viernes, 9 de febrero de 2018

Relato. Memoria. Narración. Documental. Ficción (no necesariamente) involuntaria (Stories we tell)

Sarah Polley es una cineasta todoterreno: en lo humano, en lo político y en lo artístico. Me limitaré a esta última categoría, a pesar de que en las otras dos encuentro grandes coincidencias de pensamiento y obra, pero ahora no vienen al caso. Como buena hija de actores, comenzó su carrera como actriz infantil (no podía ser de otra manera), pero en 2010 interrumpió su faceta interpretativa y decidió ampliar sus horizontes lanzándose a escribir guiones y dirigir películas. En su filmografía destacan Lejos de ella (2006), por cuyo guión optó al Oscar y su protagonista --Julie Christie-- al premio a mejor actriz. Su último filme de ficción es Take this waltz (2011) donde dirige a un impensable Seth Rogen. Al margen de estos méritos, en mi imaginario sentimental, Polley siempre será el rostro afásico y ultraexpresivo que catapultó con sus interpretaciones el impacto dramático de dos de las mejores películas de Isabel Coixet: Mi vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005). Aun así, Sarah Polley es mucho más que la suma de estos detalles biofilmográficos.

Stories we tell (2012) es, además de un documental, una catarsis personal, familiar y cinematográfica en toda regla. En primer lugar, narra el proceso de descubrimiento y asimilación de una verdad que la afectaba directamente como persona (aunque no cometería spoiler en primer grado prefiero no decirla), una revelación que reescribió su historia, modificó su presente y tuvo un inevitable efecto en su familia. Puede que la ficción dramática barata nos tenga mal acostumbrados, porque lo cierto es que choca la naturalidad y la serenidad con las que Polley encajó semejante noticia, y también el valor que tuvo para situarla en el centro de su película y compartirla sin pudor. En segundo lugar ilustra un enfoque que se acopla bien a la anécdota principal: la memoria funciona mejor cuando construimos relatos con nuestros recuerdos y experiencias; y no sólo porque es una forma de mantenerlos vivos, sino porque facilita la construcción de nuestra identidad, la que nos explica y justifica a toro pasado ante nosotros mismos y ante los demás. Por último, el documental posee una original forma cinematográfica de materializar el pasado: utiliza una técnica muy habitual del reportaje televisivo de reconstrucción histórica, que consiste en reunir una serie de testimonios --en este caso sus familiares-- para componer un relato con múltiples puntos de vista que se autoconstruye y avanza a base de montaje paralelo y confrontación de puntos oscuros. Como contrapunto a tanto monólogo y redundancia, Polley oxigena la historia con un supuesto metraje familiar --fotográficamente manipulado, rodado con descuido, para que parezca extraído de películas domésticas y audiovisuales de otras fuentes-- que sirve, a veces, de confirmación a la banda hablada, en otras introduce matices que pasa por alto el narrador y en algunas --directamente-- se contradice. Esa combinación de testimonios cuidadosamente yuxtapuestos e imágenes del pasado producen el efecto buscado: transportarnos a un tiempo inexistente que revive porque componemos un relato con palabras, fragmentos y recuerdos.



Polley ofrece en Stories we tell una inteligente combinación de recursos cinematográficos que equivalen a una teoría del relato y de la memoria: las historias que nos montamos en la cabeza, las que nos contamos a nosotros mismos para explicar nuestra vida, nuestros cambios de opinión, nuestras relaciones, nuestros errores, nuestro lugar en el mundo... son, probablemente, la mejor forma de organizar y optimizar nuestra imagen mental del pasado.

Componiendo y guardando relatos conservamos más detalles y resulta más fácil transmitirlos a los demás. Y cuando narrar se convierte en arte nos adentramos en el territorio de la ficción, que es lo que hace Polley cuando se incluye a sí misma en el filme y recrea ese falso metraje familiar. Pero llega un momento en que el valor del relato excede su mera función de soporte para nuestra identidad: eso sucede cuando incorporamos nuestro punto de vista (o intuiciones sobrevenidas, o hallazgos improvisados) durante el acto mismo de narrar. A partir de ese instante estamos convirtiendo en arte la acción misma de contar una historia, introduciendo conscientemente recursos para incrementar el interés, ocultando detalles por conveniencia dramática o por sorpresa, añadiendo matices en cada repetición de un mismo pasaje, haciendo pausas, acelerando el ritmo... Y cuando hacemos todo eso es casi imposible no ceder a la tentación de hacer ficción, como hace Polley: nos (re)inventamos, nos mejoramos, nos modificamos; pero también servimos de inspiración para otros relatos. Este inacabable proceso de acumulación es la base material de nuestra memoria, y también de cierta clase de documentales.

Normalmente el documental propone una voz y una mirada únicas sobre los hechos, pero Polley ha preferido ceder la palabra a sus familiares, limitándose a equiparar o contrapesar con imágenes sus recuerdos. Y todo para que de ese relato múltiple surja algo que acaba colocándola en primer plano, y no solo como mera supervisora técnica (a menudo se la oye detrás de la cámara, pero la anécdota central la obliga finalmente a ponerse ante la cámara, frente al espectador). Por otro lado, Stories we tell se beneficia de haber explotado/respetado escrupulosamente la técnica documental de los círculos concéntricos que presenta y maneja el diferente impacto en las personas de los sucesos del pasado: 1) las que protagonizaron los sucesos y experimentaron en carne propia sus consecuencias, 2) las que estaban a su lado entonces y se vieron alcanzadas por los sentimientos y los actos de los protagonistas, 3) todas aquellas que --con independencia del tiempo transcurrido desde los sucesos narrados-- acceden al relato en el que quedaron fijados los acontecimientos. Recurriendo a los dos primeros grupos, Polley ha conseguido fijar una imagen documental de su memoria personal; pero al compartirla públicamente asume el riesgo de que quede asimilada a una ficción que tensa conscientemente las debilidades o las lagunas de la realidad. No es que eso convierta el filme en un fraude, pero el paso del tiempo acabará por destacar principalmente la originalidad de su estructura formal, mientras que el impacto del argumento menguará hasta quedar confinado de nuevo en el círculo de descendientes de Sarah Polley, que es de donde surgió. Es la ley de la vida, y también la ley del cine.

A pesar de esa inevitable limitación, es una suerte que el cine nos ayude a fijar nuestras vivencias con tanta intensidad y poniendo a nuestro alcance tantas posibilidades formales, sin importar que acaben confundidas con ficciones (involuntarias o no). Un relato sigue siendo infinitamente mejor que una serie inconexa de detalles y momentos sin selección, orden ni frecuencia... Relatos que explican una vida, mientras la vejez y nuestra decadencia física no los conviertan exactamente en eso: una serie inconexa e inexplicable.




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