La adaptación cinematográfica de Solaris (1972) --dirigida por Andrei Tarkovski y basada en la novela del mismo título de Stanislaw Lem-- reúne demasiados prejuicios para ser considerada un clásico indiscutible de la ciencia ficción. Se le reconocen indudables méritos, pero no acaba de reunir un consenso unánime sobre su valor cinematográfico. El primer problema es que tiende a ser reinterpretada como la respuesta soviética a la estadounidense 2001: una odisea del espacio (1968) que apenas cuatro años antes había levantado una enorme polvareda interpretativa entre público y expertos (limitar el filme a una reacción al de Kubrick fue una forma simplista de extender la Guerra Fría a terrenos no directamente relacionados con la política). El segundo gran prejuicio es la inmmerecida fama de Tarkovski de cineasta lento, espeso y/o pedante; aunque gran parte de culpa la tienen sus exégetas literarios, que han rodeado cada película suya de un aura mítica y de tal acumulación de significados que, de entrada, repelen al curioso. El tercero lo revelaré más adelante.
Kris es un sicólogo enviado para investigar los extraños sucesos que tienen lugar en una estación orbital que, desde hace décadas, estudia el extraño océano descubierto en un lejano planeta llamado Solaris. Los tres científicos que permanecen en ella afirman haber visto cosas increíbles y, a pesar de todas la evidencias en contra, Kris --una persona distante y racional-- debe averiguar si todo aquello tiene una base racional. Tal como demuestra la versión que hizo de la misma novela Steven Soderberg en 2002, el cine estadounidense sabe que necesita enganchar al espectador con un punto de partida tan prometedor como éste, y por eso dedica los diez primeros minutos de película a establecer el enigma, designar al investigador y a mostrar el ambiente en el que se desarrollará la acción (lejos de la humanidad, en la soledad del espacio, en una nave semidesierta).
En cambio, Tarkovski no ofrece ninguna información a modo de presentación, sino que obliga al espectador a deducir los motivos de los personajes y sus reacciones a medida que se desarrollan. El prólogo muestra a Kris en la Tierra, recabando información de un antiguo piloto destinado en la estación espacial que declaró en su día haber visto cosas extraordinarias; no será hasta el segundo cuarto cuando Kris desembarque finalmente en la estación y comience su misión. La estación orbital que encuentra es una especie de cruce entre el Nautilus del capitán Nemo (objetos decimonónicos, decoración burguesa y estancias impensables en un entorno espacial, como una biblioteca llena de volúmenes ¡en papel!) y la tecnología setentera, espartana y ruda de las Soyuz, en la que reina un desorden que contrasta con la blancura y la frialdad de la Discovery, la nave de 2001: una odisea del espacio.
La novela de Lem se publicó en 1961 y profundiza en una de las principales obsesiones de la posguerra occidental: la posibilidad de vida en otros planetas y el establecimiento de contacto con formas de vida inteligente no humanas. Al igual que Clarke, el escritor polaco ofrece su propia visión de tal posibilidad, pero en lugar de enfocarlo desde el punto de vista científico, opta por los retos sicológicos que implica, así como las posibles secuelas en los humanos. Solaris es, ante todo, una novela humanista acerca de los límites de la comunicación y la aceptación de lo desconocido.
Nada más llegar, Kris descubre que uno de los científicos, amigo suyo, se ha suicidado, mientras que los otros dos tripulantes le evitan y se comportan de forma enigmática. Su amigo le ha dejado una videograbación en la que se despide a la vez que revela detalles sobre los extraños fenómenos que tienen lugar en la estacion (y que se supone que Kris debe conocer). El protagonista, sin embargo, en ese momento, sabe tanto como el espectador, por lo que compartimos su estupefacción cuando, junto a su amigo, aparece una figura humana que no corresponde a ningún miembro de la tripulación. Desde el punto de vista cinematográfico, el modo elegido por Tarkovski para introducir el dilema, es tremendamente eficaz: Kris está viendo una grabación, y por tanto la figura humana que aparece en pantalla no es algo que pueda atribuir a una alucinación de sus sentidos, sino que es algo ha quedado registrado, y por tanto es doblemente real. Más tarde, al visitar a otro de los tripulantes, Kris y el espectador ven cómo una pequeña figura aparece momentáneamente en escena (un niño o un enano, no da tiempo a verlo) que se oculta rápidamente. Al no mediar explicación alguna por parte de los personajes, nuestra reacción como espectadores --igual que Kris-- es de desconcierto e inseguridad, pues creemos haber visto algo cuya mera presencia requiere una explicación que, eso es seguro, no será banal.
Esas apariciones son en realidad los vivientes, réplicas corporales de personas que conocen quienes reclan en la estación, al parecer generadas por el océano de Solaris por una razón desconocida (intento de comunicación, reacción defensiva...). La clave --tanto de la novela como del filme-- consiste en explicar cómo la presencia de estos seres es aplicada hasta sus últimas consecuencias: basta imaginar cómo reaccionaríamos al encontrarnos frente a una persona de nuestro pasado que sabemos que está muerta. Los vivientes son incapaces de estar físicamente separados de los humanos de cuyos recuerdos son producto; no saben que su naturaleza no es humana ni que son indestructibles (los humamos pueden matarlos o deshacerse de ellos, como hace Kris la primera vez, pero siempre regresan sin memoria de lo sucedido). Carecen de pensamiento, de sentimientos y de recuerdos propios, son meras emanaciones corpóreas de origen desconocido que reaccionan de forma imprevisible en cada momento.
Lo que nadie sabía, hasta la llegada de Kris y la aparición de Hari --su mujer, fallecida hace años-- es que, gracias al contacto prolongado con humanos, pueden adquirir conciencia de su naturaleza. Kris se siente incapaz de repudiarla porque sus sentimientos de amor regresar y lo confunden; aun así, tras la primera aparición, su mente racional le lleva a realizar un experimento: introduce a Hari en uno de los cochetes de emergencia y observa cómo se pierde en el espacio. A la mañana siguiente comprueba, nada más despertar, que Hari está allí de nuevo; no recuerda nada del día anterior y, además, el mismo chal que dejó la primera Hari sigue allí. Eso no impide que la segunda lleve otro igual.
Escena de la primera adaptación de Solaris a la pantalla, dirigida por Lidiya Ishimbayeva y Boris Nirenburg para la televisión soviética en 1968.
Todo esto que acabo de sintetizar no se explica ni directa ni indirectamente en la película: es necesario haber leído la novela o deducirlo mediante las imágenes (ya que los diálogos no ayudan en absoluto). Y aquí radica el tercer prejuicio: obliga al espectador a estar atento y a recomponer la historia en ausencia total de claves explícitas y de momentos definitorios. Para hacerse una idea de lo que esto implica veamos un ejemplo en el extremo opuesto: el cine de los grandes estudios de Hollywood. Este tipo de cine trata de evitar a toda costa cualquier trabajo al espectador. Es más, considera que hacerlo conscientemente es contrario a los objetivos del auténtico cine de entretenimiento. Esta idea viene de lejos: el cine clásico que le precedió, a pesar de que resultaba bastante obvio, dejaba bastante margen al espectador para que anticipara el argumento; sin embargo, desde que cambió el siglo, los guiones se han simplificado en extremo, estereotipando los personajes y las situaciones debido a un pánico irracional a que el público (al que se le presume muy poco nivel) se pierda. El resultado es un cine en el que tanta acumulación de obviedades resulta cargante, redundante y previsible.
Los vivientes proporcionan a Tarkovski una excusa ideal para jugar con algunos recursos de la narración cinematográfica: el filme se plantea desde la racionalidad científica, por lo que los personajes --y el espectador también-- asumen que no se trata de alucinaciones ni de una excusa para, más adelante, introducir elementos fantásticos imposibles de encajar con lo visto. Aquí no se esperan chorradas pseudotranscendentes del estilo Horizonte final (1997) o Prometheus (2012), por lo que los vivientes deben tener un origen plausible. El uso más original es cuando Kris decide desacerse de Hari en el cohete de emergencia: para mostrar su naturaleza no-humana y no-lógica quiebra uno de los ejes fundamentales de la narración cinematográfica (la causalidad): si Hari, a la que hemos visto embarcar, aparece al día siguiente como si nada es que algo muy extraño sucede. Al transgredir esta norma casi universal, el espectador experimenta la misma sensación de extrañamiento que Kris.
Solaris es un filme complejo que requiere predisposición, no sólo por renunciar a explicar un relato a la manera convencional, sino por la originalidad de un planteamiento que la literatura y el cine tienden a simplificar por razones de economía y comprensión narrativas. Lo normal es recrear un hipotético contacto con extraterrestres recurriendo seres más o menos humanoides; supongo que es así debido a una inercia cultural comprensible: tratar de enfatizar las diferencias físicas entre humanos y alienígenas sin perder del todo una esencia antropomórfica común que evite convertir el relato en algo opaco, espeso, complicado y poco empático. Y también --por qué no-- para no descolgar al espectador. La novela de Lem, cuyo desafío supera Tarkovski con nota, renuncia a esa tradición y opone elementos completamente disímiles: seres humanos limitados e ínfimos frente a un vasto y enigmático océano incapaz de articular palabra alguna. La arriesgada elección del novelista y del cineasta obtienen un resultado previsible: la novela y la película tienen fama de opacas, espesas, complicadas y poco empáticas. Se dice que, en caso de que haya otras formas de vida inteligente en el universo, sería imposible la comunicación con ellas, porque su existencia misma implicará un sistema físico incompatible con el nuestro. Igual esto va a ser cierto también para la narración.
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