción. Para el filme que nos ocupa --Mishima. Una vida en cuatro capítulos (1985) de Paul Schrader-- no es casualidad que todos admitan una fascinación común por la cultura japonesa en general y por su cine en particular.
Algunas de las mejores películas de finales del siglo XX se rodaron gracias a su apoyo y convicción: Coppola produjo Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) de su admirado Kurosawa, Koyaanisqatsi (1982) de Godfrey Reggio, un documental experimental que se ha convertido en referencia obligada dentro de la evolución del género, y El hombre de Chinatown - Hammett (1982) la primera y fallida aventura hollywoodense de Wim Wenders. Tres años después le tocó el turno a Mishima. Una vida en cuatro capítulos, y aún tuvo tiempo de producir a Reggio Powaqqatsi (1989), la secuela de su película de 1982. La actividad productora de Coppola no se detuvo aquí, pero lo cierto es que ha perdido ese punto de desafío, un aspecto en el que es probable que haya influido su propio avatar como director, lastrado por clamorosos fracasos del estilo de Corazonada (1982) --curiosamente tras indicutibles éxitos artísticos-- y constantes problemas económicos. George Lucas, por su parte, posee una filmografía más amplia como productor, y aunque en sus inicios trabajó con Coppola --coincidieron en el filme de Kurosawa y el segundo de Reggio, además del de Paul Schrader-- pronto se interpuso el éxito planetario de la saga de las galaxias y la de Indiana Jones que, aparte de convertirle en multimillonario, le mantiene ocupado con sus secuelas televisivas, videojuegos y demás mercadotecnia digital. El caso de Spielberg tampoco se sale demasiado de estos parámetros: tras una serie inicial de títulos interesantes, el éxito de sus películas como director le llevaron a la producción, aunque siempre muy orientada a un cine concreto: impactante y espectacular, tendente al drama exagerado y con fuerte impregnación infantiloide: Poltergeist (1982) de Tobe Hooper, Gremlins (1984) de un todavía desconocido Joe Dante y Regreso al futuro (1985) de un igualmente desconocido Robert Zemeckis. Así hasta que se permitió el lujo de producir y dirigir en un mismo año Parque Jurásico (1993) --producto comercial y taquillero por excelencia-- a cambio de hacer La lista de Schindler (1993) con un presupuesto astronómico y una total y absoluta libertad creativa prácticamente inédita en la historia del cine. Finalmente, en el haber de Sidney Pollack destacan títulos tan interesantes como Los fabulosos Baker Boys (1989) de Steve Kloves, una obra menor con un raro encanto, gracias a la presencia de Michelle Pfeiffer y los hermanos Bridges haciendo de hermanos; o Morir todavía (1991) de un Kenneth Branagh en plena eclosión creativa.
El éxito se sus propias películas no acabó con su labor de producción, pero sí modificó radicalmente la orientación temática y la selección de los guiones. Lucas y Spielberg, además, debieron invertir grandes esfuerzos para mantener vivas sus respectivas sagas estelares y arqueológicas, prolongando así ingresos y fama, y de vez en cuando intercalando alguna que otra obra más personal y menos comercial (una proporción que se invertía a cada año transcurrido). El cualquier caso, Mishima. Una vida en cuatro capítulos supuso el último gran título de este breve florecimiento narrativo y experimental made in Hollywood. Hoy ninguno de ellos apenas abandona las seguras fronteras del cine comercial consagrado a la espectacularidad y la tecnología, como Las aventuras del Tintín: el secreto del Unicornio (anunciada para finales de 2011). Aun así, hubo tiempo y dinero para títulos como Tucker: Un hombre y su sueño (1988) del propio Coppola, No such thing (2001) de Hal Hartley, Lost in translation de Sofia Coppola, Cartas desde Iwo Jima (2006) de Clint Eastwood o Valor de ley (2010).
Mishima. Una vida en cuatro capítulos de Paul Schrader --guionista de algunas películas cruciales: Yakuza (1974) del propio Pollack, Taxi driver (1976) o La última tentación de Cristo (1988), ambas de Martin Scorsese-- es una película que conserva gran parte de su vigencia narrativa, estilística y temática. Narra la vida de Yukio Mishima, escritor y poeta prolífico, servero moralista y homosexual no del todo confeso; una combinación que le hace el candidato ideal para sufrir lo indecible por culpa de cosas como el deterioro físico, la decepción ante una vida menos vasta que las propias expectativas o la zafiedad humana. Por desgracia, a Mishima le tocó vivir un tiempo de derrumbe material y moral (la posguerra en el Japón de los años cincuenta), un ambiente que diseccionó como pocos en sus obras con lucidez y crudeza.
La estructura formal de la obra consta de cuatro capítulos: los tres primeros basados en obras suyas (El pabellón dorado, La casa de Kyoko y Caballos desbocados) más un cuarto (El último día) a modo de epílogo. En todos ellos (excepto en el último) se entrecruzan tres ejes narrativos: fragmentos escogidos de sus novelas (la que mejor encaja o ilustra el tema del capítulo), recuerdos de infancia o de su biografía narrados en primera persona (y que corresponden a las escenas en blanco y negro) y una minuciosa recreación de la famosa mañana del 25 de noviembre de 1970. El guión de Paul, Leonard y Chieko Schrader y Jun Shiragi pretende, mediante un imaginativo montaje y una cuidada exposición de fragmentos, extraer una síntesis, un significado, una argumentación, un hilo conceptual, una pauta que explique la vida y la obra de Mishima. En general, la película conserva un aspecto moderno, y a ello contribuye sin duda la excelente banda sonora de Philip Glass y un diseño artístico que en determinadas escenas inspira a Dogville (2003) de Lars Von Trier. El único punto débil de la historia es no haber profundizado en el lado bufo y fascistoide de un escritor al que, a cada año que pasaba, le gustaba menos el mundo que le rodeaba. Quizá la obsesión por recrear una mañana que, por razones muy diferentes a las previstas por Mishima, se ha convertido en mítica, eclipsa el auténtico legado de lo que, desde la perspectiva del tiempo y la lejanía cultural, parece una simple patochada sin sentido.
Mishima. Una vida en cuatro capítulos es una especie de canto de cisne de un cine más arriesgado formal y temáticamente, con la particularidad de estar avalado por los grandes gurús del cine comercial. Curiosamente, durante unos pocos años, los directores que más dinero hacían ganar a la industria, estuvieron implicados en un cine también de gran presupuesto pero con objetivos menos ambiciosos y atractivos para la taquilla. De aquellos años en los que unos pocos cineastas dominaban la Tierra hoy sólo quedan el prestigio de unos nombres que convierten en oro todo lo que tocan y recordados gracias a los nuevos clásicos que filmaron en su juventud.
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