sábado, 28 de diciembre de 2024

La nueva realidad artificial de la ficción musicalizada (Emilia Pérez)

A principios de los ochenta escribí un relato en el que especulaba sobre lo que iba a ser el cine en apenas una década: modelo de negocio, dispositivo técnico y, por supuesto, mutaciones narrativas. Aparte de atreverme a situar los cambios en apenas una década (así todo parecía inminente y yo quedaba como un certero visionario), la verdad es que, al releerlo ahora, después de ver Emilia Pérez (2024), me doy cuenta de lo despistadas que iban mis profecías. Excepto en una cosa, un detalle menor que añadí para dar más vistosidad al final: que los géneros tradicionales acabarían entremezclándose sin control. Se juntarían temas impensables con estilos narrativos tradicionalmente asociados a géneros clásicos que suelen incluir un tipo bastante concreto de argumento (el cine negro, el musical o la ciencia ficción). La innovación (y el atractivo para las audiencias) consistiría precisamente en esa arriesgada combinación, en explicar historias en un formato pensado para otras y ver qué sale; como románticos musicales situados en futuros muy, muy lejanos, o dramas ambientados en el siglo XVIII y con una banda sonora de versiones heavy. Richard Donner dio un arriesgado paso en esta dirección con Lady halcón (1985), que fue un fracaso como película, por lo que el curioso contrapunto de la banda sonora de Andrew Powell al estilo Alan Parsons pasó bastante desapercibido. Tuvieron que pasar más de dos décadas (el doble que en mi «profético» texto) hasta que una fórmula muy parecida produjera un verdadero impacto con Maria Antonieta (2006) de Sofia Coppola, esta vez con música pop-discotequera.

Cinco años antes se había estrenado Moulin Rouge (2001), que renovó por completo la diégesis típica del género musical, y la dejó lista para combinar toda clase de historias con números, espectacularmente coreografiados y cantados, espacial y temporalmente desconectados de la trama. Su director, Baz Luhrmann, en realidad, lo que hizo fue invertir definitivamente la relación de pesos que hasta entonces se repartían los números musicales y la trama argumental, en beneficio de los primeros. Este esquema lo inventó Bob Fosse en Cabaret (1972), estableciendo un cambio formal sin vuelta atrás respecto al musical clásico de la época dorada de Hollywood. Luhrmann fue más allá de una mera intercalación de números musicales que (contra)puntúan la trama, convirtiéndolos es una ensoñación, una expresión de estados de conciencia o deseos que, aunque influyen y/o se conectan con el argumento principal, se intercalan en el espacio y el tiempo de la historia con coherencia. Lo que hizo fue añadir grandes dosis de espectacularidad visual y efectos especiales, pero sobre todo acertó al construir las canciones a base de fragmentos de éxitos ochenteros y noventeros, convirtiendo la película en el clásico popular que es todavía. Como muchos innovadores formales, Luhrmann quedó estancado en él, reversionándolo en cada nueva película, a cual más aburrida. Pero la idea ha fructificado en otros cineastas, que la están convirtiendo en un microgénero de gran proyección comercial, probablemente en una seña de identidad generacional. Un hilo rojo clarísimo conecta Annette (2021) de Leos Carax, Pobres criaturas (2023), la penúltima de Lanthimos, con Emilia Pérez de Jacques Audiard. Son tres títulos impecables desde el punto de vista del diseño de producción y la espectacularidad visual, pero que flojean estrepitosamente del lado del guión y por el sucedáneo de realidad infantiloide y absurda que proponen. Aun así, estas graves carencias no impiden que obtengan un increíble éxito de público y de crítica fácilmente encandilable.


Si la trama dramática de Emilia Pérez fuera más contundente, incluso política, estaríamos hablando de una película influyente, un hito en cuanto a hallazgos formales y de estilo. Sin embargo, todo lo eclipsa la valiente reivindicación de la transición de género que incorpora, la visibilidad humana y social de lo trans, y además por la carga de profundidad contra el sector cinematográfico y su tradicional discriminación de los actores y actrices trans. La notable y premiada interpretación de Karla Sofía Gascón ha abierto una brecha que no se va a poder cerrar, y ya se ha colado por ella Trinidad González, la primera protagonista del colectivo en un culebrón televisivo latinoamericano.

El núcleo sentimental y reivindicativo del filme resulta inatacable a pesar de estar representado por un caso extremo, casi inverosímil, dejando deliberadamente de lado unos cuantos matices sicológicos y sociales (seguramente para no restar fuerza a la emotividad de la situación). Que sí, que la exageración es la mejor manera de visibilizar las injusticias y la fuerza de los deseos, pero no necesariamente a costa de reducir el guión a la mínima expresión. Y es que una transición de género que se oculta al entorno más cercano, por muy narcotraficante que seas, va en contra de todo sentido común. Es precisamente lo contrario de lo que reivindica el colectivo: renacer a la sociedad desde el orgullo, el reconocimiento y el derecho a la igualdad. Esto es así en la película porque lo importante es mostrar cómo la transición modifica radicalmente a la nueva persona, sirviendo de metáfora perfecta de un completo renacer. De hecho, el personaje no se transforma en alguien diferente, es que, por fin, puede asomar su verdadera naturaleza ahogada (en este caso) por un temible delincuente y su modo de vida. Y la cirugía --igualmente extrema-- es la mejor forma de marcar ese final y ese nuevo comienzo. Eso sí, se lleva todo el dinero que ha conseguido amasar con su actividad delictiva (porque le va a dar un buen uso esta vez). No se puede ser más ingenuo en el planteamiento.

Si luego resulta que asoman ciertos comportamientos y tics de su deadname, no se trata de crueldad o venganza, sino porque lucha por lo que mas quiere (recuperar a sus hijos). Es un esquema argumental impecable, y si parece simplón es secundario, porque las motivaciones y las convicciones que lo guían son auténticas y bienintencionadas. El añadido final de los números musicales --ciertamente vistosos, perfectamente entrelazados con los fragmentos de realidad-- proporcionan el ingrediente primordial de la película: destilar esa realidad incrementada por sentimientos en estado puro, expresada a través de música y coreografías brillantes. Es exactamente lo que le faltaría a nuestra triste realidad; y el cine nos lo ofrece como si se tratara de un filme revolucionario, impugnador, reivindicativo, social... envuelto en escapismo, sufrimiento inmerecido y abusivo. En una palabra: exagerado.

Quizá por esa capacidad de distorsionar la realidad y hacer de ella algo idealizado y agradable, el musical --tanto en teatro como en cine-- está experimentando un absoluto boom creativo. Quizá por esa misma razón se eligen para convertirlas en musicales novelas mastodónticas o plúmbeas de reconocido prestigio y anécdota contundente como Los pilares de la tierra o El médico. En lo que se refiere al cine, lo mejor de esta evolución estilística es que se musicalizan argumentos que renuncian al glamour y/o al romance heterosexual clásico. El veterano Audiard, que lo prueba todo una vez en cada película, se ha lanzado a contar una historia hecha de excesos de guión y de producción. Y Emilia Pérez (2024) es una apuesta arriesgada que inevitablemente llama la atención de crítica y audiencia; sin embargo, esa mezcla inefable de historias y formatos es apenas su única virtud, porque el resto no se sostiene ni va mucho más allá del culebrón...

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Usar la cámara como arma (No other land)

El fascismo no conoce fronteras, culturas ni individuos. El fascismo se manifiesta --en diversos grados e intensidades-- en todos los países, grupos y personas. En su versión más inofensiva, puede funcionar como una simple guía de la vida cotidiana (no te gusta cierta gente, no te gusta un determinado tipo de cultura, preferirías que hubiera leyes más cercanas a tu pensamiento), pero en su vertiente más peligrosa puede resultar letal. Cuando se convierte en un código compartido por muchos individuos se produce esa revolución cognitiva que hemos perfeccionado gracias al lenguaje, y entonces se transforma en una realidad intersubjetiva, hecha de creencias y sentimientos, a la que otorgamos una realidad material por la que algunos incluso están dispuestos a matar: dios, capitalismo, nación, supremacía (Arari dixit). Son ideas que buscan imponerse como el fundamento moral de una comunidad social y a la que deben plegarse sin alternativa también quienes pertenecen al grupo y no están de acuerdo. En realidad, la ideología que los motiva no deja de estar parcheada a base de leyendas, mitos, tradiciones o relatos inventados, heredados y/o aceptados acríticamente (a veces por principio de autoridad).

Esta deriva suele incluir una peligrosa convicción autoproclamada de comunidad elegida, amenazada y/o discriminada, la única legitimada y capaz de ostentar simultáneamente el poder, la moral, el ordenamiento de la sexualidad y toda clase de jerarquías, incluso de estructurar la vida privada de las personas. En corto y claro: es perfectamente posible hablar de fascistas judíos, exactamente los mismos que se han atrincherado --para no tener que rendir cuentas ante ninguna institución humana-- en el gobierno del estado de Israel. Gente que busca forzar el consenso no sólo sobre su relato, sino de deshacerse de todo --y de todos-- lo que haya por en medio hasta lograr su inefable propósito. Y quienes se llevan la peor parte en este proyecto visionario son los palestinos. Un pueblo sin derechos a ojos de esos gobernantes, que debería marcharse (a pesar de llevar allí más tiempo) para que puedan colonizarlas los israelíes. Y el resto del mundo no es que no pueda ni deba estorbar sus planes, es que no puede ni abrir la boca para oponer argumentos, porque eso nos convierte automáticamente en antisemitas. No hay manera de arrancarles de este relato, ni siquiera de lograr que lo maticen por puro cálculo práctico o humanitario. Hace más de medio siglo que es así, aunque no con tanta intensidad; pero ahora los brutales atentados de Hamás del 07/10/2024 les han convencido de que ha llegado su hora, que les asiste toda la razón y que su sueño está a punto de materializarse. Atrincherados en este pastiche de creencias y sentimientos sin apenas conexión con lo real se han lanzado a tumba abierta contra Gaza y cualquier otra amenaza probable o designada por ellos. Puro y duro fanatismo.


Este es --para las audiencias convencidas de antemano-- el contexto político en el que hay que situar No other land (2024), un filme apañado de cualquier forma, montado en bruto, sin tiempo para reflexionar ni analizar críticamente el presente y el pasado. Porque el rodaje en sí mismo era una prueba de supervivencia para sus autores, les iba la vida en ello, y porque sus imágenes nos arrojan en pleno rostro la evidencia de nuestra inacción de espectadores. Nos consideramos solidarios, con un fuerte compromiso verbal y declarativo con Palestina, sí; pero siempre desde nuestra distancia y seguridad (y en ese nuestra me incluyo, junto a todo Occidente y a unos cuantos potenciales aliados árabes). Nos compadecemos de Gaza pero no forzamos una acción de nuestros gobiernos, no nos manifestamos, no bloqueamos nada, no buscamos la expulsión de Israel de foros ni competiciones (como se hizo con Rusia nada más invadir Ucrania), y no dejamos de ver como aliados a quienes se siguen negando a intervenir o a ejercer su influencia...

No other land se basta y se sobra como crónica devastadora del deshaucio del pueblo de Masafer Yatta (Cisjordania) al más puro estilo mafioso por parte del ejército israelí: un goteo incesante de derribos de viviendas, expulsiones nunca declaradas ni admitidas oficialmente (siempre escudándose tras excusas legalistas), detenciones indiscriminadas y trato inhumano. Poco más puede ofrecer el cine sobre la ocupación israelí de Gaza; pero lo más importante es que se atreve a plantar la cámara y filmar a los enemigos. Y por si esto no fuera suficiente, hay políticos, medios y audiencias que se han molestado porque sus directores --Basel Adra y Yuval Abraham-- sean un palestino y un judío (en Israel hay grupos y colectivos que se oponen a su gobierno), dos amigos que se atreven a presentar su película y a exponer su punto de vista. Quienes les critican son grupos de interés que, en sus crónicas, se llevan las manos a la cabeza ante semejante muestra de adoctrinamiento fuera de lugar, y sin embargo pasan de puntillas ante la realidad incontestable y difícilmente impugnable que presenta el filme. Y aunque la película finalice con la resignación ante una debacle inminente para los palestinos, la gran esperanza son personas como Yuval y Basel, la encarnación de una posibilidad, la realidad de una convivencia posible más allá de un conflicto atrapado en una espiral de venganza y fanatismo que no lleva a ninguna parte.

Puede que filmes como No other land no consigan movilizar más allá de una solidaridad bienintencionada, pero reafirman unas convicciones que, más tarde o más temprano, cuando se abra paso la realidad de una injusticia flagrante, convertirán este presente en algo marciano. Y a nosotros en zombies.