No hay nada como contextualizar y mejorar así nuestro conocimiento y nuestra opinión. Ya hemos leído, escuchado y asistido a momentos apocalípticos que vaticinan un vuelco copernicano en el mundo del cine, más bien en la distribución de películas. Hace nada Steven Soderbergh hizo un experimento con el estreno de Bubble (2005): a los cuatro días de su primer pase en salas ya estaba en los videoclubs y en los canales de pago. Igual era un experimento de marketing de laboratorio, pero la cosa no levantó la polvareda que quizá sus promotores esperaban.
Hace unos meses (quizá un año) volvía a ser noticia el nuevo sistema de proyección de películas en salas comerciales: la recepción del filme (en formato digital por supuesto) se hace vía satélite, y luego un proyector compuesto de miríadas de microespejos consiguen el milagro de una película en alta definición y en el tamaño de pantalla al que estamos acostumbrados. La tecnología ya está lista, los distribuidores se relamen porque de esta manera controlarán mucho más el producto en esta economía de la edad de la copia que nos toca vivir. Pero los cines no están por la labor: es muy caro, cambio de modelo... No, no y no. Esquilmar el mercado hasta que desaparezca.
Y así estamos: los cines siguen siendo el ocio urbano más barato que existe, por lo que los jóvenes siguen respondiendo a su reclamo, aunque cada vez con películas de espectro argumental más reducido. Pocas horas más tarde, los padres con niños de cero a seis años renuncian a la canguro para ver en casa, cómodamente y con la chiquillería durmiendo, los estrenos de los que todo el mundo habla en versión canal de pago o top-manta. Y ya de madrugada, jóvenes y mayores dejan conectados toda la noche sus programas de intercambio de ficheros para hacerse con todo el cine del universo. Y cuando digo todo el cine hablo del que quiere estar al día de la cartelera, del que recupera filmografías de su infancia, del que acumula títulos sin ton ni son y del que busca auténticas rarezas, como Invasión (1969), dirigida por Hugo Santiago y con guión de Jorge Luis Borges, que en mi caso he descubierto gracias a La Tetona de Fellini.
Los gurús, los catedráticos, los expertos, mientras todo esto sucede ante sus narices, se esfuerzan por señalar paradojas en sus certeros diagnósticos socioculturales: el libro-papel va a convivir con el libro-electrónico, porque sirve a fines y públicos diferentes. Las universidades e institutos abren sus puertas a iniciativas como la de Google (u otras grandes corporaciones) que se pone a escanear libros como loca para ofrecerlos gratuitamente por Internet; y lo celebran porque eso es la plasmación del auténtico derecho de acceso a la cultura. Al final, la ficción literaria y la cinematográfica serán como esos recopilatorios de grandes estrellas del rock: servirán para regalar en Navidad y poco más; como las televisiones generalistas cuando la mayoría sean temáticas, digitales y de pago; como los cines cuando todo el cine de estreno se pueda comprar y ver desde casa... Serán restos de un mercado que fue y que se mantiene porque tiene su público, su encanto y cumple su función. Estoy convencido de que tendrá que haber una debacle en cuanto a número de espectadores en los cines para que finalmente podamos asistir a la aparición de salas digitales. Tendrá que ser así, será la única forma de lograr que quienes manejan el dinero se arruinen, abran los ojos y dejen entrar a otra gente con otras ideas.
Todavía no sabemos qué puñetas es la materia oscura esa que llena el universo, de la misma manera que tampoco sabemos cómo será el modelo de negocio de la cultura distribuida digitalmente, pero eso no quiere decir que no esté ahí; no lo vemos, no lo podemos ver, pero lo percibimos por deducción. Igualito que la materia oscura esa.
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