martes, 26 de diciembre de 2006

Experimentos (Happy Feet: rompiendo el hielo)

Ahora que el renderizado por fotograma cuadrado ha bajado tanto de precio empieza a ser posible hacer experimentos. Me refiero a Happy feet: rompiendo el hielo (2006), que es un curioso experimento de géneros cinematográficos. Durante la primera media hora piensas que estás ante un Moulin Rouge pingüinil que detrás lleva una operación de marketing de bandas sonoras ochenteras (¡qué iniciativa tan original!): los niños disfrutando viendo los dibujos y los mayores revisando con nostalgia los éxitos de su juventud. El arranque del filme ciertamente descuadra, y más cuando se ve tanto descuido en contar la historia y se tira de tanto tópico a la hora de caracterizar a los protagonistas. Semejante pastiche quizá no extrañe tanto si digo que su director es el responsable de productos de géneros tan dispares como Las brujas de Eastwick (1987), la saga Mad Max (1979, 1981, 1985) o Babe, el cerdito en la ciudad (1998).

Pero después surge el mayor acierto del guión, quizá el que debería haber sostenido la película desde el primer minuto: desde el punto de vista animal, los seres humanos debemos ser algo así como alienígenas (o seres místicos, según sea el tipo de contacto). Realmente la abducción (palabreja que puso de moda la serie Expediente X) puede servir para caracterizar el contacto entre humanos y fieras (todos los elementos e imágenes que se suelen emplear en estas descripciones cuadran sorprendentemente bien), sobre todo si las segundas consiguen sobrevivir; aunque también podría explicar los cambios de clima, el agotamiento de recursos y la contaminación ambiental. Cuando Happy feet: rompiendo el hielo se desliza por esta vía argumental todo va mucho mejor. Los minutos fluyen, se disfruta con las escenas de acción, se asimila y se intuye sin dudas el mensaje ecológico de la película, claramente dirigido a los adultos y a los adolescentes.

En resumen: si quieres llevar al cine a tus sobrinos de menos de seis años la tarde del día de Navidad no les lleves a ver Happy feet: rompiendo el hielo porque van a salir defraudados, y hasta liados. En cambio, si tienes un sobrino o una sobrina en el umbral de la adolescencia que aún no se avergüence de ver películas de dibujos que no sean sagas fantásticas con continuación en la XBox o la Vii, pues entonces recomiéndales que se vayan a verla; siéntete rumboso y dales el dinero para la entrada y así los adultos podréis alargar un poco más la tertulia de sobremesa. Puede que cuando vuelvan os expliquen que han aprendido algo, aunque francamente yo lo dudo.

jueves, 14 de diciembre de 2006

La materia oscura

No hay nada como contextualizar y mejorar así nuestro conocimiento y nuestra opinión. Ya hemos leído, escuchado y asistido a momentos apocalípticos que vaticinan un vuelco copernicano en el mundo del cine, más bien en la distribución de películas. Hace nada Steven Soderbergh hizo un experimento con el estreno de Bubble (2005): a los cuatro días de su primer pase en salas ya estaba en los videoclubs y en los canales de pago. Igual era un experimento de marketing de laboratorio, pero la cosa no levantó la polvareda que quizá sus promotores esperaban.

Hace unos meses (quizá un año) volvía a ser noticia el nuevo sistema de proyección de películas en salas comerciales: la recepción del filme (en formato digital por supuesto) se hace vía satélite, y luego un proyector compuesto de miríadas de microespejos consiguen el milagro de una película en alta definición y en el tamaño de pantalla al que estamos acostumbrados. La tecnología ya está lista, los distribuidores se relamen porque de esta manera controlarán mucho más el producto en esta economía de la edad de la copia que nos toca vivir. Pero los cines no están por la labor: es muy caro, cambio de modelo... No, no y no. Esquilmar el mercado hasta que desaparezca.

Y así estamos: los cines siguen siendo el ocio urbano más barato que existe, por lo que los jóvenes siguen respondiendo a su reclamo, aunque cada vez con películas de espectro argumental más reducido. Pocas horas más tarde, los padres con niños de cero a seis años renuncian a la canguro para ver en casa, cómodamente y con la chiquillería durmiendo, los estrenos de los que todo el mundo habla en versión canal de pago o top-manta. Y ya de madrugada, jóvenes y mayores dejan conectados toda la noche sus programas de intercambio de ficheros para hacerse con todo el cine del universo. Y cuando digo todo el cine hablo del que quiere estar al día de la cartelera, del que recupera filmografías de su infancia, del que acumula títulos sin ton ni son y del que busca auténticas rarezas, como Invasión (1969), dirigida por Hugo Santiago y con guión de Jorge Luis Borges, que en mi caso he descubierto gracias a La Tetona de Fellini.

Los gurús, los catedráticos, los expertos, mientras todo esto sucede ante sus narices, se esfuerzan por señalar paradojas en sus certeros diagnósticos socioculturales: el libro-papel va a convivir con el libro-electrónico, porque sirve a fines y públicos diferentes. Las universidades e institutos abren sus puertas a iniciativas como la de Google (u otras grandes corporaciones) que se pone a escanear libros como loca para ofrecerlos gratuitamente por Internet; y lo celebran porque eso es la plasmación del auténtico derecho de acceso a la cultura. Al final, la ficción literaria y la cinematográfica serán como esos recopilatorios de grandes estrellas del rock: servirán para regalar en Navidad y poco más; como las televisiones generalistas cuando la mayoría sean temáticas, digitales y de pago; como los cines cuando todo el cine de estreno se pueda comprar y ver desde casa... Serán restos de un mercado que fue y que se mantiene porque tiene su público, su encanto y cumple su función. Estoy convencido de que tendrá que haber una debacle en cuanto a número de espectadores en los cines para que finalmente podamos asistir a la aparición de salas digitales. Tendrá que ser así, será la única forma de lograr que quienes manejan el dinero se arruinen, abran los ojos y dejen entrar a otra gente con otras ideas.

Todavía no sabemos qué puñetas es la materia oscura esa que llena el universo, de la misma manera que tampoco sabemos cómo será el modelo de negocio de la cultura distribuida digitalmente, pero eso no quiere decir que no esté ahí; no lo vemos, no lo podemos ver, pero lo percibimos por deducción. Igualito que la materia oscura esa.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Películas que se me han pasado

Dos títulos que tenía previsto ir a ver y al final no pudo ser porque pasaron demasiado deprisa por la cartelera: Yo soy la Juani (2006) de Bigas Luna y GAL (2006) de Miguel Courtois. Esta última más que nada por coherencia, ya que a propósito de las bondades del cine político en versión Ken Loach echaba de menos un equivalente español, y mencionaba explícitamente un argumento basado en la trama terrorista de los GAL, sin saber que Courtois (que parece especializarse en el género político) estaba a punto de estrenar su película. No sé tanto del tema como para aventurar un punto de vista, pero algo me dice que no habrá tanta polémica como yo espero.

La de Luna me ha sabido peor, porque realmente tenía curiosidad por ver cómo presenta el cineasta una realidad social que, en el fondo, no nos engañemos, menospreciamos. Luna, en sus declaraciones con motivo del estreno, hablaba de la creatividad que inunda el mundo del tunning y a esas Juanis que transpiran imaginación, naturalidad y creatividad (esta fue la palabra que empleó). Yo me pregunto, sin haber visto la película, si es posible hablar de creatividad en un mundo donde la realidad se deja conscientemente de lado por fea y se la reviste de "creatividad". ¿No será más bien una forma de supervivencia cuya principal originalidad es que hace de las carencias virtudes? Al fin y al cabo, la Juani lo que desea es triunfar como actriz, el éxito (quizá no a cualquier precio) y la fama que sin duda, esto lo sabe muy bien ella, traerá el dinero que no tiene. En este contexto me parece que hablar de creatividad es la única forma positiva de abordar un drama sociológico (que no social) en el que la gente se desvive por una fama fácil a la que apuestan todo, sin caer en la cuenta que hace falta también mucho sacrificio. No basta con desearlo, hay que cultivarse un poco. Las cifras de fracaso escolar avalan esta paradoja: todos quieren triunfar sin tener que estudiar; no lo consideran necesario o no ven la relación directa entre ambas cosas. En el otro lado de la moneda están esos jóvenes que prefieren trabajar de funcionarios porque eso les garantiza un salario (y capacidad de consumo) para toda la vida. A base de eufemismos: no existe otra manera de hablar de las Juanis.