domingo, 30 de marzo de 2025
El abismo entre los sueños y las ilusiones (La luz que imaginamos)
El filme narra la historia de tres mujeres atrapadas en unas vidas que acabarán entrelazadas, mostrada por una cámara que no sale de su día a día, exponiendo en la pantalla las causas de su dolor, su infelicidad, su falta de oportunidades. Nunca se expresan esos motivos mediante escenas definitorias o directas, sino que es el espectador quien debe reconstruirlos a partir de los diálogos y las situaciones (la manera habitual de incorporar la sutileza al estilo). Son tres mujeres que abren sus sentimientos y se ayudan, siempre cuidando de no traspasar los límites que les impone (y que conocen de sobra) la tradición cultural y la modernidad laboral, que les permite trabajar pero no decidir sobre sus vidas. Atrapadas en esta pinza letal, intentan encontrar una existencia más allá de la sumisión familiar mientras van sorteando a los hombres que las abordan constantemente para obtener de ellas toda clase de cosas (casi nunca amor sincero e igualdad de trato).
Prabha (Kani Kusruti) es enfermera, y su marido --designado por la familia sin que ella tuviera voz ni voto-- está en Alemania desde hace un año y prácticamente han perdido el contacto; Anu (Divya Prabha), también enfermera, se ha enamorado de un musulmán, y aunque sabe que eso es un obstáculo familiar y social de primer orden, no renuncia a dejar fluir un amor oculto al que no entiende por qué debe renunciar. Por último, Parvaty (Chhaya Kadam) es una viuda amenazada de desahucio después de haber vivido durante décadas en una vivienda de repente ilegalizada. La película teje lentamente las tres existencias de estas mujeres en Mumbai; todo lo que sucede y todo lo que vemos está mostrado desde su punto de vista. La mirada femenina llena la pantalla, encerrada por voluntad narrativa en ese universo paralelo que forman las mujeres (las de la India, quizá todas las mujeres del planeta) dentro de ese otro mayor que las contiene, el de los hombres, que irrumpen en sus vidas, las atraen hacia ellos para vaciarlas de contenido, casi siempre provocando infelicidad. También, a veces, acercándose con tacto y sensibilidad, pero sin mostrar del todo sus intenciones (como hace el doctor Manoj, que corteja a Prabha aunque está casado).
Mumbai, como dice Prabha en un determinado momento, es la ciudad que les permite ilusionarse con el sucedáneo de vida independiente que proporciona el trabajo; pero no soñar, ya que no hay un futuro en la precariedad que las rodea, nunca se darán las condiciones para alcanzar el estatus que la tradición les reserva. Aun así, esa misma ciudad que las devora lentamente, supone un alivio respecto a la vida que llevaban en sus poblados de origen. En Mumbai, al menos pueden trabajar, entrar en contacto con los hombres de forma más libre, creer que podrán encontrar un amor no contaminado por el interés, el engaño o la lujuria. Sólo cuando las tres mujeres deciden acompañar a Parvaty a su pueblo sienten que pueden tomarse un respiro, aliviar toda esa presión laboral y sentimental. En definitiva, comenzara a preguntarse qué es lo que quieren. Regresar con la familia equivale a un fracaso, admitir que necesitan su ayuda para encontrar su lugar en el mundo. Puede que acaben regresando a Mumbai, pero lo harán seguramente desde una convencimiento nuevo, quizá dispuestas a sacudirse de encima el paternalismo masculino desde una posición más firme.
La luz que imaginamos se las apaña para revelar con lentitud y un tacto exquisitos el pasado de estas mujeres, envolviéndonos de paso su cotidiana resignación. Y, una vez completada la inmersión, nos alegramos con sus pequeñas rebeldías, nos ilusionamos con los futuros aún no han llegado a imaginar. Una toma de conciencia apenas iniciada, lo justo para saber que algo cambiará. En otros países, hay otras luchas. Las que relata la película, son las que son.
viernes, 14 de marzo de 2025
Desde la nostalgia y la didáctica (El 47)
Y es que somos un país desmemoriado. Disfrutamos recreándonos en los principios de progreso y justicia del pasado (y más sabiendo de antemano cómo acabó la cosa), pero pasamos de puntillas sobre los episodios vergonzosos, polémicos y/o que refuerzan nuestros estereotipos más negativos. Con la debida distancia y convencidos de haberlos superado, aceptamos encararlos, incluso blanquearlos de acuerdo con el nuevo espíritu de los tiempos (y, en algún caso concreto, para purgar la conciencia). En general, no nos mueve un deseo de manipular o reescribir nuestro pasado, pero sí de ofrecer a las nuevas generaciones un relato positivo y didáctico (porque este es el nuevo espíritu de los tiempos). Así somos, y no parece que hayamos cambiado demasiado en estos años...
No es exactamente esto lo que hace El 47. Como poco, se podría afirmar que filtra interesadamente la anécdota que quiere contar; sin desvirtuarla en lo esencial, pero cargando el peso del drama en los aspectos que sabe que atraparán mejor al público. Estamos ante un filme que cumple varios propósitos más allá de la ficción y que se lee de manera muy diferente en función de la edad y la biografía de cada cual. Nos encanta contemplar el pasado tal como necesitamos verlo, desde el punto de vista de nuestro presente, sabiendo que todo fue comprometido en su justa medida, que todas las luchas fueron legítimas, que no hubo pasos atrás, ni obstáculos ni actitudes fuera de los valores con los que observamos el drama. Estamos ante un guión bien escrito que desarrolla un suceso verídico, con sinceridad, una mirada compasiva y emotiva, con personajes que son prácticamente arquetipos; un filme quizá demasiado escorado hacia las narraciones autocomplacientes y reconfortantes que se llevan ahora. Sin disenso político ni mencionar (ni siquiera tangencialmente) la conflictividad social derivada de las desigualdades, señalando la burocracia, la ineptitud y la represión como únicos escollos.
El 47 es una película que se sumerge en el pasado desde la nostalgia de unos tiempos muy duros (los que conocieron nuestros abuelos), sabiendo como sabemos que la cosa acabó bien, y un sentimentalismo que eclipsa cualquier aspecto, no ya ideológico o político, sino ajeno a la trama principal. Esta es la clave de su éxito de público y de premios: la visión humana y conmovedora de un suceso que simboliza perfectamente el anhelo de integración y de superación, la lucha por mejorar las condiciones vida, el derecho a una vivienda digna. Los descendientes de aquellos migrantes responden perfectamente a lo pasional, lo afectivo, las injusticias, los momentos perfectos, las pequeñas victorias... Un filme más didáctico que histórico, más cívico que ideológico.
Para calibrar mejor El 47, yo recomiendo contrastarlo con La piel quemada (1967) de Josep Maria Forn; un filme injustamente olvidado que trata el mismo tema, rodado cuando la llegada de migrantes a Cataluña estaba en pleno apogeo, y que aun así no renuncia a incorporar a la historia las consecuencias de la conflictividad entre recién llegados y autóctonos, sin tener que armar un relato de buenos y malos. Dos títulos que permiten medir el largo camino recorrido por la sociedad española (y por el cine, por descontado): lo que hemos dejado atrás, lo que hemos incorporado... Fundamentalmente, un radical cambio en la mirada.
martes, 4 de marzo de 2025
¿El sueño de un gato negro? (Flow, un mundo que salvar)
Gints Zilbalodis es un cineasta de animación letón con apenas dos largometrajes, suficiente para revelar un particularísimo estilo narrativo, marcado por la simplicidad argumental, la afasia y unos paisajes entre devastados, evocados y/o imaginados. El primero --Away (2019)-- ganó en el Festival de Annecy y con el segundo --Flow, un mundo que salvar (2024)-- se acaba de llevar el Oscar a mejor animación con todo merecimiento. Estamos ante un creador que podría provocar un importante giro estético en este tipo de filmes (cada vez más, realizados pensando en audiencias adultas), resituando el género en el incentro donde convergen el cine fantástico, el mensaje ecologista y la introspección personal de unos héroes que no pronuncian una sola palabra (al menos hasta ahora).
Flow, un mundo que salvar es un filme que se resiste a la clasificación y a revelar abiertamente sus propósitos. Ambas renuncias dificultan bastante que el espectador entre a fondo en lo que se explica, pero hay un tercer elemento que anula cualquier resistencia inicial (incluso un cuarto, la banda sonora, en la que colabora el propio Zilbalodis): una estética visual que encandila y corta la respiración desde el primer minuto. No es solamente la perfección casi analógica en la recreación de paisajes inventados, también está el constante movimiento de cámara, los numerosos objetos y detalles que apuntan un significado, lugares que remiten a un pasado perdido no se sabe por qué. Si acaso, lo único que no está a la altura de tanta perfección es el renderizado de los animales protagonistas, que parecen un poco a medio culminar. Pero lo cierto es que da igual, porque ni siquiera la errática sucesión de escenas sin apenas nexo de la historia consiguen que disminuya la fascinación causada por las imágenes. Será después cuando comprendas que para mantener ese precario equilibrio es necesario sacrificar los diálogos. Igual es una simple fijación estética del director, pero funciona con la contundencia de una premisa narrativa. Lo único que queda claro en la película es que la acción transcurre en un mundo sin rastros de tecnología moderna donde habitaron seres humanos y ya sólo quedan animales. Los elementos naturales y las ciudades en ruinas evocan una mezcla de culturas y países suficientemente diferentes y/o alejados, quizá para impedir localizar el espacio y el tiempo de la acción, también para dotar de verismo a los paisajes y universalizar un difuso mensaje de advertencia.
En definitiva, una película que atrapa utilizando casi exclusivamente el principal fundamento ontológico del medio: la imagen y el movimiento; y de la que cuesta arrancarse a pesar de que no haya apenas asideros para comprender, empatizar o identificarse con una historia que, como indica su título, simplemente fluye. Y de qué manera...