Hace diez años la guerra en Siria aún no había comenzado. Faltaban cuatro años para el 15/03/2011 --el nefasto Día de la Ira que supuso el inicio de un conflico aún abierto-- y por eso The visitor (2007) no podría haber sido la película que es. Tom McCarthy es su guionista y director, pero antes fue un actor de dilatada carrera: las series de TV Profesores de Boston (2000-2004) y la mítica The Wire (2002-2008) apuntalaron su fama, reforzada con largometrajes de éxito diametral, como Buenas noches, y buena suerte (2005) y The Lovely Bones (2009). En cambio, su carrera como guionista incluye títulos como Up (2009) --tramas adicionales-- o la polémica --y por eso oscarizada-- Spotlight (2015).
The visitor fue su segundo largometraje, ya como autor completo --guión y dirección-- y resulta tan incómoda como el inapelable recorrido moral de su protagonista, y que sirve para desplegar los temas del argumento. Walter, un viudo y mediocre profesor universitario, desilusionado y abúlico, va a Nueva York para dar unas conferencias y encuentra que en su piso se ha instalado una pareja: Tarek, un músico sirio, y su esposa. Pero que quede claro (es importante para caracterizar a la pareja): no habían entrado a la fuerza en el piso, sino porque un tercero se lo había alquilado con todo el morro del mundo. Ese es el plausible suceso que pone en contacto los dos mundos que describe el filme: el de los occidentales acomodados, anestesiados contra nuestro entorno gracias a nuestro poder adquisitivo y a las rutinas que nos hemos impuesto; y el de los inmigrantes forzosos e ilegales, improvisadores por definición, acostumbrados a vivir con lo puesto y a mantener precisamente por eso una actitud mucho más vital, sencilla y directa.
De ese contacto mínimo, pronto queda claro que el único que puede sacar algo es Walter: primero porque redescubre la importancia de dedicar tiempo a lo que de verdad le gusta (en su caso la música: Tarek le hace entender que es mejor que se dedique a la percusión con el yembe; cuando Walter estaba empeñado en aprender piano, el instrumento que tocaba su difunta esposa), a valorar --quizá por primera vez en su vida-- las cosas que posee y su privilegiada posición geopolítica. Pero de paso algo más importante: a toparse de bruces con la cruda realidad de la inmigración, a ponerse en la piel de quienes viven con el miedo constante a ser descubiertos, detenidos, deportados... No sólo ser testigo directo de su precariedad y penuria material (la deducimos al primer vistazo con un mínimo de empatía), sino nuestra manera de mirar a otro lado cuando nos hace sentir vergüenza por nuestra abundancia. Walter se ve lanzado de repente contra el mismo muro de indiferencia y silencio que con que nos segregamos de los inmigrantes, contra el muro físico que los oculta de nuestra mirada (los campos de internamiento) y, finalmente, del muro kafkiano que resulta ser la burocracia migratoria estadounidense. Todo esto la película lo presenta sin estridencias ni dramatismos, sino revelándolo a medida que el protagonista quema etapas en su descubrimiento de un mundo desconocido, más bien ignorado. The visitor muestra el itinerario moral del estadounidense con estudios superiores respecto a las inmensas zonas oscuras que ocultan los entresijos de la política migratoria de su país.
Además, Walter redescubre un sentimiento dormido, pero la lógica de la historia le impide que aflore con naturalidad, porque la política convierte esa situación en antinatural. El incipiente amor que experimenta por la madre de Tarek (a la que ha acogido en su casa) surge espontáneamente, pero no sólo es inconveniente, sino que puede interpretarse como que Walter aprovecha de forma ventajosa la desigualdad legal que les separa. Ella da la sensación de que no se da cuenta, o que prefiere limitarse conscientemente a su papel de agradecmiento constante por todo lo que recibe, lo que hace comprender a Walter aún más rápidamente sus nulas posibilidades. Y no por un tema étnico o jurídico, sino porque el drama de Tarek se interpone entre ambos. Una eficaz metonimia de un problema mucho más complejo.
En Los gritos del silencio (1984) se cuenta la historia de un drama que pone a prueba la amistad de dos amigos: un periodista estadounidense destinado en Camboya y un médico local que le sirve de intérprete y guía en vísperas del sangriento conflicto de los jemeres rojos. El terrible genocidio a que dio lugar aquella guerra los separó violentamente, pero ambos demuestran que, a pesar de todo, su amistad perdura hasta el emocionante día en que se vuelven a reunir. The visitor expresa una variante muy actual e igualmente dolorosa de ese mismo drama: dos personas que se encuentran por casualidad, experimentan una mutua simpatía y luego, de pronto, se ven separados por culpa de decisiones políticas de difícil justificación humanitaria. The visitor no entra a valorar la emigración como fenómeno social, sino desde el lado estrictamente humano, el de las personas que se comunican, que se ayudan mutuamente a convertirse en mejores personas... Desde este punto de vista el retrato es triste y esperanzador a la vez, pero se materializa a través de un filme nada desdeñable, airado, sensible, auténtico.
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