Pequeña Miss Sunshine (2006) es una rara obra maestra que ni envejece ni se deja encajar en ninguna moda o estilo. Es una película única que brilla por el guión modélico del debutante Michael Arndt (ganador de numerosos premios, incluyendo el Oscar), sus trabajados y divertidos gags, sus personajes imposibles pero verosímiles y, especialmente, por la oscura --a veces oscurísima-- realidad social estadounidense que atraviesa su anécdota central de arriba abajo. Es una película que divierte mientras nos recuerda que lo mismo que nos hace reír es tan patético como algunas de nuestras obsesiones más íntimas y/o domésticas. Dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris, dos consagrados artistas del vídeo musical (especialmente vinculados a la carrera de Red Hot Chili Peppers) a quienes sólo les apetece meterse de lleno en la ficción convencional muy de vez en cuando. O simplemente porque no tienen nada que les inspire para dirigir su mirada crítica y ácida sobre la realidad. De hecho, se lo han tomado con calma, porque acaban de estrenar La batalla de los sexos (2017), su segundo largometraje en once años.
El arranque de la película es modélico, un caso de estudio de economía y de eficacia narrativas: consume veinte minutos, pero los aprovecha al completo para presentar y definir de forma perfecta a cada miembro de la familia protagonista: un padre obsesionado con el triunfo, una madre desbordada e histérica del coño que además se acaba de hacer cargo de su hermano --recién salido del hospital tras un intento de suicidio--, un abuelo que consume drogas en secreto, un hijo adolescente que se niega a hablar y que únicamente piensa en ser piloto y una hija de apenas siete años que vive inmersa en el mundo ridículo e irreal de los concursos de belleza. Un prólogo que además establece los objetivos inmediatos de cada uno de ellos antes de embarcarlos, de forma coherente aunque obligada, en el viaje iniciático y físico que llenará la película: llevar a Olive a un concurso infantil de belleza.
Con semejante arranque, el espectador tiene todo el derecho de acomodarse ante la perspectiva de un viaje que promete grandes momentos. El primero --que se repetirá varias veces-- a costa de la manera en que deben arrancar la furgoneta durante todo el trayecto, un gag que de paso sirve para rematar de forma hilarante cada final de escena. Luego surgirán imprevistos que obligan a cada miembro de la familia a enfrentarse a la realidad y descubrir que su vida es una farsa. Y por si eso no fuera suficiente, aún siguen obligados por las circunstancias --el guión se las ingenia para que así sea-- a seguir acompañados de semejante patulea de indeseables. Y así hasta que al final sólo queda un sueño intacto: el de Olive, el único que no puede ser traicionado sin provocar un daño irreparable. La película exhibe el clásico esquema de bola de nieve a base de gags perfectamente encajados en la historia (incluyendo el típico cadáver imprevisto), pero sin necesidad de pasarse de rosca en cada ocasión. El filme se las apaña para ensamblar una serie de imprevistos cotidianos en los que el humor surge por la reacción de los personajes, que revelan así su incompletitud como seres humanos. Esa y no otra es la carga letal que late tras las risas de Pequeña Miss Sunshine.
Ni siquiera para culminar la historia Pequeña Miss Sunshine abandona el clasicismo formal: recurre a la catarsis --el método preferido por los estadounidenses para la superación de las adversidades y reafirmar proyectos de vida-- para dejar bien claro su mensaje y su crítica final. Durante el accidentado trayecto hasta el concurso de belleza infantil cada uno de los protagonistas ha debido renunciar a algo, forzar las normas para superar una adversidad sobrevenida, exponer sus sentimientos en público y suplicar sin temor al ridículo. En otras palabras: desvelar los hilos rojos de la gigantesca y grotesca conspiración en la que hemos convertido nuestro mundo. Aun así, como no podía ser de otra manera, la familia alcanza una precaria y momentánea reconciliación por medio del dudoso honor de ridiculizarse y ridiculizar a personas que son, casi con toda seguridad, igual de ridículas que ellos. Sin duda esta habilidad --que divierte, juzga con dureza y reconforta sentimentalmente (estrictamente por este orden)-- es el secreto del éxito de la comedia americana como género y, en especial, de Pequeña Miss Sunshine. Dudo que existan más de diez comedias de este tipo en toda la historia de Hollywood que no cierren su anécdota con este recurso, tan brillante desde un punto de vista cinematográfico como demoledor y gratificante para el espectador.
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