Igual que me sucedió con Desayuno con diamantes (1961) y El viaje de Chihiro (2001), he necesitado bastante tiempo y unos cuantos visionados antes de decidirme a escribir sobre Una habitación con vistas (1985), la cual --lo admito-- ha marcado de alguna manera mi evolución sentimental. Cuando se estrenó, de puertas afuera, admiré y alabé sinceramente su mérito narrativo, el encanto de los personajes y algunas escenas cuidadosamente escogidas que no comprometían en lo fundamental la extensión del impacto que me había producido, sin embargo omití ciertos posicionamientos estéticos y sentimentales que me habían calado más profundamente de lo que estaba dispuesto a reconocer, los cuales, durante años, han seguido activos en el trastero de mi mente, pero sobre todo determinando algunas decisiones de la fase final de mi juventud. Esto lo digo ahora, cuando desinflo sin rubor el airgab de la cinefilia y soy capaz de enfrentar la parte cinematográfica y artística por un lado y, por otro, aislar los elementos que me tocan más adentro. Con la suficiente perspectiva, pienso que es una tentación difícilmente resistible recrear en nuestras vidas los momentos de las películas que realmente nos conmueven, entonces y ahora. Estoy persuadido de que no soy el único que lo hace...
Una habitación con vistas se puso de moda en todo el mundo nada más estrenarse. Lo demuestran los tres premios Oscar que ganó: guión adaptado, dirección artística y diseño de vestuario (categorías que destacan lo mejor de las producciones británicas y que aún hoy funcionan como denominación de origen de sus series y telefilmes de época). De entrada, el reparto estuvo muy bien seleccionado, empezando por una entonces desconocida Helena Bonham-Carter, que exudaba encanto --especialmente sus miradas-- en un papel que por desgracia la encasilló durante mucho tiempo, hasta que supo liberarse y demostrar sus demás cualidades interpretativas en otros papeles más incómodos e inclasificables, no solamente en los de jovencita posvictoriana. De todas maneras, si la interpretación de Bonham-Carter no hubiera sido nada del otro mundo el reparto de lujo que la acompañaba hubiera eclipsado sin problemas sus limitaciones: Judi Dench, Maggie Smith, Denholm Elliott, Julian Sands, Rupert Graves y un jovencito y perfeccionista Daniel Day-Lewis.
El segundo gran acierto de esta producción es la elección del texto que sirve de base al guión, una novela con el mismo título escrita por E. M. Forster, autor británico (muerto en 1970) cercano al influyente Círculo de Bloomsbury y no demasiado conocido hasta ese momento pero que, gracias al filme de Ivory y a la brillantísima adaptación cinematográfica que de otro texto suyo había hecho David Lean un año antes --Pasaje a la India (1984)--, se disparó la venta de sus libros y la obsesión por llevar al cine todas sus obras. Fue uno de esos raros consensos de crítica y de públicos mayoritarios, fascinados ambos por el sentido último de unos libros escritos a principios del siglo XX y que aún conservaban un notable aspecto moderno, capaces de explicar y reivindicar la sensibilidad de una generación finisecular en la que Forster era imposible que pensara cuando las compuso: la ochentera; una generación social, cultural y sentimentalmente en las antipodas de la que le inspiró. Con lo que él y la mayoría no contaban es que el siglo XX terminara igual que empezó, con una juventud ansiosa por sacudirse el lastre de una educación y una visión estrecha de las relaciones sociales, el amor y la sexualidad, oponiendo --con ingenuidad y hasta sin demasiada vehemencia-- una actitud natural y desacomplejada ante la vida, rechazando inhibiciones impuestas y dando prioridad a la infalibilidad de los sentimientos íntimos (una idea bienintencionada pero cuyas nefastas consecuencias empiezan a vislumbrarse ahora, en la generación de nuestros hijos). La cosa es que ese mismo estado de cosas de principios de siglo se volvía a dar en los ochenta, amenazando con convertirse en seña de identidad de una juventud poco comprometida políticamente pero ansiosa por diferenciarse y realizarse sentimentalmente, contribuyendo sin duda al éxito de la novela y de la película. Luego resultó que ese posicionamiento desinhibido y pretendidamente natural fue el germen de lo que en la década siguiente evolucionó y se consolidó como la subcultura indie, pero eso es otra historia...
El tercer gran acierto es que el guión respeta/mantiene un elemento ya presente en el original literario, y que funciona exactamente igual en la película: los Emerson (tanto el padre como su afásico hijo) representan una nueva actitud vital alternativa al encorsetamiento de las pasiones que recomendaban los usos y costumbres tradicionales. En 1908 --cuando se publicó la novela-- Gran Bretaña se encontraba en un momento en que la moral victoriana ya se hallaba en franco retroceso, pero aun así, en determinados ambientes biempensantes no aristocráticos, seguía siendo una pauta de conducta vigente. Contra esa moral pacata y gazmoña escribió Forster su libro, para criticar y evidenciar --con un humor suave a veces no carente de sorna-- que con esa educación y esa moral no se iba a ninguna parte en el mundo contemporáneo; si acaso era una manera segura de lograr que los hijos fueran infelices y arruinaran sus vidas al acatar imposiciones trasnochadas de sus mayores.
Setenta y seis años después del libro, la sociedad occidental se encontraba en una encrucijada muy similar: la juventud ochentera, criada en la abundancia y la seguridad de los Treinta Gloriosos, abrazaba sin complejos una actitud hedonista y desacomplejada, confiada en que la bonanza económica iba a ser algo estructural (en esa misma década, sin embargo, se sentaron las bases políticas del descalabro posterior); y su reacción natural consistía por tanto en arrinconar todo lo que tuviera que ver con las ideas, los tiempos y el mundo de los padres. En este contexto, el esquema y la crítica que planteaba la novela de Forster encajaban a la perfección en los ochenta, y los jóvenes se alineaban con Lucy y George y los obstáculos que enfrentaban para estar juntos. Su actitud (que no los signos externos del romance que protagonizan, totalmente desfasados cuando se estrenó el filme) representa el mismo deseo de una nueva moral y de vivir según lo que ellos --nosotros-- consideraban una filosofía natural de las relaciones. Y todo eso con el mérito añadido de evitar el enfrentamiento directo con los padres (nunca fuimos unos revolucionarios y para nosotros la familia es algo fundamental. Dos rasgos auténticamente distintivos del ochentero), al contrario, éstos salían reafirmados de la experiencia al constatar que sus hijos iban a ser felices y no tenían que claudicar como hicieron ellos cuando se enfrentaron a la misma encrucijada. Creo que todo este esquema --muy próximo al de la comedia romántica, y por eso se suele encajar sin más en este género-- fue una de las principales razones de su éxito y del aluvión de premios que le cayeron por todas partes.
La cosa es que el director James Ivory y el productor Ismail Merchant querían dar notoriedad a su recién fundada productora con filmes bien realizados y de interés para todo tipo de públicos. Y hay que decir que acertaron en ambas cosas, como acertaron al confiar el guión a Ruth Prawer Jhabvala, que ya había empezado a labrarse una reputación en dos interesantes trabajos previos: la sensual y original Oriente y Occidente (1983), en la que adaptaba su propia novela, y Las bostonianas (1984), donde el autor adaptado era Henry James, ambas dirigidas por el propio Ivory. Ruth también se encargó de los guiones de Regreso a Howards End (1992) --de nuevo un texto de Forster-- y Lo que queda del día (1993) --de Kazhuo Ishiguro--, provocando quizá con ello un encasillamiento aún más rígido que el de Bonham-Carter. Pero eso también es otra historia; aquí lo que importa es la naturalidad con que la historia presenta y describe a cada personaje, así como la delicadeza para exponer sus sentimientos en escenas cotidianas. Todo un ejemplo de sutileza y penetración sicológica.
Y ahora entro de lleno en los momentos estelares de la película, muchos de los cuales incorporé a mi lista de cosas que hacer cuando visitara Florencia (no lo he conseguido ninguna de las dos veces que he estado allí, pero no pienso dejar de intentarlo una tercera): la escena inicial, aparte de una modélica presentación de cada personaje, está repleta de detalles mínimos pero definitorios en extremo (como el signo de interrogación hecho por George con verduras de su plato y que apenas alcanzamos a ver, pero que marca el camino de por dónde irán los tiros; o diálogos aparentemente inocuos que revelan poderosos indicios sobre lo que piensan los personajes: "Mi madre dice que después de tocar a Beethoven estoy de mal humor"), así como el ambiente provinciano y la excitación que provoca conocer personas nuevas durante un viaje al extranjero. Los principales personajes del drama están incluidos en ese breve prólogo, y conocerlos fuera de su entorno habitual nos proporciona mucha más información de la necesaria (lo comprenderemos más adelante).
La historia de Una habitación con vistas está hecha a base de acumulación; momentos significativos que influyen en Lucy --la protagonista-- más de lo que ella misma se niega a aceptar, pero que el espectador --que hace el recorrido natural de sentimientos que debería hacer Lucy-- recoge como indicio con repercusión al final, de manera que la película nos pone de los nervios mientras asistimos a un repertorio insufrible de explicaciones erróneas, negaciones de evidencias y sumisión --forzosa o no-- a los dictados de la apariencia, la buena educación o la mojigatería (encarnadas por la tía y el prometido de Lucy). Para compensar, de tanto en tanto, el filme propone otras escenas más frívolas y que nos devuelven la esperanza en que por fin los personajes se comportarán con la naturalidad que ellos mismos niegan a sus sentimientos: cuando Freddy propone al párroco y a George, nada más conocer a éste último, ir a tomar un baño a su lugar preferido en el bosque (con desenlace imprevisto incluido); así como otros momentos perfectos que desbordan un raro encanto: el incidente en la Piazza della Signora (las postales manchadas de sangre Arno abajo es una imagen con una fuerza tremenda), el esnobismo de George gritando frases aparentemente profundas subido en un árbol del que luego cae ridículamente, o su beso improvisado con Lucy en plena campiña. Gracias a todas esas situaciones y revelaciones indirectas, la película acaba de perfilar cada carácter mostrando su comportamiento en la intimidad social y del hogar (los juegos, el sentido del humor, los chascarrillos familiares...), en momentos que rompen con lo establecido y que desvelan su bondad o la falsedad de sus posicionamientos... Hasta que, por fin, el padre de George, al que todos toman por un tonto excéntrico, se atreve a verbalizar lo que el espectador lleva casi toda la película esperando que sea dicho en voz alta: ¿por que no están juntos Lucy y George si se aman? Si alguien decide leer la novela, comprobará que todo esto ya estaba en el texto original y verificará el auténtico valor de la adaptación cinematográfica.
Una habitación con vistas sigue influyendo en la valoración que, aún hoy, hago de algunas situaciones sentimentales. No por eso es un gran filme, sino por la vigencia de los dilemas que trata. Como también he comprendido con la edad que cada generación se los planteará casi en los mismos términos. Una habitación con vistas son un libro y una película que ilustran --cada cual según sus medios y en su contexto-- cómo la clase media hace su propia revolución incruenta a base de pequeñas escaramuzas domésticas. Me pregunto si las generaciones que me sucederán sabrán aplicar a sus objetivos esa misma capacidad, si no lo están haciendo ya...
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