martes, 4 de marzo de 2025

¿El sueño de un gato negro? (Flow, un mundo que salvar)

Gints Zilbalodis es un cineasta de animación letón con apenas dos largometrajes, suficiente para revelar un particularísimo estilo narrativo, marcado por la simplicidad argumental, la afasia y unos paisajes entre devastados, evocados y/o imaginados. El primero --Away (2019)-- ganó en el Festival de Annecy y con el segundo --Flow, un mundo que salvar (2024)-- se acaba de llevar el Oscar a mejor animación con todo merecimiento. Estamos ante un creador que podría provocar un importante giro estético en este tipo de filmes (cada vez más, realizados pensando en audiencias adultas), resituando el género en el incentro donde convergen el cine fantástico, el mensaje ecologista y la introspección personal de unos héroes que no pronuncian una sola palabra (al menos hasta ahora).

Flow, un mundo que salvar es un filme que se resiste a la clasificación y a revelar abiertamente sus propósitos. Ambas renuncias dificultan bastante que el espectador entre a fondo en lo que se explica, pero hay un tercer elemento que anula cualquier resistencia inicial (incluso un cuarto, la banda sonora, en la que colabora el propio Zilbalodis): una estética visual que encandila y corta la respiración desde el primer minuto. No es solamente la perfección casi analógica en la recreación de paisajes inventados, también está el constante movimiento de cámara, los numerosos objetos y detalles que apuntan un significado, lugares que remiten a un pasado perdido no se sabe por qué. Si acaso, lo único que no está a la altura de tanta perfección es el renderizado de los animales protagonistas, que parecen un poco a medio culminar. Pero lo cierto es que da igual, porque ni siquiera la errática sucesión de escenas sin apenas nexo de la historia consiguen que disminuya la fascinación causada por las imágenes. Será después cuando comprendas que para mantener ese precario equilibrio es necesario sacrificar los diálogos. Igual es una simple fijación estética del director, pero funciona con la contundencia de una premisa narrativa. Lo único que queda claro en la película es que la acción transcurre en un mundo sin rastros de tecnología moderna donde habitaron seres humanos y ya sólo quedan animales. Los elementos naturales y las ciudades en ruinas evocan una mezcla de culturas y países suficientemente diferentes y/o alejados, quizá para impedir localizar el espacio y el tiempo de la acción, también para dotar de verismo a los paisajes y universalizar un difuso mensaje de advertencia.



En definitiva, una película que atrapa utilizando casi exclusivamente el principal fundamento ontológico del medio: la imagen y el movimiento; y de la que cuesta arrancarse a pesar de que no haya apenas asideros para comprender, empatizar o identificarse con una historia que, como indica su título, simplemente fluye. Y de qué manera...