martes, 4 de mayo de 2021

El viejo sueño de románticos y vanguardias (Otra ronda)

Lejos quedan ya las renuncias del viejo estilo Dogma 95, quizá en su momento autoconcebido como una especie de nueva vanguardia artística que buscaba devolver al cine la autenticidad (perdida por el camino, según los fundadores, debido a un exceso de especialización profesional industrializada); su objetivo era lograr que el espectador se acercara a la realidad que se preservaba en un rodaje repleto de renuncias técnicas. Como idea no estuvo mal, levantó su polvareda, los expertos demostraron un desdén calculado y aparentaron escándalo de raíz estética (sin dejar de interesarse en las películas que estrenaban), pero el tiempo --breve, por cierto-- dilapidó rápidamente la sensación de novedad, y quedaron sólo las patochadas (títulos infumables, debutantes inexpertos que agitaban la etiqueta del Dogma 95 y así obtenían financiación, el certificado de autenticidad que muchos exhibían sin rubor ni sentido del ridículo). Pasado el sarampión, en las ficciones postdogma de los cineastas más relevantes, rodadas --ahora sí-- sin renuncias ni malas conciencias, pudimos calibrar los méritos y aportaciones de cada cual: destaco por encima de todos a Susanne Bier y Anders Thomas Jensen con Después de la boda (2006); incluso el propio Vinterberg, uno de los padres del invento, le dio una patada al manual y se lanzó a una carrera estándar en lo profesional, quizá no en lo estílístico, aunque sólo desde 2010 parece haber encontrado cierta continuidad creativa: Submarino (2010), La caza (2012), Lejos del mundanal ruido (2015), La comuna (2016), Kursk (2018). Lejos queda ya aquella demoledora Celebración (1998).

Y como miniguinda a una carrera en consolidación llega el Oscar a la mejor película internacional por Otra ronda (2020) y más de uno y más de una sienten que Vinterberg ha obtenido un reconocimiento que merecía por su eclecticismo y su visión crítica en los márgenes de lo sociable. Y he de admitir que esa visión crítica es la que brilla en todo esplendor en el breve arranque antes de créditos de Otra ronda, una expectativa rápidamente defraudada ante el giro de la trama principal: un improbabilísimo experimento llevado a cabo por unos docentes --en plena y evidente crisis de los cuarenta-- que intentan probar la hipótesis de un filósofo (que por lo visto no salió mucho a la calle) y que opinaba que el achispamiento incipiente que proporciona el alcohol permite incrementar nuestra productividad gracias a la seguridad y la verborrea que nos da ese primer mareíllo de los cócteles y demás bebidas espirituosas. Las escenas principales mantienen la apariencia de experimento sesudo (algo así como experimentar con drogas nuevas), pero aunque el desarrollo es completamente verosímil, son las irreales motivaciones iniciales de los protagonistas las que cuestionan todo lo demás.



Es como si Otra ronda se hubiese estrenado apenas unos años despues del descubrimiento de la fermentación de las uvas y las capacidades de los destilados; como si el consumo de alcohol aún fuera una incógnita, como si la medicina no hubiese documentado ya sobradamente los efectos del consumo excesivo (el derrumbe individual y social de la persona, la adicción, las secuelas mortales). Todo esto es de sobra sabido y aun así Vinterberg especula como si no existieran suficientes evidencias. Parece mentira que unos profesores se tomen en serio las ideas lunáticas de filósofos pardillos que no saben de lo que hablan. Si Otra ronda se hubiera escrito y rodado a principios del siglo XIX podría contar la fascinación de los poetas y bohemios del Romanticismo --por ejemplo los del grupito de lord Byron, bien conocidos de la mayoría-- que se ponían ciegos de café y al desvelarse, sentían que robaban al sueño unas horas de pasión y creatividad que nunca nadie antes había conocido (ay, en fin, el esnobismo...). Prácticamente el mismo anhelo que luego, a comienzos del XX, buscaron desesperadamente en la abstracción y el escándalo las vanguardias artísticas para incrementar nuestra la capacidad sensorial como espectadores, abrir una vía al subconsciente... Al menos Vinterberg podría haberlo justificado por el contexto: toda esta gente eran jóvenes y no existían muchos estudios médicos sobre la cafeína, las drogas o el psicoanálisis. Por lo menos de aquellos excesos cafeteros salió Frankenstein (1818) de Mary Shelley o el surrealismo; en cambio, de Otra ronda no sale nada que no sepamos ya...

Mi sensación es que Vinterberg ha perdido la oportunidad de poner a nuestra enolizada sociedad frente a las cuerdas, revelar las contradicciones de un consumo social adulto --sin duda excesivo-- nunca cuestionado, frente al igualmente excesivo consumo, aunque inocuo, hormonado y divertido, de los jóvenes. Podría haber armado una historia que enfrentara los usos y costumbres de dos generaciones y que saliera de ahí algo nuevo, incómodo, revelador, material de debate... qué sé yo; pero Otra ronda no es para tanto.

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