Todas las películas están mal (2)
«La ingenuidad deja de existir cuando se convierte en un punto de vista» (Theodor W. Adorno).
«Aunque probablemente no pudiéramos cambiar el mundo, podríamos continuar describiéndolo de manera crítica e interpretándolo con precisión. En un tiempo como el nuestro, dedicado a falsas representaciones, a la desinformación y a la mentira sistemática, ahí reside quizá el equivalente moral de la intervención» (Thomas Mitchell: Teoría de la imagen, 1994).
«La elipsis es el recurso cinematográfico más poderoso que existe y, por tanto, también el más popular, porque nos devuelve al pensamiento mágico de la infancia: soñar que se puede pasar de un lugar a otro sin continuidad lógica, sin esperas inútiles, obteniendo un efecto inmediato; hacer realidad esos juegos de palabras que radicalmente no ejercen ningún efecto sobre el mundo, aunque sí sobre la película» (inspirado en Laurent Jullier).
De manera que, si no nos convencen perspectivas crítico-estéticas como el relativismo, lo cool o lo subversivo, ¿qué nos queda para argumentar sobre los méritos de una película sin que consista exclusivamente en nuestro punto de vista y nos permita establecer comparaciones? ¿Existe algún estilo a medio camino entre lo poético y lo intersubjetivo que no impida echar mano --de vez en cuando-- del humor, nuestros estados de ánimo, anécdotas, recuerdos, filias y/o fobias? ¿Valdría un estilo así como posicionamiento crítico y/o juicio estético? ¿Valdría como análisis? ¿Valdría como criterio de valoración? ¿Y como simple recomendación? Pues mire usted, yo creo que sí. Porque si todos los filmes tienen vigencia limitada en cuanto a estética, usos sociales y/o modelos ejemplarizantes y aun así emocionan, entusiasman e interesan, ¿por qué las críticas que provocan e inspiran esas mismas películas, con su validez limitada e imperfecta, no van a resultar útiles, y hasta emocionantes?. Incluso este texto tiene una fecha de consumo preferente.
Toda crítica debería tener --como mínimo-- una validez equivalente a la de la película, si es más pues mira qué bien. Para ello, la crítica debe estar alineada con el medio cinematográfico y los recursos que moviliza el filme, apoyarse en sus fundamentos expresivos y narrativos. ¿Por qué estos y no otros? Pues porque son los mismos que han servido para crear la película y de ellos deriva su vigencia. Inevitablemente, aquello que nos sugieran las películas dará suficientes pistas sobre las fortalezas y debilidades de nuestra crítica. Un ejemplo: el estatuto de significación que le otorguemos a las imágenes arrastrará nuestra interpretación hacia un terreno u otro. En este sentido, Laurent Jullier cree que existen tres criterios básicos de recepción e interpretación de las imágenes de una película:
1. Fregeano (por el filósofo y lógico Gottlob Frege): considera las imágenes como huellas de la realidad que captan, siendo ese su principal sentido. La crítica de André Bazin y la mayoría de sus discípulos es completamente fregeana
2. Saussuriano (por el lingüista Ferdinand de Saussure): compone las imágenes en esquemas que forman algo parecido a un lenguaje que se debe descifrar para acceder al significado del filme. Recurren a él quienes todavía creen en la existencia de unos criterios de verificación y de comparación de las películas por encima de tiempos y cinematografías que se afinan a medida que evoluciona el medio. Sus partidarios suelen estar vinculados al ámbito científico-universitario.
3. Wittgensteiniano (por el filófoso Ludwig Wittgenstein): el significado de las imágenes se encuentra en su uso dentro del filme y está totalmente desconectado de su contenido. No es solamente que todas las interpretaciones valgan, es que también vale su no-interpretación. Es la estrategia preferida de los exégetas profesionales, que consideran que no hay obras maestras ni bodrios infumables, sino aportaciones irrepetibles al medio cinematográfico (que a menudo ellos se encargan de reivindicar ante un fracaso, un desprecio o una recepción mayoritariamente negativa).
Basta con leer cuatro o cinco textos de este blog para darse cuenta de que quien los escribe encaja claramente en la segunda opción. También estoy convencido de que una buena película es la que consigue sacar el mejor partido de las posibilidades expresivas del dispositivo cinematográfico (Jullier dixit), y por eso mi criterio tiende a priorizar los argumentos alineados con este propósito, quizá en un cruce indefinible entre la mirada fregeana y la construcción saussuriana de la narración. El resto lo proporciona mi biografía, mi mochila cultural y mis estados de ánimo. Todo ello obsesivamente expresado desde una perspectiva que busca contextulizar y comparar y un lenguaje que oscila entre la jerga analítica y el influjo literario. Lo admito: entremezclar mis preferencias y mi sensibilidad junto con un afán razonador y didáctico no atrae de entrada; pasa lo mismo con los sabores fuertes: hay que insistir hasta que les encuentras la gracia. Suele pasar cuando tu estilo es una reacción condicionada por la falta de audiencia o tus opiniones no interesan a demasiada gente.
Pero cargar casi todo el peso de la crítica al mérito de los dispositivos del medio derivaría con el tiempo en un estilo y en una casta de expertos compitiendo en conocimientos y vocabulario, en una exhibición indecente de aptitudes para desvelar significados crecientemente crípticos e imposibles de detectar por no iniciados. Puro elitismo insoportable. No. Hace falta algo más: memoria (relacionar al vuelo otros títulos. En este sentido, cuantos más años acumula el crítico, mejor), contexto (ser capaz de relativizar las propias impresiones y afirmaciones, que es seguro se diluirán o cambiarán con el tiempo. Todo sea por la mayor vigencia de la crítica) y estilo (mejor escribir bien y dejar caer de vez en cuando un toque de poesía que compense tanta jerga especializada y deje volar la imaginación, el recuerdo o la nostalgia. Si además te atreves a colar alguna confesión personal a costa de tus errores y desamores pues entonces rozarás la perfección).
Es algo así como aspirar a una especie de inmanencia (kantiana, intuitiva, desligada del cuerpo y de los sentidos, desinteresada, no subjetiva, dependiente del estado sentimental), válida en todo tiempo y contexto. No pretender nunca equiparar las explicaciones propias a la lógica científica, como mucho a las ciencias cognitivas. Tener siempre presente que no existe el sentido común estético, esa manía de elevarse por encima del materialismo cotidiano y las pulsiones consideradas zafias o sucias, encontrar un punto medio y/o una objetividad que no existen. Más bien se trata de una estrategia de supervivencia o de reproducción de grupo que la psicología evolucionista podría calar perfectamente gracias a su evidente despliegue adaptativo. Gracias al cognitivismo, es posible afianzar los significados en «unas bases adaptativas de carácter utilitarista (el más bello paisaje es, en realidad, el más nutritivo, el más bello compañero es en realidad el más fértil)» (Jullier, 2002); la película más entretenida es la que divierte a mucha gente durante muchos años; la narración más atrevida es la que encuentra pequeñas o grandes variaciones a los recursos ya conocidos; la crítica capaz de detectar y transmitir los aspectos fundamentales de la vigencia de un filme es una buena crítica. El cognitivismo es un armazón ideal para conectar las películas con nuestro precableado de serie como especie: valorar y comparar las películas sin perder de vista los esquemas y argumentos que sostienen nuestra supervivencia material y permiten que disfrutemos sin pérdida de algunas películas, al menos hasta que no haya un cambio radical de nuestro medio ambiente (del cinematográfico también, claro).
Éxito, logro técnico, originalidad, coherencia, ejemplarizante y emocionante son los 6 elementos --Jullier dixit una vez más-- que deberían caracterizar el mérito cinematográfico. Con uno basta para que un filme destaque del resto; y cuantos más ases sea capaz de reunir mejor todavía. Ese podría ser un criterio válido para unos cuantos... De todos ellos, quizá el más inestable sea el quinto, por esa versión sosa y patética que transmite de un arte estrechamente vinculado con el romanticismo. Pero lo más interesante es cómo reacciona la crítica cuando cree haber encontrado un número indeterminado de estos valores:
1. Frialdad: conmigo lo que intenta esa película no funciona, detecto inmediatamente el truco. La desprecio olímpicamente
2. Fatalismo defensivo: esa película, a pesar de no ser del estilo en el que me reconozco, ha funcionado conmigo y por eso precisamente me cabrea. No tengo más remedio que hablar con sarcasmo de ella
3. Aceptación: no entiendo cómo ni por qué (o sí lo sé pero no lo quiero decir) pero esa película conmigo ha funcionado y no me importa admitir que me encanta. La ensalzo sin complejos y la defiendo ante quien haga falta
Escoger una u otra actitud servirá a quien lo lea para calibrar mejor el alcance de los méritos cinematográficos que involucra el autor. Ciertamente, no me parece que haya muchas más alternativas a esta lista.
Leer una crítica o un comentario sobre una película y comprender que aún podemos encontrar algo en ella que siga siendo válido en nuestro presente es como hacer la prueba del Carbono 14 de la vigencia cinematográfica. Si no la supera significa que estamos ante un fósil, un cadáver que, como mucho, servirá de objeto de estudio para universitarios, con suerte como material de desecho museístico. En cambio, si el texto despierta en nosotros el deseo de ver la película, ya sea porque nos soprende con un giro inesperado de la trama, nos obliga a remontarnos en la historia del cine --o al menos en nuestra lista de títulos acumulados en la retina-- en busca de antecedentes, influencias o paralelismos, significa que hay algo en ella que se mantiene con vida. La crítica de cine debería aspirar a una décima parte de todo esto.
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