Jasmila Žbanić es una mujer nacida en Sarajevo, la ciudad que fue capital europea del dolor y de la vergüenza --para la UE en especial-- en los noventa (como la siria Alepo lo está siendo en la última década), cuya filmografía no abandona la órbita de las heridas y las secuelas de la guerra serbio-bosnia (1992-1995). Se trata de un conflicto que parece ya lejano temporal y geográficamente, pero que desembocó --una vez más, cuando ya parecía que habíamos aprendido la lección-- en un exterminio planificado contra los musulmanes bosnios, víctimas de la obsesión de los fascistas serbios por la limpieza étnica, que aspiraban a conseguir un estado imposible en el que las fronteras las marcaran los orígenes y la religión.
No parece haber sido un proceso fácil para Žbanić: empezó con Grbavica (El secreto de Esma) (2006), la historia de una mujer víctima de las violaciones sistemáticas de los serbios durante la guerra y de cómo su hija adolescente acaba afrontando semejante revelación; un filme que ahonda en la secuelas cotidianas de una brutalidad tan real que parece el producto de una pesadilla. Luego vino En el camino (2010), acerca de jóvenes musulmanes excombatientes que de pronto abrazan el fundamentalismo islámico, una especie de posicionamiento que busca resarcir los sufrimientos y las humillaciones del pasado bélico, revalorizarse entre lo que consideran una comunidad decadente (sus padres y abuelos, por ejemplo, son musulmanes que beben alcohol), adoptando la poligamia, incluso --en contra de las leyes del país-- con menores a las que se fuerza al matrimonio. Luna, la protagonista, una joven bosnia, occidentalizada y musulmana, observa incrédula cómo su novio (con el que convive), adopta una nueva moral, convirtiendo poco a poco su relación en un infierno. Luego vino For those who can tell no tales (2013), que presenta el legado silencioso y terrible de la misma guerra desde el punto de vista de un australiano de paso por el país. Hasta que, después de un extraño interludio -- Love island (2014)--, Žbanić se ha atrevido a afrontar el pasado aún incandescente de su país, el verdadero epicentro del dolor, filmando una crónica de los días de julio de 1995 en que se llevó a cabo la matanza de más de 8.000 bosnios (hombres, niños y ancianos). Quo vadis, Aida? (2020) es una película rodada sin sentimentalismos, mostrando el sufrimiento de situaciones extremas sin paliativos narrativos ni apósitos técnicos, dejando que aflore en las situaciones más increíbles y crudas, sin demorarse en formalismos escénicos ni dramáticos. Y por supuesto, es una película que no pierde ocasión de recordar el lamentable y vergonzoso papel de las tropas de ONU desplegadas en Srebrenica (y, por extensión, de los mandatarios de las grandes potencias que dejaron vendida y a merced de sus verdugos a toda una ciudad durante aquel verano).
La historia se concentra en las horas previas al inicio de la matanza, en la peripecia de Aida, una maestra que trabaja como traductora para las tropas neerlandeses de la ONU. Aparte de su trabajo, intenta influir en los mandos militares para que se proteja a una población que huye despavorida de los serbios; y de paso conseguir salvar a su marido y a sus dos hijos de una muerte más que probable. Aida intenta desesperadamente obtener privilegios, en las mismas narices de sus compatriotas, lograr que se les incluya entre el personal bajo protección de la ONU; pero además de todo eso, debe ser testigo directo de la hostilidad y la violencia de antiguos alumnos (los conoce por su nombre y apellidos) que forman parte del ejército serbio. Experimenta en primera persona ese incomprensible odio que de pronto surge entre vecinos de toda la vida, comprobando cómo la guerra se lleva por delante sus años de labor educativa. No hay subtramas secundarias para diversificar las situaciones dramáticas, ni escenas que se demoren en el abuso de poder ejercido sobre inocentes desarmados; todo lo llena un relato directo, sin digresiones ni diálogos literarios (los mismos que se suelen usar para colar un balance histórico realizado desde el presente). Pero lo más increíble de la películas es que Žbanić ni siquiera carga las tintas en la inacción de los neerlandeses (a los que, sorprendentemente, no presenta como insensibles, inexpertos e ingenuos, sino ridículamente autoconvencidos de su capacidad para poner orden con sus buenas intenciones y declaraciones); le basta con dejar constancia de su cobardía.
Quo vadis, Aida? es la crónica dura y urgente de una tragedia que muchos se negaron a ver, un filme en las antípodas de ese cine compasivo y espectacular de los estadounidenses, el testimonio de una persona que conoce perfectamente de lo que habla, porque le ha tocado vivir con ello y con sus secuelas. Por estas y muchas otras razones, el filme debería haberse llevado el Oscar al mejor filme internacional, en lugar de la floja Otra ronda (2020); pero claro, a la mala conciencia occidental le sigue costando, no ya airear errores y responsabilidades, sino ficcionar dramas que ha contribuido a agravar. Le ha llevado unos cuantos años y películas, pero al menos Žbanić no ha escurrido el bulto.
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